Yamanote 5: Retratos de Tokio

JY 05. RETRATOS DE TOKIO

Cuando se jubiló, a Toshio no le quedó una buena pensión. Aun así, sin ceder al desánimo, se decidió a desarrollar su pasión: dibujar. Le sobraba el tiempo presente, pero le faltaba el tiempo futuro, así que era el momento adecuado. Era el único momento.

El alquiler del apartamento era demasiado caro. Abaratar este pago alejándose a las afueras no era algo que estuviese dispuesto a hacer. Desde niño, siempre había vivido en el vecindario de Asakusa, en pleno Tokio. Allí había trabajado, allí se había casado y allí se había quedado viudo. Alejarse de Tokio sería como alejarse de sí mismo. A pesar de todo lo que la ciudad había cambiado desde entonces, haciéndose casi irreconocible, aún conservaba una pulsión especial que lo mantenía despierto, que lo animaba a permanecer activo, a seguir vivo. Si se alejaba de su influencia vital, su motor se apagaría.

Su vida había transcurrido como muchas vidas que comenzaron a mediados de la era Showa, poco después del fin de la guerra. Al principio con esperanza y mucho esfuerzo; después con un breve periodo de satisfacción por los logros conseguidos; más tarde, con la monotonía, la rutina de un trabajo que lo dominaba todo. Sus padres murieron pronto, por lo que tuvo que buscarse la vida de trabajo en trabajo desde muy joven. En esos momentos difíciles, fue su afición al dibujo la que lo mantuvo con fuerza para seguir adelante. Dibujar era una válvula de escape que le permitía evadirse de la dura realidad, una ventana por la que sacar la cabeza y respirar. Sin embargo, nunca intentó utilizar sus dotes artísticas para conseguir dinero. A decir verdad, ni siquiera lo pensó, para él la pasión y el trabajo pertenecían a esferas distintas que convenía no mezclar ante el posible riesgo de contaminación. Durante su niñez y adolescencia dibujó mucho, pero pronto sobrevivir le exigió todo su tiempo, y su camino tomó un rumbo convencional en el que el trabajo y las circunstancias de la vida en general le separaron casi de golpe de su afición.

En definitiva, si hacía un balance de su vida, Toshio tenía que aceptar que se había encontrado con más tristezas que alegrías. Los puntos aislados de felicidad estaban relacionados con su mujer: cuando la conoció, cuando se hicieron novios, cuando se casaron, los comienzos de su vida en común… Se habían querido y habían vivido una apacible vida juntos, no exenta de dificultades económicas, sobre todo en los comienzos. No tuvieron hijos. Cuando ella murió, él se limitó a seguir yendo cada día al trabajo, donde hacía horas extras voluntariamente para no volver a ese apartamento que, de repente, se había llenado de su ausencia. Antes, terminar la jornada laboral y regresar a casa, donde su mujer le esperaba con la cena y los chismes del vecindario, aportaba una pequeña pátina de brillo a su deslucida vida cotidiana. Tras su muerte, buscaba excusas para no regresar a casa. Empezó a ir a bares después del trabajo, con compañeros o en solitario. Pero mirándose en el alcohol no encontró más que el reflejo de un hombre corriente, y eso fue lo que le devolvió al camino. Se acostumbró a vivir solo y, tras un tiempo hablando con el recuerdo de su mujer, esta por fin se fue, quedando solo aquel.

Aparte de los momentos felices con su esposa, lo mejor que recordaba de su vida era dibujar. Quería redescubrir esa pasión, hacerla su modo de vida, no económico, sino espiritual.

