Kuroi Hasu: Leyenda de Honor y Acero “El templo del sake”

Capítulo 4:  El Templo del Sake

El cielo estaba pintado con tonos de rojo y naranja, como si el mismo universo estuviera llorando la pérdida de un sabio. Aiko, con una mochila ligera y el corazón pesado, cruzó el umbral del bosque y dio su primer paso hacia el mundo exterior.

Aiko se giró una última vez hacia el claro del bosque, donde la cabaña y el arroyo se desvanecían en la distancia. La nostalgia y el dolor de la pérdida se entrelazaban con una renovada sensación de propósito.

El cielo, aún vestía su manto gris, parecía compartir el pesar de su corazón, envolviendo el mundo en una atmósfera de calma triste y solemne. La brisa se filtraba a través de los árboles, creando una danza suave de hojas que caían lentamente al suelo, como si el bosque mismo estuviera despidiendo a Aiko con un respeto silencioso.

La esperanza de un nuevo viaje se alzaba ante ella como un horizonte de posibilidades inciertas. Aiko sabía que debía dejar atrás la seguridad y la familiaridad de la cabaña para enfrentar un mundo vasto y lleno de desafíos. La sensación de lo desconocido era a la vez aterradora y emocionante, una mezcla de ansiedad y anticipación que le hacía sentir que estaba al borde de una nueva etapa en su vida. El viaje que tenía por delante era un camino sin mapas claros, una travesía en la que tendría que confiar en la fortaleza y sabiduría que Ryunosuke le había legado.

A medida que se alejaba el susurro del viento y el canto distante del arroyo parecían ser una despedida melancólica, una nota final en la sinfonía de su tiempo compartido.

En el eco de su paso sobre el suelo y en el murmullo del bosque, había una promesa de que, aunque dejaba atrás lo conocido, llevaba consigo una parte de su pasado y la luz de un nuevo amanecer, que brillaba con la esperanza de un viaje lleno de posibilidades infinitas.

La bruma matutina se alzaba sobre el bosque, envolviendo el mundo en un manto de misterio y promesas. El cielo, teñido de tonos pastel, parecía pintar un fresco de esperanza y desafío mientras ella se adentraba en el camino hacia lo desconocido.

Aiko cruzó montañas que se alzaban como guardianes majestuosos, sus cimas cubiertas de nieve que relucía como joyas bajo el sol. Cada paso era un eco en la vastedad de la naturaleza, un testimonio de su determinación y del legado que llevaba consigo. Los senderos serpenteaban entre árboles de hoja perenne y rocas esculpidas por el tiempo, susurrando viejas historias de tiempos lejanos.

Durante semanas, su travesía la llevó a través de valles envueltos en niebla y campos de arroz dorados, donde el viento danzaba entre las espigas como una sinfonía de promesas. Aiko conoció aldeanos que, con miradas curiosas y palabras amables, ofrecieron breves momentos de descanso y orientación, siempre respetando el viaje de la joven que parecía cargar con un destino especial.

Llegó un momento en el que Aiko se encontró frente a un antiguo puente de piedra conocido como el Puente del Dragón, un símbolo de transición entre el mundo montañoso y las tierras más llanas. El puente, con sus arcos elegantes y sus tallas en forma de dragones, parecía vigilar el paso de los viajeros con un ojo de piedra inmutable.

El sonido del río que corría bajo el puente era un canto de bienvenida, y Aiko sintió que el peso de su carga se aligeraba por un momento. Cruzar el puente era como pasar de un capítulo a otro, un rito de paso que la preparaba para lo que vendría.

Más allá del puente, se extendían vastos campos de cerezos en flor, sus flores blancas y rosadas creando un tapiz etéreo que parecía extenderse hasta el horizonte. La belleza de los cerezos, en plena floración, ofreció a Aiko un descanso visual y espiritual, un momento de paz en su arduo viaje. Se detuvo en un pequeño claro, donde el suelo estaba cubierto de pétalos caídos, y permitió que el viento jugara con sus cabellos y pensamientos.

El viaje de Aiko la llevó a través del Valle del Crepúsculo, un lugar donde el sol parecía detenerse al atardecer, proyectando una luz dorada que transformaba el paisaje en una pintura de ensueño. El valle estaba salpicado de pequeños riachuelos que reflejaban los colores del cielo, y los campos de flores silvestres creaban una explosión de colores y fragancias que llenaban el aire.

Aquí, Aiko se detuvo por un tiempo para reponer energías, encontrando consuelo en la belleza del entorno y en la tranquilidad que ofrecía el valle. El crepúsculo caía suavemente, como un manto de seda que abrazaba el mundo en una sensación de calma antes de la noche.

