El valle de las libélulas
El encuentro
Yo era una chica feliz, moderna, sin problemas. Me bebía la vida.
Aquella mañana de principios de octubre había pasado por el despacho de mi abuelo para saludarlo. A fin de entregar unos papeles de la Universidad, entré al banco por un acceso restringido. Apurada porque llegaba tarde a las clases, corrí a coger el ascensor.
Una embestida me hizo cerrar los ojos y perdí el equilibrio.
Mi carpeta de apuntes cayó de mi mano y los folios volaron como hojas secas, desparramándose por las losas de mármol del vestíbulo, que era tan grande como medio campo de fútbol.
Desde abajo, los techos me parecieron aun más altos y las columnas más colosales.
¡Cuántas veces había estado yo en aquel lugar! Y nunca había reparado en los enormes jarrones chinos de las esquinas, labrados con adornos florales primorosos.
A ras del suelo, clavé los ojos en unos borceguíes desgastados, aunque limpios.
Una voz potente y aterciopelada me pidió disculpas al tiempo que una mano me ayudaba a levantarme.
Por un momento, tuve la sensación de que me había convertido en un ser etéreo atrapado dentro de un cuerpo que contemplaba la realidad virtual.
Miré al dueño de la mano que se extendía ante mí: un chico guapísimo, curtido. Nada que ver con los petimetres que me rondaban a diario en la universidad. Al agacharse, un mechón de su pelo, más bien largo, cayó sobre su frente. Cuando se lo retiró, me extasié con sus hermosos ojos negros en los que brillaba una luz especial. Debió de sentirse culpable del incidente, porque su mirada y sus gestos denotaban el apuro por el que estaba pasando.
Ya de pie, me estiré la ropa, cojeando di unos pasos, me calcé el zapato de tacón que había salido disparado y recogí el bolso. Para entonces, un empleado con uniforme me preguntaba, solícito, si me encontraba bien mientras me devolvía varios papeles. El chico guapo, causante de la embestida, me entregaba el resto.
Lo vi tan angustiado que me disculpé yo: que si no miré por dónde iba, que si las malditas prisas por llegar tarde a la facultad. Y, sin saber por qué, le pedí que nos viéramos a la salida de las clases.
Al momento me arrepentí. ¿Quién me mandaba concertar una cita con un chico que acababa de conocer de manera fortuita, del que no conocía ni el nombre? No supe qué me llevó a hacer semejante locura, pero por una vez en mi vida sentí que hacía lo correcto. Presentía que invitar a ese chico era mi destino. Que si no lo hacía, si no intentaba conocerlo mejor, iba a arrepentirme toda la vida. Porque un encuentro así como el nuestro no podría ser casual. Quizá, pensé, había sido provocado por alguna fuerza sobrenatural.
—Estaría encantado —dijo él—. Lo malo es que no sé dónde cae la universidad.
—Mejor quedamos aquí, en la puerta del banco —dije segundos antes de meterme en uno de los ascensores—. ¡Hasta luego!
No atendí a las clases, apenas tomé apuntes: en mi mente solo había espacio para la imagen de aquel chico guapo con el que había chocado en la mañana.
No sé cuántas veces miré el reloj. En la última clase me senté al fondo del aula y aproveché que el profesor escribía en el encerado para largarme.
A la salida vislumbré en una esquina al chico de siempre. Allí estaba apostado desde hacía varias semanas. Me saludaba con descaro cuando me acercaba, me hacía propuestas obscenas y yo pasaba a su lado sin mirarlo. Me había abordado por primera vez hacía dos meses. En aquella ocasión me esperó cuando dejé el descapotable en el aparcamiento de la facultad. Se cruzó de brazos en la puerta delantera nada más apagué el motor. Me saludó, intentó agarrarme del brazo. Dijo, mirándome de arriba abajo, que deseaba ser mi amigo y que nos conociéramos mejor. Procuré que no se me notara el miedo y no le respondí, me metí en el centro aprisa y, desde entonces, traté de esquivarlo cada día bien al entrar o al salir de las clases. A veces, incluso, me seguía hasta que me montaba en mi coche y me alejaba a toda marcha.
Aquella mañana el moscón se colocó delante de mí en la puerta de salida de clase con los brazos abiertos, impidiéndome el paso.
—No seas tan arisca, mujer —dijo con una sonrisa libidinosa—. Concédeme dos minutos.
—No te conozco y no tengo nada que hablar contigo.
—Me llamo Botan —dijo con una inclinación—. Sé que te llamas Akiko. Bonito nombre. Anda, solo quiero invitarte a dar una vuelta en mi moto.
Al alargar el brazo desnudo para señalar su vehículo, un trasto grande y viejo, me fijé que tenía un tatuaje en colores con un dragón y un samurái con la espada en alto. Me desagradó porque no me gustan nada los tatuajes.
