Kuroi Hasu: Leyenda de Honor y Acero “El Heredero”

Capítulo 8:  “El heredero”

 

En el majestuoso Palacio Imperial de Kioto, los corredores eran largos y laberínticos, adornados con elegantes biombos y pinturas que narraban epopeyas de glorias pasadas. El emperador Go-Toba, un hombre de porte regio y mirada serena, se ocupaba de los asuntos del reino, confiando en que su familia estuviera protegida detrás de los muros dorados del palacio. Sin embargo, la traición se gestaba en las sombras, y el hermano del emperador, Minamoto no Yoshimoto, tramaba un siniestro plan para usurpar el trono.

Bajo la sombra de los imponentes cerezos en flor y el murmullo constante del río Kamo, Kioto vivía un tiempo de oro en el que la familia imperial jugaba un papel crucial en la configuración del destino del país. En el corazón de esta historia se encontraban dos hermanos, Yoshimoto y el Emperador Go-Toba, cuyo vínculo fraternal se vería agrietado por una serie de eventos que darían forma a un drama de traición y celos.

Desde su más tierna infancia, Yoshimoto y Go-Toba fueron criados bajo el severo y exigente ojo de su padre, el Emperador Toba. El palacio imperial, con sus vastos jardines y pabellones dorados, era a la vez un santuario de cultura y un campo de batalla de ambiciones. Los dos príncipes eran educados con una rigurosidad que reflejaba las normas inquebrantables de la corte. El Emperador Toba, un hombre de carácter implacable y una presencia autoritaria, instiló en sus hijos la disciplina y el sentido del deber que esperaría de ellos.

  • “Recuerden siempre, mis hijos,” decía el Emperador Toba en sus momentos de reflexión, mientras se sentaba en el jardín de loto del palacio, “que el destino de Japón descansa sobre sus hombros. Cada acción, cada decisión, debe ser tomada con la sabiduría de un emperador y el corazón de un guerrero.”

Yoshimoto, el mayor de los dos, escuchaba con atención, su mirada fija en el suelo mientras absorbía las palabras de su padre. Aunque parecía el más reservado de los dos, su corazón estaba marcado por una ambición que lentamente comenzaba a gestarse en la sombra. Go-Toba, por otro lado, se mostraba más abierto y sonriente, siempre ansioso por demostrar su valía y ganarse la aprobación de su padre.

A medida que los años avanzaron, el vínculo entre los hermanos comenzó a mostrar signos de tensión. En sus años de juventud, ambos se encontraron enamorados de la misma mujer, una dama de la corte llamada Michiko. Michiko era conocida por su belleza etérea y su inteligencia aguda, cualidades que atrajeron a los dos hermanos de manera irrevocable.

Durante un elegante banquete en el palacio, bajo las luces suaves de las lámparas de papel y el aroma de las flores frescas, Yoshimoto y Go-Toba se encontraron compartiendo una conversación con Michiko en el jardín de los cerezos.

  • ” Michiko-dono,” dijo Go-Toba con una sonrisa cálida, mientras tomaba su mano suavemente, “su belleza ilumina más que las estrellas del firmamento.”

Michiko sonrió, sus ojos brillando con una mezcla de gratitud y complicidad.

  • “Su majestad, es su bondad y generosidad las que me han cautivado.”

Yoshimoto, de pie a un lado, observaba con una creciente frustración mientras su hermano lograba conquistar el corazón de Michiko. Su propio amor por Michiko era profundo y sincero, pero siempre se sentía eclipsado por la facilidad con la que Go-Toba parecía atraer la admiración de todos a su alrededor.

La vida en la corte cambió dramáticamente con la muerte del Emperador Toba. En su lecho de muerte, el anciano emperador tomó una decisión que cambiaría el destino de sus hijos y de Japón. Con una mirada cansada pero decidida, el Emperador Toba convocó a sus dos hijos y les dio su bendición final.

  • “Go-Toba,” dijo Toba con una voz temblorosa pero firme, “he visto en ti un corazón noble y justo, cualidades que serán necesarias para guiar a nuestro país en estos tiempos inciertos. Asume el trono y lleva adelante la voluntad de nuestra familia.”

El corazón de Yoshimoto se hundió al escuchar las palabras de su padre. Aunque había aceptado con dignidad la decisión, no podía evitar sentir que el peso de la injusticia lo aplastaba. La traición que había comenzado como una semilla de celos y desilusión se había transformado en un río turbulento que amenazaba con desbordar sus emociones.