Finalmente, después de muchos días de viaje, Aiko llegó al bullicioso Pueblo de Kanazawa, un centro vibrante de comercio y vida. La entrada al pueblo estaba adornada con banderas de colores y faroles de papel que se mecía suavemente con la brisa. Los comerciantes, vestidos en kimonos vibrantes, llenaban las calles con sus gritos de venta y sus sonrisas acogedoras.

Kanazawa era un lugar de contrastes: el vibrante mercado de especias y telas se mezclaba con la tranquilidad de pequeños templos y jardines ocultos. Las tiendas estaban llenas de toda clase de productos: cerámica fina, tejidos de seda, y perfumes que emanaban aromas exóticos. Aiko pasaba entre los puestos, admirando los artesanos que trabajaban con habilidad y pasión, y los comerciantes que ofrecían una amplia variedad de productos y bebidas.

Entre los bulliciosos comerciantes, Aiko descubrió un templo dedicado al sake, el licor tradicional japonés. El aroma del sake, con sus notas terrosas y afrutadas, se mezclaba con el de las comidas preparadas en las cercanas parrillas.Principio del formulario

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El bullicioso pueblo de Kanazawa había ofrecido a Aiko un breve refugio y una inmersión en la vida vibrante de su mercado y sus festividades. Sin embargo, al llegar el momento de continuar su viaje, Aiko comprendió que necesitaba algo más que la katana envuelta en seda y el vestido sencillo que Ryunosuke le había regalado. Su situación requería de un ingreso para subsistir y seguir adelante.

Con esta necesidad en mente, Aiko decidió probar suerte en uno de los lugares más prominentes del pueblo: el Templo del Sake. Allí, entre el aroma a licor y el bullicio de las festividades, esperaba encontrar una oportunidad. El templo, conocido por su hospitalidad y su vibrante vida social, parecía ser el lugar ideal para comenzar su búsqueda.

Este templo, un santuario dedicado a la veneración del elixir dorado, era mucho más que un lugar de culto; era un símbolo de la armonía entre la tradición y la belleza, una joya arquitectónica y cultural.

Edificado en una colina suavemente inclinada, el templo estaba rodeado por un jardín de cerezos en flor y pinos altos que se alzaban como guardianes silenciosos. Los caminos de piedra que llevaban al templo estaban bordeados por linternas de piedra, cuyas llamas parpadeaban suavemente en la penumbra del crepúsculo, creando una atmósfera de ensueño. El sonido del viento que acariciaba los árboles se mezclaba con el suave murmullo de una fuente cercana, añadiendo una melodía tranquila al entorno.

El edificio principal estaba construido en madera de cedro, con techos curvados que se alzaban hacia el cielo, decorados con intrincadas tallas que representaban motivos de la naturaleza, como flores de loto y dragones ondulantes. Los tejados, cubiertos de tejas oscuras y lustrosas, reflejaban la luz del sol con un brillo sutil, mientras los aleros salientes parecían abrazar el aire, ofreciendo sombra y refugio a quienes se acercaban. Las puertas corredizas, adornadas con papel de arroz y pinturas delicadas, se abrían a un interior de paz y refinamiento.

Su interior estaba impregnado de una calma que invitaba a la reflexión y la serenidad. El suelo, cubierto de tatamis de paja de arroz, crujía suavemente bajo los pasos, y las paredes estaban adornadas con rollos de seda pintados a mano, que narraban historias de mitos y leyendas, evocando un mundo de antiguos dioses y héroes. En el centro del salón principal, un altar ornamentado con ofrendas de sake, flores y frutas brillaba con una luz suave y cálida, como un faro de devoción.

Las geishas que servían en el templo eran un espectáculo de belleza y gracia. Vestidas con kimonos de seda que fluían como cascadas de colores y estampados de flores delicadas, sus movimientos eran una danza de elegancia y pose. Sus peinados, elaborados con flores frescas y adornos de oro, se elevaban en intrincadas formas que reflejaban la luz de las linternas, creando un halo de resplandor alrededor de sus rostros serenos. Cada gesto, cada inclinación, era una expresión de su habilidad y arte, una manifestación de la perfección en cada acción.

El aroma del sake llenaba el aire, una mezcla embriagadora de dulzura y riqueza que evocaba la tradición y la dedicación de generaciones pasadas. Los visitantes del templo podían experimentar la ceremonia del sake en un ambiente de calma y reverencia, mientras las geishas ofrecían la bebida en pequeños cuencos de cerámica, con movimientos suaves y precisos que hablaban de años de práctica y devoción.