Le dije que lo sentía, que llevaba prisa, que tenía mi propio coche. Mientras caminábamos, llegamos adonde yo lo tenía aparcado.
Se paró delante de la puerta e insistió.
Me dijo lo mucho que le gustaba y que deseaba que nos conociéramos mejor.
—Déjame pasar, no me interesas para nada. Apártate o…
—¿O qué, preciosa? —dijo tocándome la barbilla, con actitud chulesca y descarada. Yo di un respingo. Aquello era el colmo del atrevimiento.
En ese momento vi acercarse a mis amigas Sayuri y Noriko con otros chicos. Las llamé y el del tatuaje se esfumó. Me ofrecí para llevarlas, pero Noriko dijo que la acompañaría uno de los chicos y a Sayuri la esperaba su hermano. No insistí.
Eran las dos menos cuarto. Tenía el tiempo justo para llegar a la cita. A la hora en punto, mi Ferrari se metió en los aparcamientos privados del banco. Para eso mi abuelo era el presidente y el accionista mayor.
El chico que había conocido en la mañana esperaba ya junto a la escalinata de la puerta de entrada del edificio. Me hizo una reverencia y se presentó:
—Mi nombre es Kimura Minoru —dijo, sin atreverse a mirarme a los ojos.
—Shukuyara Akiko —le dije con una inclinación de cabeza.
Yo aún estaba un poco acalorada, pero omití contarle lo del temido acosador de la moto. Para mí no tenía mucha importancia y no quería que nada enturbiara aquella primera cita.
Nos dirigimos al aparcamiento, montamos en mi coche y conduje en silencio preocupándome, no solo de sortear el espeso tráfico a esa hora del día sino de no cometer ninguna infracción.
Tomamos unas tapas en la barra de un bar, él bebió sake[1] y yo pedí un refresco. Charlamos y reímos.
Casi pegados, para no perdernos, sorteamos la legión de personas que caminaba como hormigas, los puestos callejeros, las terrazas a rebosar de gente; aspiraba los diferentes aromas que desprendían los restaurantes, las pérgolas, las gentes al pasar, a perfumes caros y a sudor. También, me decía, percibía en sus miradas las prisas, el miedo o la inquietud. «Me gustaría poder congelar el tiempo, este instante mágico», expresaba a menudo. Y yo solo quería continuar a su lado.
Por la noche lo llevé a comer a un coqueto restaurante, muy acogedor, en el barrio de Ginza. Estaba en un segundo piso en medio de un jardín cubierto y rodeado de buganvilias que inundaban el espacio de color. Había unas ocho o diez mesas con velas en cada una de ellas. Y varias estufas que proporcionaban un calor agradable.
Me dio la impresión de que no estaba acostumbrado a tantos lujos y exquisiteces. Sin embargo, tenía una elegancia natural y no desentonaba.
Elegimos una mesa retirada, al fondo. El ambiente era fascinante e intimista.
—Como es nuestra primera cena, ¿te parece que pida vino español para beber? —dije, no sé si para justificarme. Aquel restaurante era caro y yo pensaba pagar la cuenta—. Es que soy medio española.
Minoru asintió.
El camarero llevó una botella de tinto de Rioja y llenó nuestras copas. Brindamos con la mirada atrapada uno en el otro.
Saboreé el vino despacio, sorbo a sorbo.
—Está delicioso —dijo—. Pero más deliciosa eres tú.
Se lo agradecí con una sonrisa.
Él me pidió que eligiera yo el menú y traté de seleccionar los platos más apetitosos porque quería que aquella comida fuera inolvidable.
Minoru tenía un mentón prominente, propio de gentes con gran personalidad y seguros de sí mismos, nariz recta y fina, labios que invitaban a ser besados y una sonrisa encantadora que dejaba entrever unos dientes pequeños y blancos. Y, sobre todo, aquel brillo de sus ojos que le hacía irresistible.
Llenó las copas una y otra vez. Me fijé en sus manos morenas, unas manos recias, hermosas, cubiertas por un vello protector, manos de trabajador, pero también capaces de las más delicadas caricias, pensé. De esas que te harían sentir mil sensaciones. Acompañaban a su conversación moviéndose con armonía. Y deseé que esas manos me acariciaran y pasaran sus dedos por mis labios. Y me sentí sucia por la excitación que me habían provocado sus manos.
Me tomó las mías. Yo le miré sus palmas, las recorrí con un dedo y dije:
—Me gustaría saber leer las líneas de la mano. Así podría saber si tendrás una vida larga. Espero que sí.
Él me sonreía. Parecía encantado con mis ocurrencias. Y dijo:
—A mí me gustaría envejecer contigo, rodeados de hijos y nietos. Eso quiero.
—Pues hagamos que tu deseo se cumpla —dije medio en broma.
Llegó el camarero con otro plato. Volvimos a brindar y continuamos hablando.