Después de barajar varias posibilidades, la opción que le resultó más atractiva fue dejar su apartamento e irse a vivir al tren. Para empezar, el abono mensual de tren era mucho más barato que el alquiler. Además, la variedad de viajeros le proporcionaría un número interminable de modelos para practicar su género pictórico favorito, el retrato. Como el abono de tren iba asociado a una línea concreta, eligió la Yamanote, que por su enorme afluencia de usuarios y la amplia área que cubría, era la que podía darle más juego y llevarle a lugares más variados. Aunque la estación más cercana a Asakusa – su barrio de toda la vida–, Ueno, estaba a una media hora de distancia a pie, en el caso de que la nostalgia le empujase a visitar su viejo vecindario siempre podía dar un paseo o pagar el metro desde la estación de tren. Con este pensamiento, tras vender la mayor parte de sus pertenencias, dejó las pocas que conservó en una taquilla situada en un pasaje subterráneo de esa estación. Aquella taquilla en Ueno se convirtió en el pequeño museo de la memoria de su vida.

En el tren y sus estaciones, Toshio podía hacer todo lo que necesitaba. Su rutina diaria se convirtió en una sucesión de actividades placenteras elegidas en una libertad total. Desayunaba en cualquier cafetería que estuviese cerca de una estación o dentro de ella. Se subía en el primer tren, y se pasaba el día en este. Cuando necesitaba ir al baño, lo hacía en una estación o en un centro comercial de la misma. Si se cansaba de estar sentado, se bajaba en una estación al azar y daba un paseo por las inmediaciones. Comía en algún restaurante barato, como alguno de sushi en barra giratoria, de ramen, de curry o de gyudon. O bien se compraba la comida en el supermercado y se la comía en un parque, cuando el tiempo acompañaba, o en un centro comercial con área de comidas si hacía frío o llovía. En el caso de que le diese hambre a media mañana o media tarde, se comía unos fideos soba o udón en uno de los puestos rápidos ubicados en los andenes de varias estaciones. Otras veces compraba un onigiri en un konbini o se concedía el capricho de un pan dulce, preferiblemente hecho a mano de forma artesanal en una panadería, y se los comía en el tren cuando este no estaba demasiado lleno, para no molestar a sus vecinos.

La mayor parte del tiempo se lo pasaba en el tren, dibujando a los pasajeros. Gracias a lo que se ahorraba en alquiler y lo que sacó de la venta de sus muebles y demás pertenencias, pudo comprar buen material de dibujo, un bloc de papel de calidad, lápices de dibujante profesional, gomas, sacapuntas…

Se dedicaba al dibujo a lápiz. Durante los primeros meses de su nueva vida nómada se dedicó a recuperar el toque, a recordar cómo dar los trazos y dotarlos de sombra y volumen. Una vez recuperado el nivel de cuando dejó de dibujar, continuó perfeccionando la técnica. Hacía los retratos a escondidas, disimuladamente, sin que el retratado se diese cuenta. Todos los retratos que hizo durante aproximadamente el primer año los metió en la taquilla, pues a sus ojos no llegaban al nivel artístico adecuado para regalarlos. El primero del que estuvo

satisfecho fue de una mujer madura a la que encontró cierto parecido con su esposa. Por lo tanto, se lo dio a la modelo, con gran sorpresa y agradecimiento por su parte. A partir de este momento, regaló la práctica totalidad de los retratos que hizo. Dibujaba a todo tipo de personas. Muchas de ellas se bajaron del tren antes de que Toshio pudiera terminar el dibujo, así que este terminaba en la taquilla. Por sus lápices pasaron jóvenes, ancianos, hombres y mujeres de negocios, oficinistas, niños y niñas de todas las edades, colegiales, universitarios, extranjeros de Asia, de Europa, de América, chicas y chicos góticos, emos, punkis, moteros, rockeros, otakus vestidos con cosplay o con la impersonal ropa barata de grandes cadenas de moda… Respecto a las actividades que realizaban sus retratados, el lugar no daba pie a mucha variedad. Lamentablemente, la mayoría de los viajeros se dedicaban a meter sus cabezas dentro de sus teléfonos móviles, así que inevitablemente este artefacto aparecía en un gran número de retratos. Toshio dibujó tantos que se aprendió de memoria marcas, formas, tamaños y colores. Pero eran los viajeros que no usaban el móvil los que de entrada le caían más simpáticos. El motivo de muchos de ellos para no hacerlo era simplemente que estaban durmiendo – el de los durmientes fue uno de los temas de dibujo más abundante –. Los dos tipos de viajeros favoritos de Toshio eran el que leía en papel y el que no hacía nada y simplemente se dedicaba a observar, como él. Cuando localizaba a cualquiera de estos especímenes, se daba prisa en sacar el bloc y el lápiz. El problema con los observadores era que a veces se percataban de que estaban siendo dibujados, y en ese caso, aunque no les importase, ya era difícil sacarles en una pose natural.

