Tokio 173-0037. Hotel para parejas

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Suso Mourelo
Toco sus cuerpos bajo el papel. Están blandos. Un escalofrío me recorre. Brota en las yemas de los dedos, me atraviesa el cuerpo, muere en algún lugar profundo de la cabeza.
Son las nueve y cinco de la noche, la agencia lleva unos minutos cerrada. Miro a mi alrededor. Llueve y no hay nadie en la calle. El paraguas, la capucha y los guantes me protegen. Rasgo la bolsa de papel, saco las tres ratitas, una, dos y tres, las meto por la ranura de la correspondencia, yiumm yiumm yiumm, una, dos, tres. La abertura es ancha, pero tengo que aplastar sus cuerpos para que quepan.
Había imaginado que estarían frías y duras, era una tontería: solo están aletargadas. Desde hace rato me acompaña su emanación dulzona, pero no procede solo de la bolsa de los bollos en la que estaban, supongo que obedece a alguna reacción química por la anestesia. Aún tengo tiempo para tomar un café y deshacerme de la bolsa, no quiero llevarla a mi trabajo. Voy a tirarla en la cafetería.
La cafetería no cierra de noche. Suelo venir sobre las siete, cuando comienza a despoblarse. Cuando me voy, un par de horas más tarde, solo entra gente de paso y los insomnes que temen la soledad y la noche. A veces ceno aquí, pero siempre tomo un café y un dulce. Mis bollos preferidos son los hojaldres de crema, aunque lo que más me gusta de este lugar es el olor del café y de la masa al hornearse. El aroma cambió hace un año, cuando la vieja propietaria se jubiló. Los nuevos dueños mezclan la mantequilla con margarina y añaden algún potenciador de aroma de azahar, pero aun así está rico.
Conocía a la dueña. Durante seis años vine casi todas las noches después del trabajo, cuando tenía horario diurno. Ahora vengo antes de que empiece mi turno. Hoy solo tengo unos minutos para relajarme. Ha sido un día muy largo. Mi piel ha perdido la fragancia de las sales de baño y está impregnada del olor a leña del restaurante y, sobre todo, del de mi excitación.
Me diagnosticaron hiperosmia cuando era muy joven. El médico me explicó que se debía al cambio hormonal y que afectaba a dos y media de cada cien mil personas, pero que no duraría toda la vida. Imaginé a dos personas y media persona cortada en vertical. Resultaba extraño esa forma de decirlo. ¿Por qué no dijo cinco de cada doscientas mil personas? Tal vez eso haga el cálculo más difícil. Me preguntó si desde pequeña había tenido un olfato especial.
—Siempre más que nosotros, pero no era algo exagerado.
Eso le explicó mi madre.
Ocho o nueve meses después de esa primera ola, la hipersensibilidad descendió, aunque mi sensibilidad es aún mucho mayor que la de cualquiera que conozca. Por un tiempo quise sentirme especial, como la portadora de un don. Antes de entrar en casa podía saber qué verduras había comprado mi madre para la cena o si mi abuela estaba y, al abrir la puerta, si había ido una mujer o un hombre de visita, si esa persona era mayor o joven, el tipo de ocupación que tenía.
Pero en la vida cotidiana, y en la escuela, resultaba una molestia. No acudía a actividades extraescolares físicas porque nunca me ha atraído el deporte, sino al club de música, donde el hedor de los cuerpos era inferior. Como el instituto estaba cerca de casa podía ir en bicicleta y no tenía que tomar el metro, así que no estaba expuesta a los efluvios corporales. Aunque la emanación del sudor fresco no me desagrada más que la de algunas comidas. Me provocan arcadas los restaurantes que utilizan grasa para cocinar y otros tufos que repugnan a mucha gente: la putrefacción, las aguas estancadas o el humo de los coches. Pero no son los olores intensos los que me molestan, sino los penetrantes, como la colonia, el gas o el cloro, que se quedan dentro de mí durante horas.
Como percibo la fetidez mucho antes de llegar a su fuente, trato de mantenerme alejada de ella. Esos efluvios me agobian, me dan dolor de cabeza y de vientre. Casi nadie lo entiende, así que cuando sucede es una tranquilidad estar sola. A cambio, puedo disfrutar las flores desde la distancia. Con el tiempo, si estoy tranquila, he desarrollado la capacidad de centrarme en un aroma entre los que me acechan. Me gustan las flores, aunque mis preferidas son las del jazmín y las de arbustos como los alcanforeros cuando no están demasiado cerca. Si estoy rodeada de ellos, me abruman: veo cómo entran por la nariz y me invaden, río que me inunda, corriente que conquista mi cerebro, se queda allí y me asalta desde dentro, pun, pun, pun.
También hay sensaciones desagradables para mucha gente que a mí me sosiegan. Los veranos iba al pueblo de mis otros abuelos, los padres de mi padre, y desde entonces me tranquiliza el aire de excremento de vaca, porque me trae el aliento de la despreocupación. Me encanta el tufillo de las algas en la arena al día siguiente de arrastrarlas la marea, cuando han perdido su frescor y comienzan a descomponerse. Me encanta el recuerdo que queda en los dedos, durante horas, después de cortar el pescado.
Mi abuela decía: cuando una cosa sale mal hay otra buena esperando.
Por eso, cuando se quedó viuda, se dedicó a los arreglos florales que había aprendido a hacer de niña. Para que pudiera aspirar a un marido conveniente, su educación se había centrado en las artes tradicionales, y además del ikebana, estudió el chadô y algo tan anticuado como el kôdô , el camino de la fragancia del incienso, que ya no le interesa a nadie, y todavía lo practicaba.
Desde hace un año mi vida ha cambiado. La muerte de mi abuela fue el desencadenante. Ahora siento la obligación de ajustar una cuenta pendiente a modo de exorcismo. Siempre he sentido ese deber de justiciera de asuntos nimios y cuando no lo he cumplido, he temido quebrarme.
Mi día de hoy ha respondido a esa tarea.
(…)
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