Estaba tan ensimismada escuchando el discurso de Minoru que, cuando fui a sazonar el sushi[2] con salsa de soja, se derramó encima del mantel. Pedí disculpas y no pudimos reprimir la carcajada. Preocupada, miré a las mesas de alrededor: nadie se apercibió del incidente. Inmediatamente, un camarero acudió con un paño y, haciendo reverencias, limpió y pidió disculpas.
Habíamos degustado varios platos exquisitos regados con buen vino, tanto, que entre los manjares y la bebida sentí unos deseos irreprimibles de que me poseyera. Lo miré con arrobo, nos besamos y viví unos momentos mágicos en los que todo en nuestro alrededor desapareció.
Sería por efecto del alcohol o por su compañía, lo cierto es que yo sentí algo desconocido hasta entonces, una dicha infinita al estar a su lado. Me acerqué a él y le ofrecí mis labios.
Sentí los suyos posarse en los míos como el aleteo de una libélula. Se los chupé y me dio un gusto agradable a vino.
Me tomó la mano y me la besó.
Solo existíamos él y yo. El mundo, mi mundo, era él. ¿Sería un juego del destino? ¿Estaríamos predestinados desde la eternidad a encontrarnos, conocernos, amarnos? Vivía una realidad diferente, plena de felicidad.
El tiempo transcurría sin que nos diéramos cuenta, charlando de diferentes temas. Recuerdo que hablamos de música, de política, de deportes, de nuestras costumbres cotidianas.
Bebimos toda la botella y pedí otra. Y entre charla y charla, la terminamos. Al final, estaba embriagada, no solo por la bebida, sino por su presencia, por los sentimientos que despertaba en mí. Flotaba de dicha.
Yo era una parlanchina, y él, buen conversador. Tenía una charla amena y se mostró muy locuaz.
—Dime, en serio. ¿Cuál es el motivo de tu viaje?
—He venido a solicitar un crédito. Un crédito importante para comprar maquinaria y modernizar nuestra plantación de arroz. Mi familia y yo somos campesinos. Hace quince días vine a entregar los papeles que me pidieron en dos o tres bancos, incluido este en el que tropezamos —dijo con una sonrisa que devolví—. Me ha costado que el subdirector me reciba y, después de muchas pegas, me lo ha denegado. También en los demás sitios. Pero no estoy dispuesto a rendirme. Iré a otro banco y a otro y a otro, hasta que alguno me lo conceda.
Me gustaron su aplomo y autoestima. Pasados unos segundos le dije:
—No desesperes. Sigue intentándolo. Se me acaba de ocurrir algo que quizá solucione tu problema. Tengo influencias en este banco. Veré qué puedo hacer. Llámame mañana a las diez.
No sé si me tomó en serio o si no me creyó. Me miró a los ojos y dijo.
—Creo que estoy enamorándome de ti.
—Si apenas me conoces…
—Pero advierte que hemos conectado desde el primer momento.
—Eso es verdad. A mí me pasa lo mismo.
Pensé que quizá fue el vino lo que desató su lengua. Pero me gustó su osadía.
Nos envolvía un ambiente mágico. Yo me sentía embriagada por su olor, por el roce de su piel. Parecía que estuviéramos asistiendo al rodaje de una película mientras una música suave, casi imperceptible, se escuchaba de fondo.
Y pensé que me gustaría amar a aquel hombre para siempre.
[1] sake: bebida alcohólica obtenida por fermentación de arroz.
[2] sushi: comida típica japonesa, cuyo principal ingrediente es el arroz hervido, que se sirve en porciones pequeñas y con acompañamientos diversos.
Acabo de leer El encuentro, perteneciente a la novela de Rosa López Casero: El valle de las libélulas. Me parece un gran título, por eso comencé a leer. Me ha encantado la voz fresca de la protagonista Akiko y la escritura fluida de la autora. Algunos elementos que intervienen en la narrativa, y se cuelan como ráfagas entre los ágiles diálogos, tienen un toque mágico o de fantasía que te acercan más a los personajes Akiko, Minoru y Botan, este último del que aún no sabemos mucho, pero nos inquieta. Esos elementos, además, te acercan a la trama, que ya te ha atrapado en su tela de araña. De repente, un triángulo de personajes de los que quieres saber más y que, además, prometen mucho. Me ha enganchado y quiero leer más. Necesito seguir con esta historia, saber qué les ocurrirá a los personajes.
El comienzo perfecto para una novela que se precie insertado en una narrativa llana, ágil y fresca. En apenas unos pocos párrafos, la escritora consigue atrapar al lector. Es como si nos hubiese puesto entre los dedos un hilo rojo del que seguir tirando, y pienso hacerlo. Quiero llegar hasta Japón, a ese valle de las libélulas que se me antoja tan prometedor. Espero con impaciencia el segundo capítulo. Buscaré este libro. Lo quiero.