Con el ascenso de Go-Toba al trono, Yoshimoto comenzó a experimentar una creciente sensación de traición. La imagen de su hermano recibiendo el poder que él había ansiado, y el amor de Michiko, que ahora estaba con Go-Toba, se convirtió en un tormento constante en su mente.

En la soledad de sus aposentos, Yoshimoto se encontraba a menudo sumido en pensamientos oscuros. La visión de su hermano en el trono, y la imagen de Michiko a su lado, se entrelazaban con recuerdos de la severidad de su padre. El sentido de haber sido desposeído de todo lo que había querido comenzó a consumirlo, avivando una llama de resentimiento que se transformó en un deseo ardiente de cambiar su destino.

Una noche en el jardín del palacio, mientras las flores del cerezo caían suavemente como nieve sobre el suelo, Yoshimoto encontró a Go-Toba en una conversación íntima con Michiko. La escena, tan llena de aparente armonía, se volvió para Yoshimoto una representación de todo lo que había perdido.

  • “¿Cómo te sientes en el trono, hermano?” preguntó Yoshimoto con un tono que ocultaba un profundo dolor. Su voz era suave, pero la tensión en el aire era palpable.

Go-Toba lo miró con una mezcla de sorpresa y preocupación.

  • “Es un peso grande, Yoshimoto, pero uno que acepto con responsabilidad y dedicación. Aprecio tu apoyo.”

Yoshimoto forzó una sonrisa.

  • “No hay mayor honor que servir al país, hermano. Solo deseo que tu reinado sea uno de paz y prosperidad.”

Mientras observaba a Go-Toba y Michiko juntos, Yoshimoto sintió un giro profundo en su corazón. La traición no se encontraba solo en la pérdida de poder o el amor no correspondido, sino en la sensación de ser relegado a la sombra de su hermano, de ser un espectador en el escenario que había querido para sí mismo.

Así, en la complejidad de sus emociones y en la confusión de su dolor, Yoshimoto comenzó a trazar un camino oscuro. La traición y el resentimiento se entrelazaban en sus pensamientos, marcando el inicio de un conflicto que afectaría no solo a su familia, sino a todo el país. La sombra del antiguo Emperador Toba y la luz de la nueva era de Go-Toba se enfrentaban en una batalla silenciosa pero implacable, en la que la traición y el amor no correspondido eran las fuerzas que definían el destino de Yoshimoto.

En los días que siguieron, la traición se gestó en las sombras. La decisión de Yoshimoto de rebelarse contra su hermano no fue un acto impulsivo, sino el resultado de años de dolor y desilusión. El país, que había sido testigo del ascenso de Go-Toba, pronto se encontraría inmerso en la turbulencia de la traición y el conflicto.

En el tranquilo esplendor de los jardines imperiales, bajo el susurro apacible de los pinos y el aroma de los ciruelos en flor, se gestaba un plan oscuro, alimentado por la ambición y la codicia. El príncipe Haruto, hijo del Emperador Go-Toba y un niño de extraordinaria curiosidad, había atraído la atención de quienes, en la sombra, deseaban usar su inocencia para sus propios fines siniestros.

Haruto, con sus ojos grandes y brillantes como el cielo de verano, a menudo se aventuraba fuera de los muros del palacio para explorar los rincones más escondidos de los jardines y los templos. Su curiosidad infantil le llevaba a descubrir los secretos del mundo que lo rodeaba, desafiando los límites impuestos por sus guardianes. La libertad de su pequeño espíritu contrastaba con la severidad de su entorno real, y su inclinación a explorar era vista como una debilidad por aquellos que aguardaban el momento oportuno para llevar a cabo su pérfido plan.

Entre estos conspiradores se encontraba Yoshimoto, quien, al observar la inocente curiosidad del joven príncipe, vio una oportunidad perfecta para avanzar en sus oscuros objetivos. Sabía que el pequeño Haruto, en su afán de explorar, solía desobedecer las órdenes y escapar de la vigilancia de los guardias. Esta peculiaridad se convirtió en la grieta a través de la cual Yoshimoto podría ejecutar su maquiavélico plan.

El día elegido para el siniestro acto fue brillante y sereno, una apariencia engañosa que ocultaba las maquinaciones sombrías que se desarrollaban en los rincones más oscuros del palacio. Mientras el príncipe Haruto jugaba en los jardines, con su risa infantil resonando como el canto alegre de un pájaro en la primavera, Yoshimoto orquestaba su estrategia con precisión fría.

