Kuroi Hasu: Leyenda de Honor y Acero “La niña y la guerrera”
Capítulo 15
La niña y la guerrera
Al día siguiente el sol asomaba tímidamente sobre el horizonte, bañando el bosque en un suave resplandor dorado. Aiko, tras una noche de meditación y un tranquilo descanso en un pequeño claro acogedor del bosque, reanudó su camino con renovada determinación. El sendero serpenteaba entre los árboles, y el aire fresco del amanecer llenaba sus pulmones con una sensación de promesa y esperanza.
De repente, el tranquilo murmullo del bosque fue interrumpido por un clamor inusual: el sonido metálico de una rueda que chirriaba en el suelo y el crujido de madera que se rompía bajo el peso de un carromato. Aiko, curiosa, aceleró el paso hacia la fuente del alboroto y pronto divisó un carromato volcado en el sendero. La escena era un caos pintoresco de ruedas dispersas, madera rota y, lo más sorprendente, tres figuras elegantes y desorientadas que emergían de dentro del carromato.
Las tres geishas, cada una con kimonos de seda en tonos vibrantes y adornos que reflejaban la luz matutina, estaban en una situación que podía describirse con una sola palabra: desastre. La primera geisha, con un kimono verde esmeralda salpicado de barro, intentaba desesperadamente mantener su equilibrio mientras sus sandalias de madera se hundían en el lodo. La segunda, en un kimono rosa pálido, parecía estar librando una batalla de desesperación contra un espeso manto de barro que se había adherido a su prenda. La tercera, con un kimono azul y un peinado delicado que ahora tenía la forma de un nido de pájaros enredado, parecía a punto de llorar mientras intentaba limpiar su rostro del polvo y el sudor.
Aiko, con una mezcla de curiosidad y diversión, se acercó a la escena. Las geishas, al verla, se erguieron con la dignidad que el caos permitía y comenzaron a murmurar entre ellas con una mezcla de desesperación y una pizca de vergüenza.
- Oh, qué calamidad —dijo la geisha de kimono rosa, sacudiendo el barro de sus mangas con una expresión de horror—. ¡Nunca hemos llegado tan tarde a una actuación!
- ¡No es solo la llegada tarde! —exclamó la geisha del kimono azul—. ¡Es el aspecto que llevamos! Mi peinado… ¡mi peinado está arruinado!
La geisha verde, que había estado observando con una mezcla de preocupación y resignación, se giró hacia Aiko.
- ¿Podría usted, noble viajera, ofrecernos alguna asistencia en este desastroso momento? —preguntó con un tono que intentaba mantener la gracia pero que en realidad temblaba con desesperación.
Aiko, tratando de ocultar su sonrisa, asintió con seriedad.
- Por supuesto, aunque debo decir que es un placer ayudar en una situación tan… pintoresca —dijo, intentando mantener su tono profesional.
Mientras se acercaba, observó cómo las geishas intentaban sin éxito reparar la rueda rota del carromato con lo que parecían ser fragmentos de madera y una cuerda que había visto mejores días. Con un esfuerzo combinado, la rueda finalmente fue colocada de nuevo en su lugar, aunque no parecía estar completamente segura. Aiko notó que el trabajo estaba siendo supervisado por una de las geishas que mantenía un semblante digno a pesar de las circunstancias.
- ¿Sabes? —dijo la geisha verde, tratando de limpiarse el barro del kimono—. Esto es lo que ocurre cuando se deja a un carromato con una rueda que no estaba en las mejores condiciones. Aunque, si te lo digo en serio, nunca me imaginé que terminaría en medio de un campo de barro en mi camino a Kioto.
- ¿A Kioto? —preguntó Aiko con curiosidad—¿Qué hace una geisha como usted en un lugar como este?
La geisha verde se sonrojó ligeramente y, con una pequeña risita, respondió:
- Nos dirigíamos a Kioto para un importante evento en una de las casas más importantes de té en Gion. Queríamos impresionar a los invitados con nuestra presencia y habilidades. Y parece que el destino ha decidido que hagamos una entrada más… memorable.
Las otras dos geishas asintieron con la cabeza, aún luchando con las manchas de barro en sus kimonos.
- ¿Y cómo vamos a limpiar esto? —se quejó la geisha rosa, examinando un barro que no parecía dispuesto a desaparecer.
Aiko se inclinó y, con un gesto de simpatía, les ofreció su ayuda para limpiar los kimonos. Mientras lo hacía, intentaba contener sus risas al ver cómo las geishas se esforzaban por mantener su compostura a pesar de estar cubiertas de barro.
