GA JI MA Capítulo 3

  1. LEA BELTRÁN

Las azafatas coreanas siguen peinadas y maquilladas a la perfección tras doce horas de vuelo. Mi madre, en cambio, duerme a mi lado con una postura rara, la boca abierta y el pelo alborotado. Yo no luzco muy diferente, porque mi coleta está deshecha, mi piel reseca, los labios cortados y me he mordido las uñas hasta hacerme sangre. Estoy nerviosa. Sé que es una tontería, porque esto no es nada nuevo para mí.

La cantarina voz de los altavoces anuncia que estamos a punto de aterrizar y estiro el cuello para tratar de ver desde el aire ese lugar al que encadenaré mi vida durante ¿un par de años? ¿cinco? Quizá me haga adulta aquí. Desde que nací no he conocido otra cosa que el cambio constante, el traslado, el ir de un lugar a otro, el decir adiós a todo, una y otra vez. Me pregunto si algún día sabré adaptarme a la inmovilidad, a la estabilidad. Si cuando me haga mayor elegiré algo distinto. Una capa densa de nubes me deja sin vistas y, aunque apenas ha comenzado el día, el cielo está negro. Cuando el avión consigue atravesarlas, los cristales de las ventanas se llenan de gruesas gotas de lluvia en diagonal. Genial. Está lloviendo. Y hoy empieza el verano.

Mamá está inquieta cuando bajamos del avión y no lo entiendo. ¿Qué tiene que perder? Si siempre es lo mismo. Hacer las maletas y salir corriendo hacia otro lugar. Cada pocos años, siguiendo a mi padre… Mi padre… ahí está, abriendo los brazos para atraparnos a las dos. Grande, imponente, con su perpetuo buen humor. Con traje y corbata, su uniforme de trabajo. Su sonrisa inmensa me acoge antes que su cuerpazo. Me hundo en su pecho y suelto de golpe todo el aire que había acumulado sin darme cuenta. A nuestro lado decenas de personas avanzan hacia la salida, arrastran maletas, buscan a sus familiares, corren a coger el metro… Para nuestra pequeña familia el tiempo se detiene, suspendido en un instante feliz entre ausencias.

—Estás preciosa, Leandra, como siempre. Más mayor. Has crecido —me dice con la boca pegada a mi pelo.

—Papáááá, no me llames así. Nadie me llama así, qué horror —protesto.

—Vaaaale, Lea, Lea. Lea. Lea… no me voy a acostumbrar nunca, ya lo sabes. ¿Qué tal el vuelo?

—El vuelo muy bien, cariño —interviene mamá—. Largo, pero cómodo. Hemos conseguido dormir un poco.

Papá se gira hacia un hombre enjuto, con impecable traje negro y un flequillo que le cuesta mantener apartado de su frente, a pesar de la cantidad de gomina que se ha puesto. No sonríe. Parece tímido.

Ah, míster Lee, please, come up, I’m going to introduce you to my family[1].

El señor Lee se acerca despacio e inclina la cabeza y la parte superior del cuerpo, haciendo una reverencia. Nosotras le estrechamos la mano. Tiene los dedos helados.

—Aquí la gente es muy respetuosa, ya veis. Os acostumbraréis pronto. La verdad es que da gusto, es difícil que alguien se pase de la raya. A menos que vayan borrachos… que entonces… —papá no termina la frase porque suelta una de sus atronadoras carcajadas, tan contagiosas, que atraen la mirada extrañada de varias personas.

Mamá se sonroja y le toca discretamente el codo para que deje de reír.

—¿Vamos? Creo que os gustará la casa, está muy bien, y la ciudad… bueno, yo creo que también está muy bien. Hay mucho de todo. ¡Es enorme! —nos anima a acompañarle afuera mientras habla.

La idea de una ciudad inabarcable me seduce. Un sitio tan grande que nunca llegues a dominar. Todavía no tengo ninguna idea preconcebida sobre este país y esta ciudad, más allá de cuatro vídeos que he visto en YouTube, así que no espero nada concreto. Me dejaré sorprender. Ojalá sea para bien.

Al abrirse las puertas de la terminal nos azota por sorpresa un golpe de intenso calor, pero llueve con fuerza y parece que la humedad es absoluta. ¡Horror! Empiezo a sudar nada más atravesar la puerta y mis escasas expectativas sobre el lugar se derriten al instante. Los vaqueros se pegan a mis piernas. Noto cómo el pelo se me encrespa. Qué infierno. Muy cerca nos espera el típico coche de siempre: grande, negro, brillante, lujoso, protegido del chaparrón por el voladizo del edificio. El señor Lee carga el equipaje en el maletero y nosotras subimos a bordo. Es amplio y cómodo. Y tiene al aire acondicionado a tope.

La lluvia apenas me permite ver el paisaje, que transcurre entre edificios anodinos conforme abandonamos Incheon para dirigirnos a Seúl. Un larguísimo puente sobre un mar arenoso nos lleva al continente. El agua, como el cielo, como las nubes, como mi estado de ánimo ahora mismo, está gris. Y, para más inri, el señor Lee tiene puesta una lista de reproducción de melosas canciones románticas en coreano.