Para llevar a cabo el secuestro, Yoshimoto recurrió a dos mercenarios infames: Kenta y Daichi. Estos hombres, cuyas almas se habían endurecido por el comercio de la violencia, aceptaron el contrato con una frialdad que sólo se encuentra en los corazones endurecidos por la avaricia. Sus nombres eran conocidos en los círculos oscuros del mundo, y su reputación era tal que causaba temor en aquellos que conocían su habilidad para llevar a cabo tareas de la más alta traición.

Yoshimoto, aprovechando la curiosidad natural del príncipe Haruto y la despreocupación de los guardias, diseñó un plan que permitiera al niño alejarse del círculo de protección.

Conocedor de los patrones del mercado y la rutina diaria del joven príncipe, había preparado el terreno para su plan. Bajo el pretexto de una celebración o de un evento que desvió la atención de los guardianes, permitió que el niño se aventurara fuera de la seguridad de la corte. Haruto, fascinado por el bullicio del mercado, se adentró en un área menos concurrida, lejos de la vista de sus protectores

En el bullicioso laberinto de los mercados de Kioto, donde el aroma de especias y el murmullo constante de la multitud se entrelazaban en una sinfonía caótica, el príncipe Haruto, bajo el disfraz de la curiosidad infantil, se aventuró fuera de los seguros muros del palacio. El mercado, con su vibrante danza de colores y sonidos, ofrecía un mundo fascinante y ajeno a las restricciones de la vida palaciega.

La vasta extensión del mercado estaba llena de puestos de madera, donde los comerciantes vendían desde vibrantes telas hasta exquisitos dulces y frutos exóticos. Haruto, con sus ojos brillantes y su corazón aventurero, se movía entre los puestos, absorto en los objetos y las vibraciones de un mundo que le era tan nuevo y emocionante. Su presencia, una mezcla de esplendor imperial y entusiasmo infantil, atraía miradas curiosas y sonrisas complacidas.

Sin embargo, la inocencia del pequeño príncipe no podía prever el peligro que acechaba en las sombras. La oportunidad para la traición se había presentado y Yoshimoto, el oscuro artífice de la intriga, había diseñado un plan con astucia calculada. Aprovechando la curiosidad natural de Haruto y la falta de vigilancia constante en el mercado, Yoshimoto preparó el escenario para que se cumpliera su maquiavélico diseño.

En un rincón apartado del bullicioso mercado, dos figuras sombrías se movían con la precisión de serpientes en la penumbra: los mercenarios Kenta y Daichi. Estos hombres, de rostro endurecido y ojos fríos como el acero, estaban ahí para ejecutar la voluntad de Yoshimoto. Sus pasos eran sigilosos y su presencia, aunque invisible para la mayoría, estaba llena de una amenaza latente.

El momento de la traición se aproximaba con la tensión de una tormenta inminente. Kenta y Daichi, ocultos entre las sombras de los callejones, siguieron al príncipe con una precisión casi sobrenatural.Principio del formulario

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Cerca de allí, Aiko, con su kimono delicadamente decorado, paseaba tranquilamente, disfrutando de la tarde. Al ver al niño solo, una sensación de extrañeza la invadió. Observó con discreción a los dos hombres sospechosos que lo seguían y decidió seguirlos sin ser vista.

Haruto giró en una estrecha callejuela, lejos de las miradas de los transeúntes. Fue en ese momento cuando los mercenarios aprovecharon para actuar. Sin embargo, Aiko los seguía de cerca. Al ver cómo intentaban agarrar al niño,  gritó:

  • ¡Deteneos!

Kenta y Daichi se giraron, sus rostros mostraban sorpresa y furia. Desenvainaron sus puñales y se lanzaron hacia Aiko.

  • ¡Esto no es asunto tuyo, mujer! —gruñó Kenta mientras arremetía con su puñal.

Aiko esquivó el primer ataque con la gracia de una sombra danzante, cada movimiento reflejando el riguroso entrenamiento bajo Ryunosuke. En un destello de precisión, desarmó a Kenta, su puñal resonando contra el suelo. Con un golpe certero al cuello, lo dejó incapacitado, jadeando. Daichi intentó un ataque furtivo, pero Aiko, con una maniobra impecable, torció su brazo, arrancándole un grito de dolor. Sin vacilar, asestó un golpe decisivo en la base del cráneo, y Daichi cayó, inconsciente, ante su implacable destreza.

  • ¡Vamos, pequeño! —dijo Aiko, tomando la mano de Haruto y llevándolo lejos de la escena.

Corrieron por las calles de Kioto hasta que encontraron un lugar seguro. Aiko se arrodilló para estar a la altura del niño.

  • ¿Qué haces caminando solo? —le preguntó con suavidad.