En el Templo del Sake, la estética de la vida cotidiana se entrelazaba con lo divino, creando un espacio donde la belleza y la espiritualidad se fusionaban en una experiencia sublime. Aiko, al llegar a este lugar de tranquilidad y esplendor, era recibida por una atmósfera que parecía susurrar historias de épocas pasadas, donde cada rincón, cada detalle, estaba impregnado de una elegancia y una serenidad que hablaban de la esencia misma del arte y la tradición japonesa.

Dentro del templo, una figura imponente destacaba entre la multitud: la Señora Hanako, la “okasan”, figura de autoridad en aquel lugar. Su presencia era tan dominante como el aroma a sake que impregnaba el aire. Vestía un kimono formal de tonos oscuros y tenía una postura recta y autoritaria que no dejaba lugar a dudas sobre su rol en el templo.

Aiko, con el corazón acelerado y su katana envuelta en un paño sencillo a su espalda, se acercó a ella con gesto tímido. El vestido que llevaba, un obsequio de su mentor, era de un verde apagado con delicados bordados en hilo dorado, pero a pesar de su elegancia, parecía fuera de lugar entre las exquisitas vestimentas de las geishas que rodeaban el templo.

-“Disculpe, amable señora,” – dijo Aiko con voz temblorosa y haciendo una leve reverencia – “busco trabajo aquí en el templo. He venido desde muy lejos y estoy dispuesta a aprender.”

La institutriz, con una mirada fría y evaluadora, la examinó de arriba abajo. Su mirada no dejaba escapar un detalle, y su ceño fruncido reflejaba una mezcla de curiosidad y escepticismo.

-“Eres hermosa, no lo dudo,” – comenzó la señora Hanako con un tono cortante, – “pero tu apariencia es apenas una fracción de lo que se necesita para ser una geisha. Aquí, no solo buscamos belleza, sino también gracia, habilidades refinadas y un profundo entendimiento de nuestras tradiciones.”

Aiko asintió con respeto y trató de ocultar su nerviosismo. La señora Hanako la condujo a un salón apartado, donde se llevarían a cabo las evaluaciones. El lugar estaba adornado con tapices delicados y muebles de madera pulida, reflejando el lujo y el refinamiento del templo.

-“Primero, una prueba de habilidades,” – dijo la señora Hanako, – “demuestra tu capacidad para aprender y adaptarte.”

Aiko comenzó con la prueba de la danza tradicional. Su primer intento fue torpe, sus movimientos eran rígidos y carecían de la fluidez que se esperaba en una geisha. La mirada crítica de la señora Hanako la hizo sentir aún más insegura.

-“¿Así es como esperas ser aceptada?” – preguntó la señora Hanako con desdén. – “Necesitas más que un vestido bonito y una cara agradable. Necesitas disciplina y gracia.”

El siguiente desafío fue la habilidad para manejar y servir sake con elegancia. Aiko tuvo que cargar varias jarras de sake y servirlas a los clientes, quienes observaban con curiosidad. Su primer intento fue desastroso: derramó el sake y su postura era poco profesional. Los murmullos de desaprobación se escucharon entre los clientes, y la severidad de Hanako  no hizo más que añadir presión.

-“¡Debes tener más cuidado!” – exclamó la señora Hanako. – “Este trabajo requiere precisión y gracia. No es un juego para ser tomado a la ligera.”

Aiko sintió las lágrimas amenazar con brotar, pero se esforzó por mantener la compostura. Sus manos temblaban mientras limpiaba el desorden y se preparaba para el siguiente intento. La frustración y el dolor eran abrumadores, pero la joven se obligó a seguir adelante, determinada a probar su valía.

Durante los siguientes días, Aiko continuó con las pruebas y las lecciones como una “maiko”, aprendiz de geisha.  La señora Hanako era implacable, y cada error era seguido por un comentario despectivo. Aiko aprendió a tocar el shamisen, un instrumento tradicional, pero sus primeros intentos fueron desafinados y ásperos. La profesora la corrigió con severidad, y Aiko se sintió como si estuviera constantemente fallando.

-“Eres obstinada, y tu falta de habilidad es evidente,” – le dijo la señora Hanako en una de las sesiones de práctica. – “No solo necesitas aprender, necesitas aceptar que el camino para convertirte en geisha es arduo y exigente.”

Aiko, a pesar del dolor y el desprecio, no se dio por vencida. Cada crítica, cada reprimenda, se convirtió en un impulso para mejorar. Con el tiempo, sus movimientos se volvieron más suaves y sus habilidades más refinadas. La belleza de su determinación y el esfuerzo que ponía en cada tarea comenzaron a hacerse evidentes, aunque la señora Hanako permaneció dura y crítica.