Muchos quisieron pagarle a cambio de sus retratos, pero Toshio siempre lo rechazó. No estaba haciendo eso por dinero, sino por todo lo contrario, por diversión. Las razones económicas ya lo habían tenido encadenado al trabajo durante la mayor parte de su vida.

Los meses más duros de esta vida nómada eran los de invierno, pues aunque durante el día contaba con la calefacción de los vagones, le era difícil encontrar un lugar caliente donde permanecer durante las escasas horas nocturnas en las que los trenes no funcionaban. En la mayoría de konbini deshabilitaban la zona de mesas. Las cafeterías estaban cerradas y en las cadenas de hamburgueserías que abrían las veinticuatro horas le pedían amablemente que abandonase el local después de varias horas sin consumir. A veces recurrió a cibercafés, aunque eran algo más caros de lo que había pensado gastarse en un principio. Allí leía mangas antiguos, como los de Ozamu Tezuka, la serie de Bakabon o la de Sazae san. Una vez, por curiosidad, entró en un karaoke. Al descubrir que contaban con muchas canciones de enka y otros estilos de su niñez y juventud, empezó a visitarlos más asiduamente. Nunca dormía durante las horas nocturnas. Lo hacía en el tren. Como era de los primeros en subir, había asientos libres, de hecho, siempre estaba disponible su preferido, el que estaba pegado a la pared en la zona de los asientos prioritarios. Se apostaba allí, recostaba la cabeza sobre la pared y se quedaba dormido sintiendo como el vagón iba llenándose de humanidad a medida que pasaban las horas. Luego se despertaba y empezaba con su labor de dibujo. Más tarde, durante las horas matinales de trabajo, los trenes se quedaban casi vacíos. Entonces cambiaba de asiento, de tren, o salía a dar un paseo por cualquier zona cercana a una estación.

Ni que decir tiene que Toshio se aprendió las sintonías que sonaban en los andenes de cada estación a fin de que el viajero que se hubiese quedado dormido despertase al escuchar la melodía de la suya. También sabía cómo eran los edificios de todas las estaciones, así como otras muchas particularidades de cada una de ellas, como el número de entradas que tenía, los centros comerciales y los konbini que albergaba, las tiendas, supermercados y restaurantes de su alrededor, o los parques que había en las cercanías, muy útiles en primavera o verano para comer o simplemente dar un paseo bajo la sombra de los árboles.