 

  • El palacio es muy grande y me siento encerrado —respondió Haruto, sus ojos reflejando una mezcla de miedo y alivio.

Aiko comprendió de inmediato quién era el niño y decidió llevarlo de regreso. De camino se cruzaron con Takeshi.

Takeshi quedó asombrado al ver al hijo del emperador.

  • Aiko, ¿qué ha sucedido? —preguntó con urgencia.

 

  • Este niño es el hijo del emperador. Estaba siendo seguido por dos mercenarios que intentaron secuestrarlo —explicó Aiko.

 

  • Debemos llevarlo de vuelta al palacio inmediatamente —dijo Takeshi, su rostro reflejando determinación.

Juntos, se apresuraron hacia el Palacio Imperial. Al llegar, los guardias los detuvieron, pero al ver al príncipe Haruto, los dejaron pasar rápidamente. Fueron llevados ante el emperador Go-Toba, cuya preocupación era palpable.

El emperador, con el ceño fruncido y la voz llena de autoridad, preguntó:

  • ¿Cómo es posible que mi hijo haya escapado sin que nadie lo notase?

Takeshi se adelantó y relató lo sucedido, mientras Haruto asentía confirmando cada palabra.

  • Padre, quería ver el mundo más allá del palacio —dijo Haruto, con una mezcla de arrepentimiento y valentía en su voz.

El emperador miró a Aiko, sorprendido por la presencia de una geisha en medio de esta situación.

  • ¿Y tú, mujer, quién eres? —preguntó con curiosidad.

 

  • Soy una humilde geisha, majestad. Mi nombre es Aiko —respondió con humildad.

 

  • ¿Una geisha, dices? En un solo día has logrado más de lo que mi guardia ha conseguido en meses. Ni siquiera son capaces de proteger a un simple niño —dijo el emperador con desdén hacia sus guardias. Luego, suavizando su tono al mirar a Aiko, añadió—: A partir de ahora, serás la encargada de la tutela y seguridad de mi hijo en el palacio.

Aiko, con un sentimiento de honor y responsabilidad, aceptó la propuesta.

Los días siguientes a la llegada de Aiko al Palacio Imperial estuvieron llenos de cambios y nuevas rutinas. El sol nacía sobre los jardines de cerezos y sauces llorones, y sus rayos iluminaban los caminos de grava y los estanques llenos de carpas coloridas. Las grandes puertas del palacio se abrían al amanecer, y los sirvientes comenzaban su día con silenciosa eficiencia.

Aiko, ahora una figura constante en la vida del joven príncipe Haruto, se levantaba temprano para prepararse. Con su kimono cuidadosamente colocado y su cabello recogido en un elegante moño, se dirigía al pabellón donde Haruto esperaba, ansioso por comenzar una nueva jornada de aprendizajes y aventuras.

  • Buenos días, Haruto-sama —saludó Aiko con una reverencia, su voz suave y cálida.

 

  • Buenos días, Aiko-san —respondió Haruto, su rostro iluminado por una sonrisa radiante.

Haruto era un niño de diez años, con cabello negro y ojos oscuros que reflejaban una mezcla de inocencia y curiosidad. Su rostro redondeado y sus mejillas sonrosadas le daban un aire de dulzura, mientras su postura, siempre alerta, mostraba su energía inagotable.

Los primeros días fueron dedicados a conocer las artes que Aiko dominaba. Comenzaron con la meditación, una práctica que Aiko había aprendido de su mentor Ryunosuke. Sentados en el jardín de bambú, rodeados de la suave brisa y el canto de los pájaros, Aiko guiaba a Haruto en la búsqueda de la calma interior.

  • Cierra los ojos y respira profundamente, Haruto-sama. Siente cómo el aire llena tus pulmones y luego déjalo salir lentamente —le instruía Aiko, con una voz tan suave como la seda.

 

  • ¿Así, Aiko-san? —preguntó Haruto, siguiendo sus indicaciones con entusiasmo.

 

 

  • Exactamente, Haruto-sama. Imagina que eres un árbol, con raíces profundas en la tierra y ramas que alcanzan el cielo —respondió Aiko, notando cómo el niño comenzaba a relajarse.

Después de la meditación, pasaban al estudio del shamisen. Aiko colocaba el instrumento en el regazo de Haruto y le mostraba cómo colocar los dedos sobre las cuerdas.

  • Es como si el shamisen estuviera contando una historia —le explicó Aiko, sus ojos brillando con pasión—. Cada nota es una palabra, y juntas forman una melodía que puede hacer reír o llorar a quien la escucha.