Finalmente, después de semanas de pruebas y esfuerzo constante, Aiko logró alcanzar un nivel aceptable. Aunque la señora Hanako aún mantenía una actitud reservada, empezó a reconocer el progreso de Aiko.

-“Has mejorado,” – admitió la señora Hanako con una nota de sorpresa. – “A pesar de tus comienzos difíciles, has demostrado que posees la tenacidad y el deseo de aprender.”

Aiko, con el corazón rebosante de emoción y orgullo, recibió el reconocimiento con una reverencia profunda. Había enfrentado desafíos abrumadores y había superado las pruebas más duras. Aunque su camino no había sido fácil, su perseverancia la había llevado a lograr una oportunidad en el templo.

A partir de entonces, Aiko comenzó su nueva vida, trabajando duro para perfeccionar sus habilidades y ganarse el respeto de sus compañeros. El proceso de aprendizaje seguía siendo riguroso, pero Aiko, ahora con una confianza recién encontrada y un sentido renovado de propósito, abrazó su nuevo rol con dignidad y determinación.

Era una tarde tranquila. Aiko, con su kimono delicadamente bordado y el cabello arreglado con flores, se movía con gracia por el salón, sirviendo sake a los clientes con la misma precisión con la que un samurái blandiría una katana. A pesar de ser una maiko —una aprendiz de geisha—, Aiko había ganado respeto por su dedicación y talento en el arte de la hospitalidad, aunque no todos compartían esta admiración.

Entre los presentes, un grupo de comerciantes de la zona, conocidos por su inclinación hacia la juerga y la risa fácil, no pudieron resistirse a probar su suerte con la joven. Después de varios vasos de sake, y con las mejillas enrojecidas, uno de ellos, un hombre con bigote retorcido y mirada astuta, alzó la voz con tono burlón:

—¡Oye, pequeña maiko! —gritó, haciendo señas para que Aiko se acercara—. ¿Por qué no te sientas con nosotros y compartes un trago? Seguro que con tus habilidades podrías iluminarnos sobre la vida de una humilde sirvienta del sake.

Los otros hombres rieron, golpeando la mesa con sus palmas, creando una melodía de chocar de copas y carcajadas. Aiko, con una sonrisa serena, se acercó con la misma calma que un zorro blanco acechando en el bosque. Se inclinó ligeramente, mostrando respeto, pero con una chispa de travesura en los ojos que no pasó desapercibida.

—¡Ah, una invitación tan generosa! —respondió Aiko, con voz suave pero clara—. ¿Quién soy yo para rechazar la compañía de tan distinguidos señores? —Sin esperar una respuesta, se sentó con elegancia en el cojín que le ofrecieron, con una gracia que hacía parecer que las flores de su peinado florecían un poco más.

Uno de los hombres, con una barba espesa y un aire de suficiencia, intentó continuar la broma.

—Dinos, joven maiko, ¿cuál es tu secreto para ser tan… servicial? Debe ser difícil, ¿no? Vivir para agradar a otros todo el tiempo.

Aiko, sin perder su sonrisa, asintió lentamente, como si estuviera considerando una profunda reflexión filosófica. Luego, se inclinó hacia adelante, apoyando la barbilla en una mano como si estuviera compartiendo un secreto.

—Ah, sí, es una vida muy complicada —comenzó, con una voz tan dulce como el sake más fino—. Pero, ¿saben? He aprendido mucho de mis experiencias aquí. Por ejemplo, he aprendido que incluso el sake más barato puede parecer caro si se sirve en una copa bonita. Y, por supuesto, que la compañía puede hacer que cualquier bebida sea más dulce… o más amarga.

Los hombres intercambiaron miradas, confundidos pero interesados. Aiko continuó, aumentando el tono irónico con un aire de inocencia fingida.

—Y, por supuesto, está la sabiduría que uno obtiene de observar a los clientes. He notado que aquellos que más se burlan suelen ser los que más necesitan la atención de una simple maiko para sentirse importantes. ¿No es fascinante cómo la seguridad en uno mismo puede evaporarse tan rápido como el vapor de una taza de té?

El bigotudo, ahora menos seguro de su broma inicial, intentó recuperarse.

—¿Estás diciendo que necesitamos la atención de una simple aprendiz para sentirnos importantes?

Aiko hizo una pausa dramática, tocándose el mentón como si estuviera ponderando una pregunta muy profunda.