Una vez se planteó dibujar los edificios de las estaciones, empezando por la de Tokio. Se sentó en uno de los bancos frente a la fachada de influencia decimonónica holandesa y se puso a imitar sobre el papel las elegantes líneas de los muros y tejados. Pero por la amplia plaza no paraban de pasar turistas haciendo fotos y, muy a menudo, recién casados que iban allí a hacerse la típica e inevitable sesión de fotos vestidos de novios. Este espectáculo le ponía triste e irascible al mismo tiempo, no sabía muy bien por qué. Así pues, tras un par de horas de esfuerzo, desistió; decidió que lo que disfrutaba era retratar la humanidad. No obstante, no eran de su agrado las estaciones masificadas como Tokio, Shinjuku, Shibuya, Ikebukuro, Akihabara… Prefería las de perfil más bajo y menor afluencia de viajeros, como Komagome, Gotanda, Otsuka, Mejiro o Takadanobaba. Respecto a esta última, siempre que el tren se paraba en ella, dejaba lo que estuviese haciendo – normalmente dibujando – y esperaba a que se abriesen las puertas del vagón para escuchar con una inevitable sonrisa emocionada la sintonía de esta estación, que no era otra que el tema principal de Astroboy, su querido anime de cuando era un adolescente de principios de los sesenta. Recordaba entonces, fugazmente, aquellos tiempos adversos, en los que él se aferraba al lápiz para no dejarse arrastrar por la corriente de las dificultades. Estas habían pasado, como todo lo demás, y si ahora volvía a aferrarse al lápiz era para que otra corriente, la del tiempo, no se lo llevara demasiado pronto, ni demasiado triste.

La estación donde más paraba era Ueno. Tal vez porque era la que lo conectaba con su antiguo barrio y donde guardaba sus pertenencias o quizá porque le gustaba la zona en sí misma. Ya de niño siempre le había fascinado trasladarse desde su barrio a aquella zona más urbana y moderna. Ahora, en cambio, el mercado Ameyoko, situado bajo las vías del tren, se había convertido en uno de los reductos donde aún latía, si bien moribundo, el corazón del Tokio de su infancia. Toshio pensaba que aquella zona había cambiado demasiado, porque lo había hecho para mal. Aún así, encontraba cierto gusto nostálgico en descubrir las tiendas, bares y demás comercios que habían desaparecido con el paso de los años. Sin embargo, no aguantaba demasiado tiempo entre las hordas de consumidores que atestaban el mercado, por lo que solía trasladarse hasta el cercano Parque Ueno, donde paseaba indolentemente entre los templos y museos, o por las pasarelas que se internaban en el estanque de nenúfares. Cuando se cansaba, se sentaba en un banco de la orilla del lago a observar a las jóvenes parejas subidas en las barcas de pedales con forma de cisne. A veces entablaba conversación con los ancianos vagabundos que moraban en el parque. Les compraba algo de comer o beber y charlaban un rato, normalmente sobre el antes y el después de todo lo que conocían. De vez en cuando visitaba un par de tachinomis que había en el mercado, para recordar el sabor del sake con sashimi y sentirse rodeado por la vibrante pulsión humana que latía en este tipo de lugares. Esas noches, entre amigos efímeros, Toshio solía beber un poco más de la cuenta y cuando salía del local se sentía levemente mareado. Se sentaba en cualquier bordillo y esperaba con la sonrisa de satisfacción del que ha terminado correctamente su labor.

– ¡Ah, qué bien me siento! – decía en voz alta.

 

Toshio murió una fría noche de enero a los ochenta y tres años en un vagón de tren de la línea Yamanote. Tenía una expresión tan plácida en su rostro que pensaron que, como tantos otros pasajeros, simplemente se había quedado dormido. Pero al llegar el tren a su última estación de servicio, uno de los revisores lo intentó despertar. Toshio aferraba tan fuerte en su mano su último retrato que no se le había caído en el momento de morir. Aunque no le había dado tiempo de terminarlo, se apreciaba el boceto de un bebé en brazos de su madre. Se encontró su lápiz debajo del asiento.

La policía registró sus pertenencias y encontró las llaves de la taquilla. No tuvo que investigar mucho para saber a qué estación pertenecía. Cuando la registraron, encontraron algo de ropa y otros efectos personales, entre ellos varias fotos de Toshio con su esposa tomadas en distintas épocas. Pero el hallazgo más sorprendente fue el de los cientos de dibujos que el anciano había rechazado por considerar que no estaban a la altura artística adecuada para regalárselos a sus respectivos modelos. Sin embargo, varios expertos llamados por la policía llegaron a la conclusión de que aquella era una extraordinaria colección de retratos de gran nivel. Gracias a testimonios de empleados de estación, conductores de trenes, camareros de restaurantes, dependientes de konbini, viajeros que coincidieron repetidamente con él y demás personas con los que Toshio se encontraba casi a diario, la policía y la prensa pudieron reconstruir la vida poco común que Toshio había llevado durante sus últimos años. Esta existencia nómada y bohemia sirvió para alimentar el mito.