Haruto intentaba tocar las cuerdas con cuidado, sus dedos pequeños y ágiles moviéndose con creciente confianza.

  • ¿Lo estoy haciendo bien, Aiko-san? —preguntaba Haruto, levantando la vista hacia ella.

 

  • Lo estás haciendo maravillosamente, Haruto-sama. Cada día mejorarás más.—respondía Aiko con una sonrisa alentadora

Las tardes eran dedicadas a la danza, un arte que Aiko dominaba con elegancia y gracia. En el amplio salón del palacio, con ventanas abiertas hacia los jardines, Aiko enseñaba a Haruto los movimientos básicos.

  • Cada paso es una expresión, Haruto-sama. La danza es como un poema en movimiento —decía Aiko mientras demostraba un giro fluido—. Mira mis pies y sigue mis gestos.

Haruto intentaba imitarla, sus pequeños pies deslizándose sobre el tatami con entusiasmo, aunque no con la misma precisión. Aiko reía suavemente ante sus intentos, animándolo siempre a seguir intentándolo.

  • ¡Así es, Haruto-sama! ¡Muy bien! —le decía, aplaudiendo sus esfuerzos.

Con cada día que pasaba, el vínculo entre Aiko y Haruto se hacía más fuerte. Aiko trataba al niño con una mezcla de cariño y respeto, y Haruto comenzó a verla no solo como una maestra, sino como una amiga y protectora. Su corazón, antes lleno de anhelo por la libertad, ahora se llenaba de alegría por las nuevas experiencias que compartía con Aiko.

Una tarde, mientras descansaban bajo un cerezo en flor, Haruto rompió el silencio.

  • Aiko-san, ¿cómo aprendiste todas estas cosas? —preguntó, su mirada curiosa fija en ella.

Aiko suspiró suavemente, recordando a su mentor Ryunosuke.

  • Tuve un maestro muy sabio, Haruto-sama. Me enseñó que el verdadero poder no viene de la fuerza, sino de la sabiduría y el corazón —respondió, sus ojos reflejando la nostalgia y gratitud que sentía.

Haruto la miró con admiración, sus ojos brillando con una nueva comprensión.

  • Espero poder ser tan sabio como tú algún día, Aiko-san —dijo con seriedad.

Aiko sonrió, tocando suavemente la cabeza del niño.

  • Estoy segura de que lo serás, Haruto-sama. Tienes un gran corazón y un espíritu valiente. Nunca olvides eso —le dijo, sus palabras llenas de sinceridad.

Aiko y el joven príncipe heredero Haruto se reunían a menudo para sus lecciones de poesía y filosofía. Era un espacio donde el tiempo parecía detenerse, y el aire se impregnaba de la esencia de la sabiduría antigua.

Las clases se llevaban a cabo en un elegante tokonoma, un rincón del jardín adornado con delicadas obras de arte y arreglos florales. Allí, Aiko, con su presencia serena y su porte imponente, se sentaba frente a Haruto en un tatami de color verde musgo, sus ojos brillando con la pasión por el conocimiento y la belleza del arte. El joven príncipe, de no más de diez años, escuchaba atentamente, sus ojos llenos de admiración y curiosidad.

Un día particularmente fresco, mientras el viento susurraba a través de las hojas de los cerezos en flor, Aiko tomó un pergamino delicadamente enrollado y lo desdobló sobre la mesa baja de madera lacada. La luz del sol se filtraba a través de las hojas, proyectando sombras suaves sobre el pergamino.

  • Hoy, mi príncipe, estudiaremos un haiku del maestro Matsuo Bashō[1] —dijo Aiko con una voz suave pero firme.

Haruto se inclinó hacia adelante, sus dedos tocando el pergamino con reverencia.

  • El haiku dice:
    “En el viejo estanque,
    un sapo salta,
    el sonido del agua.”

Aiko continuó con una explicación profunda, su mirada fija en el joven príncipe.

  • Este poema nos enseña a encontrar la belleza en lo efímero, en los momentos más simples de la vida. La imagen del sapo saltando al agua es una metáfora de cómo lo fugaz puede tener un impacto profundo y duradero.

Haruto asintió lentamente, sus labios curvándose en una ligera sonrisa.

  • ¿Cómo puede algo tan simple como un sapo ser tan significativo? —preguntó Haruto, su voz cargada de genuina curiosidad.

Aiko lo miró con ternura, admirando su deseo de comprender.

  • En la filosofía del haiku, lo simple y lo cotidiano tienen un valor inmenso. Nos invita a estar presentes, a apreciar el momento y a reconocer la belleza en lo ordinario.