—No exactamente —respondió con una sonrisa que podría haber sido inocente si no fuera por el brillo travieso en sus ojos—. Solo observo que la verdadera importancia no viene de mirar a los demás por encima del hombro, sino de cómo nos comportamos con ellos. Incluso una “simple aprendiz” puede enseñar lecciones de cortesía y humildad… a quienes estén dispuestos a escuchar, claro está.

La sala quedó en silencio por un momento, interrumpido solo por el leve sonido de las respiraciones contenidas. Los hombres, ahora conscientes de que su intento de burla había sido hábilmente devuelto, se removieron incómodos en sus asientos. La barba espesa trató de salvar la situación con un tosco “¡Salud!” y levantó su copa, pero la voz le salió más débil de lo que pretendía.

Aiko, sintiendo que el ambiente necesitaba un toque final, levantó su propia copa, sonriendo serenamente.

—¡Salud! —dijo con alegría—. A la sabiduría que se esconde en cada sorbo de sake y a las lecciones que incluso una humilde maiko puede ofrecer. ¡Que siempre encontremos en nuestras copas la humildad para aprender y el humor para reírnos de nosotros mismos!

Los hombres levantaron sus copas, forzando una sonrisa y bebiendo rápidamente, mientras Aiko se levantaba con la misma gracia con la que se había sentado. Se inclinó con un gesto de respeto, pero no antes de dejar caer la última estocada con una voz dulce y condescendiente.

—Y recuerden, señores, el verdadero valor no está en la calidad del sake, sino en la calidad de la conversación. ¡Que su noche esté llena de ambas!

Con eso, Aiko se retiró, dejando a los hombres sentados en una mezcla de vergüenza y asombro, mientras los otros clientes, que habían presenciado el intercambio, murmuraban y sonreían con complicidad. Aiko, con una sonrisa satisfecha, volvió a sus tareas, sabiendo que había demostrado que, aunque aún fuera una maiko, su ingenio y elegancia eran tan afilados como cualquier katana.

 

En el corazón del templo de Kanazawa, donde los ecos del pasado resonaban suavemente entre los antiguos muros y el aroma a sake flotaba como una bruma etérea, Aiko había encontrado su lugar. Tras los días interminables y las pruebas rigurosas bajo la mirada severa de la señora  Hanako, su alma había atravesado un laberinto de desafíos para llegar a este momento de serena realización.

En el templo, su vida había adquirido una cadencia de serenidad y propósito. Los momentos de introspección y las rutinas diarias se habían convertido en rituales de autoafirmación y belleza. Cada movimiento, cada gesto refinado, no solo era una expresión de su habilidad como geisha, sino también un reflejo de la armonía interna que había cultivado a través de la disciplina y el esfuerzo. La rutina diaria en el templo, con sus ceremonias de sake, sus danzas elegantes y sus momentos de meditación, se había convertido en una danza de conexión entre su ser y el entorno que la rodeaba.

El sentimiento de pertenencia que Aiko experimentaba era profundo y conmovedor. La sensación de haber encontrado su lugar en el mundo proporcionaba una calma que resonaba en lo más profundo de su ser. Cada vez que vestía su kimono de seda y ajustaba sus peines ornamentales en el cabello, se sentía envolverse en un manto de dignidad y elegancia. Era consciente de que, a través de su arte, estaba contribuyendo a una tradición rica y venerada, y esa conexión con el legado del templo le ofrecía una sensación de propósito y realización.

La ceremonia del sake que llevaba a cabo con sus compañeras geishas era más que una simple tarea; era una expresión de su dedicación y de la gracia que había aprendido a dominar. La forma en que servía el sake, con movimientos suaves y calculados, era un reflejo de su interioridad tranquila y equilibrada. La dulzura del sake, mezclada con el aroma sutil de flores y madera, creaba un ambiente de paz que abrazaba a los visitantes y a los residentes del templo por igual.

Cada rincón del templo parecía contar una historia, y Aiko se había convertido en parte de esa narrativa. El sonido del agua en la fuente, el murmullo suave de los pasos sobre los tatamis, y el aroma del sake que se mezclaba con el incienso, creaban una sinfonía de sensaciones que tocaban su alma. En este lugar de calma y belleza, sentía que cada día era una oportunidad para integrarse más profundamente en el tejido del templo y en el arte que ahora abrazaba como su propia verdad.

.Había pasado por un proceso de transformación, no solo en su habilidad y técnica, sino en su percepción de sí misma. Las pruebas y la disciplina bajo Hanako, aunque severas, habían sido las forjadoras de su carácter y su confianza. En los momentos de quietud y contemplación, se daba cuenta de que había encontrado una forma de equilibrio interno, una paz que venía de aceptar y honrar su papel en el mundo.

