GA JI MA

1. SUN YI

Acababa de cumplir siete años cuando se consumó mi destino. Demasiado joven para ser consciente de nada. Aun así, no lo he olvidado. Fue un invierno especialmente duro. El del Año del Cerdo de Fuego[1]. De mi infancia, tan lejana ya, conservo dos únicos recuerdos vívidos. Los dos vinculados a Go Min Ra, mi más fiel servidor. Y se presentan una y otra vez en mis sueños. De mi familia apenas guardo memoria, más allá del sutil perfume de mi madre, apenas una sensación esquiva, quizá más un deseo de conservar algo que una realidad. Mi más antigua evocación rememora el día en que me separé de ella. La nieve, ligera aún, caía en diagonal, despacio, a merced del viento gélido que se deslizaba desde las montañas hacia el mar. Recorrimos un largo camino de tierra, a la orilla de un río que bajaba agitado, fabricando espuma al encuentro de las rocas. Las ramas desnudas de los árboles, retorcidas, intentaban tocar el agua. Con las ventanas del palanquín cerradas, sólo atisbaba el exterior cuando me aburría tanto que desplazaba la tabla para ver qué había fuera. Entonces, un hilo de aire helado me acuchillaba la piel. Al volver a cerrarlas, caía dormida por la monotonía del viaje y el bamboleo de la cabina. El primer día dejamos atrás el mar y las murallas de la ciudad que había sido mi hogar.

Mi dama de compañía, Mi Ri, a pesar del frío, caminaba a mi lado haciendo gala de su esbeltez. Pequeños copos de nieve chocaban con su cara y se quedaban adheridos unos segundos a los bordes de su pungcha, pero ella los sacudía con una sonrisa y, tiesa como una estatua, apremiaba al resto de la comitiva para que no perdiera el ritmo. Tras ella venían las otras doncellas, las sirvientas y los guardias a los que el clan de mi madre había confiado mi seguridad durante el viaje. Cuando ahora cierro los ojos, a pesar del tiempo transcurrido, aún puedo sentir el intenso calor que la capa de piel transmitía a mis hombros, una sensación agradable que me relajaba a pesar de la inquietud por no saber qué estaba pasando, por qué abandonaba mi hogar y dejaba atrás a mi familia.

Permanecí dormida prácticamente todo el tiempo, acunada por el golpeteo rítmico de los cascos de los caballos y los pasos casi silenciosos de los porteadores. Hasta que un repentino cambio de sonidos me despertó: atravesábamos un viejo puente de madera que nos transportaba a la otra orilla del río. Corrí la tabla y miré afuera. Había dejado de nevar y el paso rápido de las nubes permitía ver luminosos tramos de cielo azul intenso. Después de aquel puente me quedé despierta durante horas. Cada vez que el transporte se detenía Mi Ri me ofrecía té y algo para comer, frotaba mis manos para comprobar si estaban frías y me sonreía con dulzura. Seguramente se sentía apenada por mi situación, aunque yo no lo comprendía entonces. Diez años mayor que yo, era hija de una prima de mi padre. Su amable compañía me había reconfortado siempre, especialmente cuando mi hermana mayor abandonó la casa familiar.

Tardamos días en llegar a la bulliciosa Hanyang[2], la capital. Ingresamos por la puerta sureste de la muralla y atravesamos un laberinto de calles hasta llegar a la explanada que se extendía frente al palacio. Un perro ladraba con voces agudas. Curiosa, empujé las contraventanas para mirar a mi alrededor. La ciudad me pareció inmensa y sucia, pero ya anochecía y apenas podía distinguir algo más que muros, edificios en sombra, callejones y siluetas. Uno de mis guardias se adelantó para avisar a los soldados de mi llegada. Las enormes puertas de Gwanghwamun[3] se abrieron antes de que nos aproximáramos. Tras el paso de la comitiva, volvieron a cerrarse con estruendo. Algunos sirvientes daban órdenes a gritos mientras avanzábamos despacio por el primer patio. El suelo era de arena, ya habían retirado la nieve. El cansancio me vencía y en aquellos momentos me costaba mantenerme despierta. La cabecita se me caía hacia un lado y notaba las cosquillas que me hacía el largo pelo de mi capa. Mis mejillas debían verse coloradas por el calor del cubículo. Cerraba los ojos, somnolienta.

Por fin, el palanquín se detuvo tras atravesar varios muros, puertas y patios. Tenía tanto sueño que no quería abrir los ojos. Los porteadores depositaron el vehículo en el suelo con cuidado, pero aun así hizo un movimiento brusco que me sacó de mi letargo. La portezuela delantera se abrió y vi asomarse la mano de Mi Ri, pequeña, blanquísima y enjoyada. Me tocó el hombro con suavidad, para asegurarse de que estaba despierta, y me acarició la cabeza para tranquilizarme. Abrí los ojos con esfuerzo. Sonreí. Sentí ajetreo alrededor y miré por el ventanuco, intrigada. Nada más hacerlo, decenas de cuerpos anónimos se inclinaron, bajando la mirada. Hombres y mujeres doblaron su espinazo para mostrarme respeto. A mí, que no era más que una niña de las provincias del sur. Giré la vista a un lado y a otro y no vi más que cabezas oscuras que permanecían agachadas, la entrada de un edificio colorido ya en sombras, el cielo negro estrellado e infinidad de faroles proyectando una luz amarillenta. De las chimeneas de las cocinas, al fondo, brotaba un humo blanquecino y se escapaba el olor de la comida.

Tardé varios minutos en decidirme a salir. Antes de hacerlo, curiosa, volví la mirada al otro lado del palanquín. Un joven guardia se inclinaba hacia mí, reverente, dejando caer su larga cabellera negra, brillante como la crin de un caballo. Sonreí sin separar los labios, divertida ante la idea de que un valiente soldado vestido de negro, con su arco a la espalda y su espada al cinto, se mostrara tan sumiso. Tampoco él pudo soportar la curiosidad y, antes de que yo dejara de observarlo, levantó despacio la mirada. Jamás he olvidado aquel momento. Tuve la sensación de que el mundo cayó en el silencio, todas aquellas personas que nos rodeaban se evaporaron, los perros dejaron de ladrar y el humo se congeló en las chimeneas. Los grandes ojos oscuros de Go Min Ra me miraron apenas un segundo. Avergonzado, volvió a bajarlos y pude sentir su consternación. Incluso se sonrojó. Yo sonreí de nuevo, pero esta vez mostrando mis pequeños dientes. Ese es mi recuerdo más antiguo. Mi primer encuentro con Go Min Ra. El instante mágico en que nuestras miradas se fundieron el mismo día en que el destino se hacía cargo de mi vida.

[1] 1587 en el calendario occidental

[2] Nombre antiguo de la capital de Corea, actualmente Seúl.

[3] Gwanghwamun es la puerta principal del palacio real de Gyeongbokgung, en Seúl, orientada al sur.

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