Pasaron horas sumidos en la poesía y en el estudio de las enseñanzas de los grandes filósofos. Aiko introdujo a Haruto en los conceptos de bushido y el camino del honor, el valor de la lealtad y el sacrificio, y cómo estos principios se reflejan en las palabras y en el arte.

  • El bushido no es solo un código de conducta, sino una forma de vida —explicaba Aiko mientras delineaba los principios en un pergamino con su elegante caligrafía. —Cada palabra que elegimos y cada acto que realizamos deben reflejar estos valores.

El príncipe, absorto en las enseñanzas, miraba a Aiko con admiración y respeto. Era evidente que sus palabras habían dejado una impresión profunda en él.

Un día, mientras las lecciones se extendían hasta el atardecer, Aiko y Haruto se sentaron frente a una pequeña cascada en el jardín. El murmullo del agua proporcionaba una banda sonora tranquila mientras discutían sobre los antiguos textos filosóficos.

  • ¿Qué piensas sobre este pasaje del Tao Te Ching[2]? —preguntó Aiko, señalando un fragmento que había copiado cuidadosamente en su cuaderno.

Haruto lo leyó en silencio, sus cejas fruncidas en concentración.

  • “El sabio no lucha, y por eso no tiene rival.” ¿Significa esto que debemos evitar los conflictos siempre que sea posible?

 

  • Exactamente —respondió Aiko—. El verdadero sabio busca la armonía y la comprensión. La fortaleza no siempre se encuentra en la confrontación, sino en la sabiduría de evitarla cuando es posible.

A medida que el sol se ocultaba en el horizonte, Aiko y Haruto continuaban su diálogo, sumidos en la reflexión profunda y en la búsqueda del conocimiento. Aiko había cultivado no solo la mente del joven príncipe, sino también su corazón, preparándolo para ser un líder sabio y compasivo.

El tiempo que pasaron juntos en esas sesiones de poesía y filosofía no solo fortaleció el vínculo entre Aiko y Haruto, sino que también plantó las semillas de un futuro prometedor para el príncipe, guiado por los principios del honor, la belleza y la sabiduría que Aiko le había enseñado.

El emperador Go-Toba observaba estos cambios con creciente admiración y alivio. Aiko no solo había salvado a su hijo, sino que también estaba moldeando su carácter con cada lección y cada conversación. En una audiencia privada, decidió hablar con Aiko sobre su rol en el palacio.

  • Aiko-san, has traído una luz nueva a la vida de mi hijo. Por ello, estoy eternamente agradecido —dijo el emperador, su tono solemne.

Aiko se inclinó profundamente, mostrando su respeto.

  • Es un honor servir a Haruto-sama y a usted, majestad. Haré todo lo que esté en mi poder para asegurar su bienestar y felicidad —respondió Aiko, con firmeza en su voz.

 

  • Eres más que una simple geisha, Aiko-san. Eres una maestra y una protectora. Te confío la tutela de mi hijo, sabiendo que no podría estar en mejores manos —dijo el emperador, sus ojos reflejando gratitud.

Aiko sintió una profunda emoción en su pecho, una mezcla de responsabilidad y orgullo.

  • No lo defraudaré, majestad —prometió, su voz firme y sincera.

Los días en el palacio se sucedieron con una armonía renovada. Haruto, bajo la guía de Aiko, florecía en un niño más sabio y seguro de sí mismo. Las lecciones de meditación, música y danza continuaban, y con el tiempo, Aiko comenzó a enseñarle el arte de la espada, como Ryunosuke le había enseñado a ella.

  • La espada no es solo un arma, Haruto-sama. Es una extensión de tu espíritu y tu voluntad —le explicó Aiko, mientras le mostraba cómo sostener una espada de madera—. Debes manejarla con respeto y honor.

Haruto, con ojos llenos de determinación, practicaba cada movimiento con diligencia, recordando siempre las palabras de su maestra.

Una noche, mientras la luna llena iluminaba el cielo, Aiko y Haruto se sentaron juntos en el jardín, observando las estrellas.

  • Aiko-san, ¿alguna vez soñaste con algo más allá de ser una geisha? —preguntó Haruto, su voz suave y pensativa.

Aiko miró al cielo, reflexionando.

  • Siempre soñé con ser útil y hacer el bien, Haruto-sama. Encontré mi propósito en enseñar y proteger a aquellos que amo —respondió, su voz llena de serenidad.

Haruto asintió, comprendiendo la profundidad de sus palabras.

