Volver a la vida visitando tumbas.

SHUNBUN, EQUINOCCIO DE PRIMAVERA 2020

En el tren revisaba las carpetas con algunos recortes de la época. ¡Qué interesante! Mi bisabuela era un personaje público, y su «incidente» en Japón sonaba como una novela épica. Se preguntaban, en 1942, por qué el Gobierno japonés no había incluido a la duquesa Gaskell entre los diplomáticos que intercambiaron en Mozambique al iniciar la guerra, y se tejían sospechas de que estaría en un campo de concentración o herida en un hospital olvidado. Se registraron algunas notas aisladas que recordaban los esfuerzos de la Casa Real y el Gobierno por traerla de vuelta por la vía diplomática, pero toda la información parecía desvanecerse en las cenizas de los bombardeos. Solo los diarios de Yorkshire insistieron en estas notas después de 1942, y se hicieron eco de su regreso a su casa en Dales, a donde me dirigía, en 1948.

No venía desde mis diez años, creo, aunque el abuelo me visitaba con regularidad en América y luego en Londres. Ese día accedí a la gran casa por la entrada de la cocina. Llovía hacía poco rato y no quería llenar de barro los suelos; a pesar de todo, los japoneses nunca pisan su casa con zapatos. En efecto, sin saberlo, o quizás recordándolo sutilmente, en la cocina había un antiguo y macizo getabako[1] de madera, en un espacio más o menos improvisado, que apenas era un rinconcito para quitarte al instante las botas de lluvia, esas que tiré tres días después, porque, además de no combinar con mi estilo, no servían de nada en el campo, rudo y resbaloso.

El suelo estaba bastante frío, así que corrí al sofá del salón para sacar de mi mochila algunas zapatillas que pudiera usar. Al levantar la mirada, estaba allí el siempre pícaro abuelo Kai con unas botas de senderismo, pantalón de peto y su cola de caballo canosa. Me colgué de su cuello con la emoción infantil y el gusto de saber que pasaría los días siguientes con él. Me tomó de los hombros, sonreímos e inmediatamente nos separamos para las respectivas reverencias. Luego, me acompañó con su andar seguro y su sonrisa escandalosa a recorrer la casa y ubicarme en mi habitación. Apenas recordaba la casa. Detrás del abuelo había una pared oscura, decorada con fotografías de la antigua dueña, mi hermosa bisabuela inglesa. Y allí estaban los primeros objetos que me empezaron a dar una nueva visión de la vida…, sus cámaras y los cuadernos de campo del bisabuelo conservados en una vitrina.

Mis dedos se desplazaron sobre los retratos, fascinados por la serenidad de sus poses y la buena conservación del material, algunos primorosamente coloreados, otros estupendamente sepia. Mi mano se detuvo en el retrato del bisabuelo. Observarlo a través de la mirada fotográfica de Amanda significaba enamorarse de él de inmediato.

Hayato Masukawa era como Júpiter. Entre sus congéneres, lucía imponente y magnético, despertando pasiones por igual, ya que, a pesar de su amabilidad y cercanía, tenía enemigos o admiradores sin término medio. En el entorno europeo, un japonés de estirpe noble, con una belleza que contrastaba con lo conocido y una altura considerable, levantaba comentarios y miradas a su paso. Pero poca vida social hizo mientras vivió aquí, y mantuvo su perfil bajo, enfocado en las plantaciones y maquinarias. Alto, elegante y servicial, algo hacía sospechar de algún antepasado europeo. Hasta sus últimos días conservó una espesa cabellera, primero de color índigo y luego completamente plata.

En cambio, las fotos que le hizo la bisabuela hablaban de ella, de una pasión que atravesó las puertas del tiempo. Y, si puedo ver a la mujer sobria, objetiva y dedicada, en sus cámaras Rolleiflex y Yashica, colocadas en la repisa en un lugar preponderante, también puedo ver a la mujer enamorada y a su marido inmortal a través de las fotos que hizo.

—Sí, era aficionada a la fotografía; no profesional, como tú, pero muy dedicada ―comentó el abuelo.

—Gracias, solo he estudiado un poco, tampoco soy un profesional. ¿Y a él? ¿Le interesaba el arte al bisabuelo?

—Oh, sí… A veces pintaba en sus cuadernos y era muy bueno en dibujo técnico. Tocaba muy bien el piano, cantaba… Le gustaba mucho la música. ¡Y bailar! ¡Adoraba bailar con mamá y con Carol! Le gustaba mucho leer y, por supuesto, ir al mar —dijo el viejo, recordando lentamente.

No pude evitar estremecerme al escucharle nombrar a la tía Kaori, ella era el ser más detestable de esta familia. Vine con la esperanza de verla poco, debido a su retraída forma de vida y a las medidas de encierro que el Gobierno estaba por dictar, pero parece que no iba a ser así. La tía abuela, celosa y obsesiva, vivió toda su vida adulta en Londres y era la guardiana de las pertenencias de sus padres en Inglaterra como mi padre, Kenzo, lo era en Japón. Al saber que yo pasaría el confinamiento en la villa, con el proyecto de registro audiovisual de la colección fotográfica que me había encargado mi padre, decidió venir cual cancerbero. Así que, por fuerza, debería relacionarme con ella.

—¿Cómo está la tía?, ¿sus olvidos?

El abuelo negó con la cabeza restándole importancia y seguimos caminando. La primavera era perenne en esta casa, clara, llena de flores en sus papeles pintados. Afuera, los colores creados por el jardín y la decoración luchaban contra la nubosidad del clima. Era un marzo extraordinario, solo veríamos la primavera desde los balcones de las casas, pero yo, a contracorriente, tendría primavera de sobra, como la que veía ahora mismo en unas fotos de la joven Amanda Rose y sus hermanos menores; los tres, entusiastas montañistas.

Me quedé en la habitación que me asignó el abuelo, que era prácticamente del tamaño de todo mi piso en Londres, decorada de manera austera pero elegante. Al lado se encontraban las respectivas habitaciones de Hayato y Amanda, que podía usar si lo deseaba.

Lo primero que vi sobre el escritorio de mi cuarto fue un pequeño álbum con fotografías del jardín. Las capas de las nuevas generaciones y encargados sucesivos jugaron su papel para dejar prácticamente unas ruinas de lo que el padre de Amanda y ella misma habían cultivado. Las fotografías estaban espléndidas dentro de un deplorable álbum. Supe que me esperaba un trabajo arduo de registrar y rescatar. Jardines en blanco y negro, jardines en sepia, enterrados debajo de los que veía por mi ventana a color.

Entre los pequeños álbumes había un librito en japonés y francés, muy bonito, editado en los años cincuenta. Tenía el exlibris del bisabuelo Hayato, y hablaba de las veinticuatro divisiones del año solar en Japón, llamadas nijūshisekki. Es decir, dada la cultura agrícola y pesquera, el año tiene veinticuatro temporadas, no cuatro, ni ocho, como conocemos en Occidente. Me pareció divertido y preciso, así que me acosté en la cama a hojearlo y a apuntar en mi iCal. Por ejemplo, el día de mi llegada coincidía con el shunbun, que para nosotros es el equinoccio de primavera, y para ellos también, desde luego, pero en el que se celebran rituales a los ancestros. Una extraña y poética coincidencia, pensé.

Los acontecimientos de una tarde pueden ser tan extraños y, a la vez, tan determinantes… Hace diez minutos pensaba si quitarme las botas para entrar o no. Ahora vagaba entre los muertos, con noticias que nunca hubiese imaginado y que no entendía del todo.

[1] Mueble para poner los zapatos, habitual en casas japonesas.

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