Aunque el rol de una geisha podría parecer modesto en el gran esquema de la vida, para Aiko, representaba una realización profunda. La sensación de estar en armonía con el entorno y con su propio ser era un regalo precioso que valoraba más allá de las apariencias externas. Había aprendido a apreciar la belleza en la simplicidad y en la dedicación a un arte que había llegado a amar profundamente.

La serenidad con la que Aiko vivía su vida en el templo se reflejaba en su rostro, en sus movimientos, y en la forma en que interactuaba con quienes la rodeaban. La satisfacción de haber encontrado un lugar que resonaba con su esencia, y la realización de que su arduo viaje había dado sus frutos, llenaban su corazón de una alegría silenciosa pero profunda. La vida como geisha no era solo un rol, sino una manifestación de su espíritu y su búsqueda de belleza, un testimonio de su crecimiento personal y su aceptación de su lugar en el mundo.

En cada paso que daba, en cada sonrisa que ofrecía a los visitantes, y en cada ceremonia del sake que realizaba, Aiko sentía que había encontrado un pequeño rincón de paz. Era consciente de que, aunque su camino había sido arduo, había llegado a un lugar donde podía ser verdaderamente ella misma, rodeada de la belleza y la tradición que había llegado a valorar profundamente. Y en ese momento de quietud y satisfacción, Aiko abrazaba su nuevo rol con una serenidad y un agradecimiento que iluminaban su ser, como un faro de luz en el paisaje tranquilo del templo.

Aiko y las demás geishas residían en una okiya, una pequeña vivienda destinada a su descanso y donde entrenaban su arte, ubicada en la parte posterior del templo junto a unos bellos jardines.

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El cuarto asignado a Aiko aunque sencillo, tenía un aire de acogedor confort. La puerta de papel shoji, deslizable y adornada con delicadas impresiones de flores de cerezo, se abría a un espacio que emanaba una sensación de serenidad y simplicidad, en armonía con la estética tradicional japonesa.

Al cruzar el umbral, Aiko fue recibida por el suave resplandor de las lámparas de papel que emitían una luz cálida y difusa, creando un ambiente tranquilo y pacífico. Las paredes del cuarto estaban decoradas con tatamis de juncos, cuyas fibras se entrelazaban en patrones geométricos, proporcionando una base cómoda para sentarse y descansar.

En una esquina, una pequeña mesa de madera lacada con una superficie lisa y pulida sostenía un jarrón de cerámica con flores de loto frescas. La fragancia ligera y dulce de las flores llenaba el aire, aportando un toque de frescura natural al ambiente.

El futón, desplegado con esmero sobre el tatami, estaba cubierto con una colcha de seda de color azul claro, que evocaba el tono del cielo en un día despejado. El futón estaba cuidadosamente preparado, con almohadones de algodón que ofrecían soporte y confort durante el descanso.

A un lado del futón, en un pequeño ropero de madera, se almacenaban los kimonos de trabajo de Aiko, cuidadosamente doblados y guardados. Los kimonos estaban hechos de telas de diversos colores y patrones, reflejando la tradición y el estilo de la vestimenta de geisha, y estaban en impecable orden, listos para su uso diario.

En una estantería baja, situada frente al futón, se encontraba un pequeño rincón personal de Aiko. Aquí, había colocado algunos recuerdos de su vida pasada y objetos de significado personal: un retrato pintado de su padre, un amuleto de la suerte que le había dado Ryunosuke, y una caja de madera donde guardaba cartas y recuerdos preciosos. Cada objeto estaba dispuesto con cuidado, como una pequeña galería de su historia y de los vínculos que había formado a lo largo de su vida.

A un lado del cuarto, reposaba la katana de Aiko, envuelta en una tela de seda blanca y adornada con bordados dorados. La espada, que Ryunosuke le había legado, estaba cuidadosamente colocada en un soporte de madera bajo un delicado dosel de tela que la protegía del polvo y el paso del tiempo.

La tela que envolvía la katana estaba decorada con motivos tradicionales: flores de cerezo bordadas en hilos dorados que reflejaban la luz de las lámparas, añadiendo un toque de elegancia y reverencia al artefacto. La espada, aunque oculta, era un símbolo constante del legado que llevaba consigo. La textura de la tela era suave al tacto, y su color blanco representaba pureza y respeto.