Todo empezó con un pequeño artículo en los periódicos. Casi al mismo tiempo, en varios programas de televisión hablaron de la emotiva historia del anciano. Aparecieron algunos compañeros de trabajo, y varias personas que habían recibido retratos suyos. Con estos y los encontrados en la taquilla se realizó una exposición con el título: “Toshio Horie, el dibujante de la Yamanote”. También se expusieron copias de muchos retratos en diversas estaciones de la línea. Era una publicidad magnífica para la red estatal de ferrocarriles. La muestra tuvo lugar en un local vacío de la estación de Ueno. Se conminó a todos aquellos que contasen con algún retrato suyo a aportarlo para la exposición. Esta fue un éxito extraordinario. Varios meses después, incluso llegó a programarse en una pequeña sala del Museo de Arte Metropolitano, ubicado en el Parque Ueno. Las paredes de la sala se llenaron de dibujos realistas de los rostros y cuerpos de los habitantes de Tokio. Era una fiel representación de la humanidad que, con mejor o peor fortuna, con mayor o menor dificultad, sobrevivía en la ciudad más poblada del mundo.

Algunos de los retratos que allí se expusieron fueron los siguientes:

Retrato de cuerpo entero de niño con plumífero y una mochila demasiado grande para su edad.

Mujer madura. Sombrero tirolés oscuro, seguramente verde, con plumas a un lado. Pelo cortado a tazón. Abrigo de cuadros con gorro con bordes de pluma y bufanda clara. Lee un folleto de restaurantes de un centro comercial con una expresión de concentración.

Oficinista maduro con chaqueta y corbata oscuras, camisa blanca y sobrio abrigo gris. Pelo engominado y elegantes gafas metálicas. Sobre el regazo, una carpeta de cuero. Sujeta el móvil en la mano, pero no lo mira; parece estar perdido en sus pensamientos.

Dibujo de cuerpo entero de adolescente con indumentaria otaku, con todas sus prendas decoradas por caracteres de series de anime y zapatos consistentes en dos grandes sandalias con forma de pezuña de gato. En la cabeza, una diadema con orejas picudas de felino.

Chica delgada y muy guapa. Ojos enormes, labios carnosos, dientes blancos y bien alineados, nariz perfecta. Pelo cortado a lo garçon que permite apreciar sus bien formadas orejas, así como la elegante curva de la parte posterior de su mandíbula.

Joven del sureste asiático, probablemente indio, de tez morena y pelo muy negro. Rostro delgado, con un pequeño bigotito fino con perilla a juego, ambos muy bien cuidados.

Dos jóvenes amigas con uniforme escolar. Con las cabezas juntas y compartiendo los mismos auriculares, miran con expresión divertida el móvil que sostiene la del pelo recogido en una cola. La otra, de larga cabellera lisa enmarcando un precioso rostro, parece salida de un manga o un anime.

Hombre mayor con escaso pelo y expresión bobalicona. Dentro de su boca abierta se nota la falta de varios dientes. Viste una de esas camisas con ventiladores a batería.

Chica joven de extraño atractivo. Cara redonda, nariz aguileña extendida hacia el labio superior, ojos de párpados caídos y mirada ensoñadora. Algo que está viendo en la pantalla de su móvil le provoca una sonrisa resplandeciente de dientes grandes y muy blancos.

Retrato de cuerpo entero de mujer madura vistiendo un kimono. Gafas de pasta y mascarilla con estampado de flor de cerezo. Bolso grande con asas de bambú.