  • Gracias por todo lo que has hecho por mí, Aiko-san. Eres como una hermana mayor para mí —dijo con sinceridad.

Aiko sintió una calidez en su corazón, una sensación de familia que nunca había experimentado.

  • Y tú eres como un hermano pequeño para mí, Haruto-sama. Estoy aquí para ti, siempre —le respondió, con una sonrisa tierna.

Los días en el Palacio Imperial de Kioto continuaron, llenos de aprendizaje, risas y momentos de reflexión. Aiko y Haruto, unidos por un lazo de respeto y cariño, navegaban juntos por las aguas de la vida, enfrentando desafíos y celebrando victorias. El palacio, antes un lugar de intrigas y peligros, se transformó en un hogar lleno de esperanza y nuevas oportunidades.

El joven príncipe Haruto crecía bajo la tutela de Aiko, no solo como un futuro líder, sino como un ser humano lleno de compasión y sabiduría. Y Aiko, en su nuevo rol, encontró un propósito que llenaba su corazón de paz y satisfacción, sabiendo que estaba cumpliendo el legado de honor y coraje que su mentor Ryunosuke le había dejado.

En el majestuoso Palacio Imperial de Kioto, los días transcurrían con una calma engañosa, mientras en las sombras, la traición encendía su llama. Minamoto no Yoshimoto, hermano del emperador Go-Toba, movía sus piezas en un juego implacable de ambición y poder. Con el apoyo secreto de numerosos daimyos, seducidos por promesas de tierras y poder, y corrompiendo a los guardias, infiltró asesinos en el palacio, sembrando las semillas de la rebelión.

En una noche oscura, cuando la luna apenas iluminaba los jardines del palacio, los asesinos contratados comenzaron su ataque. Silenciosos como sombras, se deslizaron por los pasillos, seguidos de cerca por los guardias traidores. Los leales al emperador fueron sorprendidos y abatidos sin piedad, y pronto, el palacio se convirtió en un campo de batalla.

  • ¡Proteged al emperador! —gritó uno de los guardias leales, empuñando su espada contra los traidores.

Pero sus esfuerzos fueron en vano. Los insurgentes avanzaban con fuerza y determinación, derribando a todo aquel que se interpusiera en su camino.

En medio del caos, la esposa del emperador, la emperatriz Michiko, tomó a su hijo Haruto de la mano y lo llevó a la habitación de Aiko, donde sabía que encontraría refugio.

  • Aiko, por favor, protege a mi hijo con tu vida —imploró Michiko, su voz llena de desesperación.

 

  • Lo haré, majestad —respondió Aiko con firmeza, tomando a Haruto y su katana, en la otra mano.

 

  • ¡Madre, no quiero dejarte! —gritó Haruto, con lágrimas en los ojos.

 

  • Debes irte con Aiko, Haruto. Ella te mantendrá a salvo —le dijo Michiko, acariciando suavemente su rostro antes de despedirse.

Aiko, con Haruto aferrado a su espalda, se abrió paso por los pasillos llenos de cuerpos y sangre. Sus movimientos eran precisos y letales, una danza mortal que había aprendido de Ryunosuke.

  • ¡Alto! —gritó un traidor, lanzándose hacia ella con una espada.

Aiko lo derribó con un rápido golpe de su katana, el filo cortando el aire con un silbido agudo. Otro enemigo se acercó, pero Aiko lo desarmó con un giro de muñeca, clavando su espada en el suelo junto a él mientras le hundía la hoja de Hikari no kiba en el pecho.

  • No dejaré que nos detengáis —dijo Aiko, sus ojos brillando con determinación.

Mientras Aiko luchaba por escapar, la situación en la sala del trono se volvía desesperada. Los insurgentes, liderados por Yoshimoto, irrumpieron en la habitación donde el emperador y la emperatriz intentaban resistir.

  • Hermano, detente. Aún podemos resolver esto sin más derramamiento de sangre —suplicó Go-Toba, con la voz llena de tristeza.

 

  • Es demasiado tarde para eso, hermano. El trono será mío —respondió Yoshimoto, con frialdad en los ojos.

Con un gesto, ordenó a sus hombres que atacaran. En pocos minutos, el emperador y la emperatriz yacían muertos en el suelo, sus cuerpos rodeados por los guardias leales caídos.

—  ¡Viva el nuevo emperador! —gritó uno de los traidores, y Yoshimoto se coronó a la fuerza, el palacio resonando con el eco de su traición.

  • Traedme al niño ante mi—prosiguió con rabia Yoshimoto mientras sus hombres corrían para encontrarlo.