- Gracias, noble viajera —dijo la geisha azul, con un tono que ahora parecía más relajado—. Estamos eternamente agradecidas. Sin su ayuda, probablemente habríamos llegado a Kioto con la peor de las impresiones.
- Creo que, a pesar de todo, se recordarán más por su valentía al enfrentar la adversidad —dijo Aiko, con una sonrisa amistosa—. Y en cuanto al barro, siempre se puede considerar una marca de honor. O al menos una buena historia para contar.
Las geishas rieron y agradecieron a Aiko mientras el carromato, ahora más o menos funcional, comenzaba a prepararse para continuar su viaje. Aiko se despidió con una última mirada a las tres figuras elegantes que se movían con la dignidad recién encontrada, y luego continuó su camino por el sendero.
A medida que el carromato se alejaba, Aiko no pudo evitar pensar en la ironía de la situación. La vida estaba llena de momentos inesperados, y a veces, la forma en que enfrentamos esos momentos es lo que define nuestra verdadera fortaleza.
Aiko avanzó por el sendero polvoriento, sintiendo cada paso con una mezcla de cansancio y esperanza. El sol descendía lentamente. A lo lejos, vio las primeras señales de vida: un pequeño y humilde pueblo de campesinos. Las chozas de madera y paja se alineaban de manera irregular, con sus techos inclinados y humeantes chimeneas que anunciaban el calor de hogares sencillos. Los campos de arroz, aún verdes y vibrantes, se extendían alrededor del asentamiento, y un suave río serpenteaba por el borde del pueblo, aportando agua y vida.
Las gentes del pueblo eran de rostros curtidos por el sol y las manos marcadas por el trabajo arduo. Sin embargo, en sus ojos brillaba una calidez innegable. Al ver a Aiko, una figura extenuada pero decidida, la recibieron con sonrisas genuinas. Una mujer mayor, de cabello grisáceo y ojos pequeños, fue la primera en acercarse. Llevaba un delantal raído y un cuenco de arroz entre sus manos.
- “Bienvenida, viajera”, dijo con voz suave. “¿Has venido de lejos? Por favor, acepta un poco de comida. No es mucho, pero es todo lo que tenemos”.
Aiko, conmovida por la generosidad inesperada, aceptó el cuenco con reverencia. El arroz era sencillo, pero cocido con esmero. A cada bocado, sentía el calor de la hospitalidad y el sabor de la simplicidad que tanto añoraba. Miró a su alrededor, observando las pequeñas huertas, los animales que pacían tranquilos, y el sonido rítmico del trabajo cotidiano. Sintió por un momento la calidez de Harukawa, su aldea natal, con su gente bondadosa y su espíritu comunitario. El corazón de Aiko se llenó de una nostalgia reconfortante y melancólica, como una suave melodía que evoca tiempos pasados.
Después de agradecer la generosidad de los campesinos y gratas conversaciones mientras comían, Aiko se alejó unos metros hacia un pequeño estanque cerca del río. El agua reflejaba el cielo en tonos dorados y púrpuras, y en su superficie flotaban nenúfares con delicadas flores blancas. Un grupo de niños jugaba alegremente cerca del agua, salpicándose y riendo con una libertad pura y despreocupada. Al verla, los niños se quedaron en silencio por un instante, observándola con curiosidad. Luego, como si se tratara de una señal invisible, salieron corriendo hacia el pueblo, dejando atrás una nube de risas y polvo.
Quedó rezagada una niña, agachada en cuclillas al borde del estanque. Su cabello oscuro caía desordenadamente sobre sus hombros, y sus pequeñas manos estaban sumergidas en el agua, moviéndose con delicadeza. Aiko se acercó lentamente, cautelosa de no asustarla. Al estar más cerca, notó la mirada concentrada de la niña, completamente absorta en su tarea.
- “Konnichiwa[1]“- saludó Aiko con voz suave, temiendo romper la quietud del momento.
La niña levantó la cabeza y la miró con ojos grandes y curiosos.
- “Konnichiwa” -respondió, volviendo rápidamente su atención al estanque.
Aiko se agachó junto a la niña, el suave murmullo del agua resonando en sus oídos. Con una sonrisa cálida, le preguntó:
- ¿Cómo te llamas, pequeña?
La niña levantó la vista, sus ojos brillando como estrellas diminutas. Con una voz dulce, respondió:
- Me llamo Yuki, señorita. ¿Y usted?