Mujer maquillada al estilo setentero, mirada abstraída mientras desliza sus dedos de uñas brillantes entre los mechones de su abundante melena.

Chica joven delgada de pelo corto y negro. Su rostro de atractivo sutil y pómulos marcados ofrece una expresión abstraída, como si su mente estuviera en otro sitio. Sus dedos descansan sobre un paquete de tabaco que sostiene en su mano, como si se preparase para encaminarse a la zona de fumadores de la estación en que tiene pensado bajar.

Hombre delgado, de rostro anguloso, nariz picuda sobre un diminuto bigote; ojillos vívidos y penetrantes, semejantes a los de un cuervo. Sobre su cabeza, un sombrero de estilo años cuarenta.

Retrato de cuerpo entero de chica joven. Pelo muy claro, casi blanco, boca de labios finos de entre los que parece sobresalir levemente el inferior. Viste chaqueta vaquera con borreguillo y una falda corta con estampado de átomos y otras partículas subatómicas. Calza unas botas Panama Jack de caña alta. Piernas fuertes, de muslos carnosos y pantorrillas voluminosas.

Hombre de papada incipiente, pelo ralo pelado a estilo tazón y gafas de pasta de alta graduación. Viste un soso jersey marrón de cuello vuelto. Muchacha muy joven con una simpática sonrisa que estrecha sus ojos hasta convertirlos en rendijas. Viste un abrigo abrochado hasta arriba, y sobre él una bufanda clara bien anudada. Adorna su media melena suelta con un pasador con el motivo de una margarita.

Muchacha del sureste asiático, probablemente indonesia, a juzgar por su cara ancha y llena, pequeña nariz respingona, grandes ojos redondos y labios gruesos. Su pelo ondulado y negro enmarca su rostro y cae por sus hombros.

Mujer madura de nariz recta, dos cicatrices en la comisura de sus grandes ojos y una larga melena extendiéndose sobre la parte visible de un vestido con mangas de farol.

Hombre maduro occidental, de rostro pequeño y anguloso, nariz larga y afilada, ojos redondos de expresión entre triste y burlona, mandíbula marcada. Pelo corto y negro, con abundantes canas y un flequillo escaso sobre su amplia frente. Viste una camiseta de Jimi Hendrix.

 

En las conversaciones entre los asistentes a la exposición se escucharon palabras pesarosas sobre Toshio y su solitaria muerte anónima. Se compadecían de él porque no había tenido una apreciación de su obra pictórica en vida y, por el contrario, había muerto pobre. Los más ilustrados encontraban conexiones con otros pintores de la historia. Pero Toshio jamás había deseado los halagos de los demás, y mucho menos la fama. Él siempre se había considerado una más de entre las personas que ayudaron a reconstruir el país desde los cincuenta hasta los noventa, y a mantenerlo luego durante la crisis de los dos mil; solo un individuo mas de entre los millones que ponían su trabajo diario en beneficio del buen funcionamiento de la ciudad de Tokio. Él siempre quiso ser un ciudadano anónimo, pero en los últimos años no se conformó solo con eso, sino que decidió ser un ciudadano anónimo que disfrutaba el día a día haciendo lo que más le gustaba, desarrollando su pasión por el simple hecho de que una enorme dicha lo embargaba cada vez que movía el lápiz para con sus trazos dar forma al rostro de otros ciudadanos anónimos como él. Después de una vida con más oscuros que claros, Toshio había sido completamente feliz viviendo sus últimos años en la línea Yamanote.

GLOSARIO DE TÉRMINOS JAPONESES

JY05. UENO: RETRATOS DE TOKIO

Gyudon: Cuenco de arroz cubierto con carne de ternera picada y cebolla. Los restaurantes de gyudon suelen ser los más económicos de Japón.

Onigiri: Bola de arroz mezclada con otros ingredientes.

Enka: Canción típicamente japonesa originada en la era Meiji que mezcla música tradicional japonesa con melodías occidentales, principalmente estadounidenses.

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