Aiko logró salir del palacio con Haruto, pero las calles de Kioto también eran un campo de batalla. En medio de la confusión, Takeshi apareció montado en su caballo.

  • ¡Aiko! —gritó, acercándose a toda velocidad.

 

  • Takeshi, lleva al joven príncipe a un lugar seguro. Yo los alcanzaré —dijo Aiko, pasando al niño al cuidado de Takeshi

 

  • Ven con nosotros, Aiko-san —imploró Haruto, aferrándose a ella.

 

  • Debo asegurarme de que no nos sigan, Haruto-sama. Ve con Takeshi, estarás a salvo —respondió Aiko, con una mezcla de firmeza y ternura.

Takeshi, sin perder tiempo, tomó a Haruto y se alejó rápidamente. Aiko, mientras tanto, se quedó atrás para enfrentar a los insurgentes que intentaban seguirlos.

Aiko se defendía con valentía, su katana destellando bajo la luz de las antorchas. Cada golpe era una sinfonía de fuerza y precisión, pero los enemigos eran numerosos.

  • ¡No dejaremos que escapes! —gritó un mercenario, lanzándose hacia ella.

Aiko lo esquivó y contraatacó, su espada cortando el aire y dejando al enemigo incapacitado.

Pronto mas asesinos se unieron a la batalla,

Aiko viéndose rodeada huyó como pudo hacia una callejuela estrecha no sin antes recibir un grave tajo en su costado. Herida y sangrando no se detuvo, delante, a varios metros, se acercaba un mercenario a caballo galopando hacia ella con su Katana brillando con una amenaza mortal.

Aiko siguió corriendo en su dirección y aprovechándose de un barril a un costado de la pared tomó impulso logrando situarse a la altura del jinete, este asombrado por la agilidad de Aiko intentó lanzarle un golpe mortal pero la katana de Aiko fue más rápida y el filo de “Hikari no Kiba” surcó el aire en un susurro mortal cortando de cuajo el cuello del bandido, el cuerpo mutilado calló el suelo mientras ella sujetaba las riendas del caballo. Con las fuerzas que le quedaban y bañándose en su propia sangre, se encaramó con esfuerzo al lomo del corcel, sus manos temblorosas aferrándose a las riendas con una determinación desesperada. Con un rugido de coraje herido, lanzó al caballo contra los asesinos enfurecidos que se acercaban, su mirada fija en la esperanza de escapar. Desafiando el destino con cada galope, logró cruzar el umbral de la puerta de la ciudad. Sin embargo, en el instante de la liberación, una flecha certera se hundió en su hombro, su dolor agudo resonando en la quietud que siguió.

A pesar de la herida, siguió luchando, su determinación inquebrantable. Con cada paso, se abría camino fuera de la ciudad, sus movimientos cada vez más lentos por la pérdida de sangre. Finalmente, quedó postrada ya sin fuerzas sobre lomos del caballo.

El caballo sin nadie que lo guiase cabalgó sin rumbo hasta una playa lejana donde se detuvo mientras el cuerpo de Aiko caía en la arena.

Una última visión se reveló ante sus ojos, diáfana y etérea como un sueño fugaz en el crepúsculo. Allí, en el umbral de su percepción, se manifestaba la dama que había vislumbrado en su niñez mientras huía entre los árboles del bosque. Su belleza era una oda a la sublimidad; sus cabellos, largos y de un blanco resplandeciente, danzaban con la brisa marina, irradiando una luz que eclipsaba al mismo sol poniente. Vestía un kimono de seda delicada, tejido con los hilos de los sueños, y sus ojos, de un azul profundo, eran más vastos y serenos que un cielo despejado de verano. A su lado, un pequeño zorro blanco, con una mirada apacible y ojos que destellaban con una sabiduría ancestral, acompañaba la visión, como un guardián silencioso de aquel instante divino.

  • Lucha, querida Aiko —dijo el espíritu, con una voz que resonaba en cada rincón del alma—, aún tienes muchas hazañas por dibujar en el vasto lienzo de tu vida.

Aiko trataba de arrastrarse y acercarse a ella pero todo se desvaneció a su alrededor llenándose de una profunda oscuridad.

[1] Poeta japonés del siglo XVII, considerado uno de los más grandes exponentes del haiku, conocido por sus obras que capturan la esencia de la naturaleza y la experiencia humana con simplicidad y profundidad.

[2] Texto fundamental de la filosofía taoísta, atribuido a Laozi, que ofrece enseñanzas sobre el equilibrio, la simplicidad y la armonía con el Tao (el camino o la esencia fundamental del universo).

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