Aiko sonrió, sus labios curvándose en una expresión de ternura.
- Me llamo Aiko —dijo con suavidad—. Es un placer conocerte, Yuki.
Mientras hablaban, ambas miraron al estanque, donde la superficie del agua reflejaba sus rostros. La imagen era casi mágica: dos figuras, una joven mujer de belleza etérea y una pequeña niña, flores de distintas estaciones, pero igualmente hermosas en su singularidad. El rostro de Aiko, sereno y firme, mostraba los rastros de las batallas internas y externas que había librado. Sus ojos, aunque brillantes, tenían una profundidad que hablaba de fortaleza y fragilidad, de un alma que había conocido tanto el dolor como la esperanza.
Al lado de ella, el rostro de Yuki se reflejaba con la pureza de una flor que apenas comenzaba a abrirse. Sus ojos grandes y curiosos exploraban el mundo con una mezcla de asombro e inocencia. Era como ver el amanecer y el crepúsculo juntos, una imagen que unía el pasado y el presente, la experiencia y la inocencia, en un momento de quietud.
Aiko observó el reflejo, y una sensación de nostalgia la envolvió. En la mirada curiosa de Yuki, veía reflejada a la niña que ella misma había sido, llena de sueños y preguntas. En ese momento, el agua del estanque se convirtió en un espejo no solo de rostros, sino de almas. Aiko sintió un nudo en la garganta, una mezcla de tristeza y gratitud por todo lo que había vivido. Su pasado, su gente, y el legado de sus padres, todo estaba presente en ese reflejo compartido.
La brisa suave acariciaba sus rostros, haciendo que el agua se agitara levemente y los reflejos se distorsionaran. Aiko y Yuki se miraron a los ojos, sonriendo ante la simplicidad y belleza del instante. Aiko, con una voz cargada de emoción, dijo:
- ¿Sabes, Yuki? La vida es como este estanque. A veces, el agua está en calma y podemos ver nuestro reflejo claramente. Otras, se agita y todo se distorsiona. Pero no importa cómo esté el agua, siempre podemos encontrar belleza y aprender algo nuevo.
La niña asintió, sin comprender del todo las palabras, pero sintiendo la calidez en ellas. Para Aiko, ese momento se convirtió en un ancla, un recordatorio de la pureza de los comienzos y la importancia de conservar la inocencia y el asombro ante la vida. Con una última mirada al agua, donde los reflejos aún bailaban suavemente, Aiko se sintió más conectada que nunca con sus raíces, con la niña que una vez fue y con el camino que aún debía recorrer.
- “¿Y qué haces aquí sola?” preguntó Aiko.
La niña sonrió tímidamente y levantó una mano del agua.
- “Estoy buscando ranitas,” dijo, mostrando una mano vacía pero esperanzada. “Son tan difíciles de atrapar, pero me gusta verlas saltar.”
Los ojos de Aiko se humedecieron, pero se obligó a sonreír
Por un momento, el tiempo pareció detenerse. Se quedó allí, en silencio, junto a la niña, compartiendo una quietud que era tanto simple como profunda. Sentía una conexión inexplicable con este pequeño ser, como si la niña representara algo puro y esencial de su propia alma, algo que había temido perder en su viaje por la vida.
Finalmente, con una voz suave y cargada de emoción, Aiko dijo:
- “Nunca dejes de abrazar tus sueños, pequeña. La vida puede ser dura, pero siempre habrá momentos como estos que nos recuerden lo hermosa que es.”
La niña la miró, quizás sin comprender del todo las palabras, pero sintiendo la sinceridad detrás de ellas. Asintió y sonrió. Aiko se levantó, se sacudió el polvo del kimono y dio un último vistazo al pequeño estanque y a la niña. Con una sonrisa cálida, se despidió y se alejó, llevándose consigo la sensación de haber encontrado un pedazo perdido de sí misma.
Mientras caminaba de vuelta al sendero, el sol continuaba su descenso. Aiko, con el corazón ligero y una renovada sensación de propósito, siguió su camino. Sabía que el viaje por delante sería arduo y lleno de desafíos, pero en ese pequeño pueblo de campesinos, había encontrado un refugio momentáneo, una chispa de esperanza y una reafirmación de su humanidad. En ese instante, decidió que, pase lo que pase, protegería esa inocencia y simplicidad, tanto en el mundo como dentro de su propio ser.
[1] Saludo japonés que significa “hola” o “buenas tardes”, usado comúnmente durante el día.
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