Una ventana corrediza de papel de arroz permitía que la luz natural entrara suavemente en el cuarto, proporcionando vistas a un pequeño jardín japonés que se extendía más allá. A través de la ventana, Aiko podía ver un estanque rodeado de rocas y lirios, con carpas koi que nadaban tranquilamente en el agua clara. El sonido del agua cayendo suavemente en una pequeña cascada era un fondo relajante, un recordatorio constante de la tranquilidad y la paz que buscaba en su vida cotidiana.

El cuarto estaba decorado con elementos sencillos pero significativos: un par de cuadros enmarcados con caligrafía japonesa que ofrecían sabias palabras de calma y fortaleza, y un pequeño jarrón con ramas de bambú que añadía un toque de naturaleza al espacio. El ambiente era sereno, con una sensación de orden y paz que invitaba a la reflexión y al descanso.

Cada mañana, al despertar en este espacio acogedor, Aiko se encontraba en un lugar que reflejaba el equilibrio entre la sencillez y la dignidad. La katana envuelta en su tela blanca era un recordatorio constante del pasado que había dejado atrás y del legado que llevaba consigo. El cuarto, aunque modesto, era un refugio que le ofrecía el consuelo necesario para enfrentar los desafíos de su nueva vida y el recordatorio constante de que su viaje apenas comenzaba.

En cada rincón del cuarto, desde la luz cálida de las lámparas hasta el suave resplandor del jardín exterior, Aiko sentía la presencia de su mentor y la determinación de honrar su legado.

Era una mañana clara y fresca cuando la severa okasan, la Señora Hanako, llamó a Aiko a su despacho. La luz del sol se filtraba a través de los paneles de papel shoji, proyectando patrones suaves en el suelo de tatami. Hanako, con su semblante austero y su mirada aguda, entregó a Aiko una lista de ingredientes necesarios para la preparación del sake.

-“Aiko, estos son los ingredientes que necesitas traer del mercado,” dijo la Señora Hanako, entregándole la lista. “Procura no demorar. Y recuerda, en el mercado debes comportarte con la dignidad propia de una geisha del Templo del Sake.”

Aiko asintió con respeto y salió del templo, emprendiendo su camino hacia el bullicioso mercado de Kanazawa.

El mercado de Kanazawa era un hervidero de actividad. Puestos coloridos bordeaban las calles, ofreciendo desde frutas y verduras frescas hasta especias exóticas y telas finamente tejidas. El aroma de la comida callejera flotaba en el aire, mezclándose con el murmullo constante de los comerciantes y compradores que negociaban animadamente.

Aiko caminaba entre la multitud con gracia y determinación, manteniendo la lista de ingredientes firmemente en su mente. De repente, sintió una presencia inquietante detrás de ella. Tres soldados borrachos, tambaleándose y riendo de manera vulgar, se acercaron.

-“¡Mira lo que tenemos aquí!” gritó uno de los soldados, con una sonrisa lasciva en su rostro. “Una geisha. ¿Por qué no nos alegras la mañana, muñeca?”

Aiko intentó ignorarlos y seguir su camino, pero los soldados no se lo permitieron. Uno de ellos le bloqueó el paso mientras otro le tocaba el brazo con rudeza.

-“¡Una geisha debe ser sumisa!” vociferó el segundo soldado. “¡Deberías saber tu lugar!”

Aiko, sintiendo la ira y el miedo creciendo dentro de ella, recordó las enseñanzas de su mentor. Con una mirada fría y determinada, se preparó para lo que venía.

Un samurái, que había estado observando el altercado desde una distancia, echó mano a su katana, listo para intervenir. Sin embargo, algo en la postura y la mirada de Aiko le hizo detenerse. Había una confianza y una determinación en sus ojos que le resultaban familiares.

Aiko, con una rapidez sorprendente, se liberó del agarre del soldado y adoptó una postura defensiva. Los soldados, sorprendidos pero aún ebrios y confiados, se abalanzaron sobre ella.

El primer soldado intentó agarrarla de nuevo, pero Aiko se movió con la gracia de un río en primavera. Giró sobre sí misma, esquivando el ataque, y con un golpe preciso, golpeó el brazo del soldado, dejándolo inhabilitado.

El segundo soldado, furioso, sacó su espada y atacó. Aiko, recordando las enseñanzas de Ryunosuke, esperó el momento adecuado. Cuando la espada descendió hacia ella, se agachó rápidamente, barriendo con su pierna las piernas del soldado, haciéndolo caer de espaldas al suelo.

El tercer soldado, viendo a sus compañeros derrotados, intentó abalanzarse sobre ella con un grito de rabia. Aiko, con una agilidad felina, evitó el ataque y golpeó con precisión en el estómago del soldado, dejándolo sin aliento y doblado de dolor.