El camino se me hace eterno, aunque enseguida nos adentramos en zonas urbanas, con altísimos bloques de apartamentos reunidos en grupos que parecen esbeltos bosques de cemento blanco. No quiero perderme ningún detalle. Es la primera vez que soy suficientemente mayor como para registrar todos los instantes de mi llegada a un nuevo país, así que pongo los cinco sentidos en la carretera. Media hora después parece que la lluvia afloja un poco y se abren pequeños claros entre los nubarrones.

—La casa está en un barrio más bonito, ya verás, Leandra.

Papá teme que lo que veo no me guste. Pero hace tiempo que aprendí a no juzgar los libros por la cubierta. Una vida de idas y venidas, de presentaciones y despedidas, te obliga a estar siempre abierta a todo, sin prejuicios. Y, al final, sin juicios. Porque enseguida descubres que los sitios, como las personas, ocultan tanto o más de lo que muestran. Y el juego es ir descubriéndolo con espíritu de explorador, casi científico. Mi mirada es neutral. Dentro de unos años, si seguimos aquí, podré decir qué me parece todo esto.

Tras cuarenta minutos de trayecto, el coche se mete por callejas demasiado estrechas, curvas, en pendiente, en un abigarrado entramado urbano construido sobre colinas. Me sorprenden los muros que rodean las elegantes villas: altos, de piedra gris y cubiertos por un tejadillo negro sobre el que asoman coquetos arbolitos podados en forma de bola. Todo cuidado al milímetro. El hechizo lo rompe la maraña de cables que cruzan las calles de un lado a otro colgando en instalaciones que parecen improvisadas. Un estilo tercermundista al que estoy más que habituada, pero que pensé que en la moderna Seúl no vería. El señor Lee frena con suavidad y detiene el vehículo a las puertas de una vanguardista casa de cristal situada sobre lo alto de un cerro.

—¡Tachán! —papá nunca puede dejar de bromear. Baja del coche y nos invita a seguirlo.

Hasta ahora hemos vivido siempre en casonas históricas con cúpulas y torrecillas construidas en la época colonial, con grietas y alguna que otra vidriera coloreada. Este nuevo estilo, pulcro y rectilíneo, me sorprende. Y me gusta. Huele a lluvia y aún caen algunas gotas desde los árboles y arbustos. El calor sigue siendo bochornoso. Al traspasar la puerta exterior descubrimos el jardín, una maravilla de estilo oriental, cuidadísimo, con un estanque lleno de carpas junto al caminito de blancas piedras planas que conduce a la entrada. Al abrirse la puerta aparecen dos mujeres con moño, uniformadas, que hacen la reverencia antes de que nos acerquemos. Mi madre sonríe, papá se adelanta.

—Ella es Constanza, nuestra cocinera, que es de Salamanca. Mi mujer, Sonia Guijarro, y mi hija, Leandra Beltrán. Ya os he hablado de ellas. Y ella es Kim Mi Jin, la doncella. Es la esposa de Lee.

La cocinera, culona y con una estrechísima cintura a la que anuda su delantal, sonríe y me precede por las escaleras de cristal, mientras a mí me sigue, respetuosamente apartado, el chófer con el equipaje. Arriba hay un pasillo de suelo y paredes de cristal que da acceso a los dormitorios. Desde aquí se ven unas montañas azuladas y justo enfrente otro moderno edificio con tanto cristal como este. Constanza me conduce hasta mi habitación, una enorme suite digna de un hotelazo de cinco estrellas. La pared también es de cristal, una cama gigante, un saloncito, una zona de escritorio y un cuarto de baño. ¡Qué lujo, me encanta! Esto es definitivamente otro nivel. Se nota el ascenso de papá. Al abrir las cortinas el paisaje entra por el ventanal. Wow. Vuelve a llover, ahora con suavidad, y las nubes se desplazan raudas por un cielo gris y húmedo.

—Bienvenida a Seúl y a Corea. Es tu primera vez aquí, ¿verdad? —Constanza tiene una voz cálida y suave.

—Sí, la primera vez.

—¿Dónde vivías antes? ¿En África? Tu padre me lo dijo, pero se me ha olvidado el sitio.

—Lo último ha sido Omán, pero no hemos estado mucho tiempo. Antes de eso sí que estuvimos en África, en Costa de Marfil. Y antes en Jordania, pero apenas me acuerdo, era muy pequeña. —Es el telegráfico resumen de mi vida.

—Espero que esto te guste. A mí me encanta, es imposible aburrirse en Seúl —lo dice con una sonrisa de mujer enamorada.

—¿Llevas mucho tiempo aquí?

—Cinco años largos… pregúntame todo lo que quieras. ¿Vale? Encontrar compatriotas en un país tan lejano es un lujo, te lo aseguro. Así que no te cortes, trataré de ayudarte en todo lo que pueda.

[1] Ah, señor Lee, por favor acérquese. Voy a presentarle a mi familia.

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