El joven samurái observó toda la escena con asombro. La destreza y la agilidad de Aiko eran impresionantes. Su técnica era impecable, y su valentía, admirable. Mientras los soldados yacían en el suelo, entre quejidos de dolor, el samurái se acercó a Aiko.

-“¿Estás bien?” preguntó, con respeto en su voz. “Tu habilidad es sorprendente. ¿Quién te ha enseñado a luchar de esa manera?”

Aiko, guardó silencio un rato, y a continuación prosiguió con voz serena.

-“Mis disculpas, honorable señor. Debo atender algunos asuntos y regresar inmediatamente al salón.”

Aiko inclinó la cabeza en señal de agradecimiento y recogió los ingredientes que había comprado. Con una última mirada al samurái, volvió al templo, llevando consigo no solo los ingredientes, sino también la certeza de su fuerza y capacidad para enfrentar cualquier desafío que el destino le pusiera por delante.

Aiko caminaba de regreso al templo, sus pensamientos aún revueltos por el reciente enfrentamiento en el mercado. La adrenalina seguía corriendo por sus venas, pero su rostro permanecía sereno, una máscara de calma que había aprendido a perfeccionar. Al llegar a la entrada del Templo del Sake, la figura imponente de la Señora Hanako la esperaba.

La okasan, con sus ojos fríos y su postura rígida, parecía una estatua viviente. A medida que Aiko se acercaba, la mirada de Hanako se volvía cada vez más penetrante, como si intentara descifrar cada detalle del alma de Aiko.

-“Aiko,” comenzó con una voz firme y autoritaria. “He oído rumores sobre un altercado en el mercado. ¿Qué ha sucedido?”

Aiko, con una mezcla de picardía y respeto, hizo una ligera reverencia antes de responder. Sabía que no podía revelar la verdad sin provocar problemas, pero tampoco podía mentir descaradamente.

-“Okasan,” dijo Aiko, levantando la cabeza y mirándola directamente a los ojos. “Unos distinguidos soldados tuvieron un desafortunado tropiezo con unos tomates resbaladizos.”

La Señora Hanako la miró fijamente, sus ojos entrecerrados con desconfianza. El tono burlón en la voz de Aiko no pasó desapercibido. Estaba acostumbrada a detectar engaños y desobediencias, y aunque la respuesta de Aiko era vaga, su actitud sugería que había más de lo que las palabras decían.

-“¿Tomates resbaladizos?” repitió Hanako lentamente, evaluando cada palabra. “¿Eso es todo?”

Aiko mantuvo su compostura, pero no pudo evitar una leve sonrisa. Sabía que la verdad completa sería inaceptable, y esta pequeña evasión era su forma de protegerse y, de alguna manera, desafiar la autoridad de la okasan sin comprometerse del todo.

-“Sí, okasan,” dijo Aiko, con una inclinación de cabeza. “Fue un incidente desafortunado.”

La Señora Hanako observó a Aiko por un momento más, luego asintió con una expresión de desaprobación apenas disimulada.

-“Muy bien,” dijo finalmente, aunque su tono sugería que no estaba completamente convencida. “No tengo tiempo para entretenerme con tus historias, Aiko. Necesito que prepares más sake y té para los clientes. Hay una reunión importante esta noche y debemos asegurarnos de que todo esté en orden.”

Aiko asintió y se dirigió al área de preparación. Las manos que hacía poco habían manejado con destreza una situación peligrosa, ahora se movían con igual habilidad y cuidado en la preparación de sake y té. El proceso era meticuloso, una danza de movimientos precisos y calculados.

Primero, Aiko seleccionó los mejores granos de arroz, limpiándolos y lavándolos repetidamente hasta que el agua quedó clara. Luego, comenzó el proceso de fermentación, asegurándose de mantener la temperatura adecuada. Mientras tanto, preparó las hojas de té, cuidando de seleccionar las más frescas y aromáticas.

Mientras trabajaba, Aiko reflexionaba sobre el día. La mirada despectiva de los soldados, la rápida lucha y la intervención no necesaria del joven samurái, todo formaba parte de un día que había puesto a prueba su paciencia y su habilidad. A pesar de los desafíos, se sentía fortalecida, una vez más, consciente del legado de su mentor y del poder que llevaba dentro de ella.

La presencia de la Señora Hanako, aunque severa, le recordaba constantemente la disciplina que debía mantener. La okasan era una figura formidable, una guardiana de la tradición y la decencia del templo. Aunque Aiko sentía una chispa de rebelión contra la rígida autoridad de Hanako, también comprendía la importancia de su papel y la lección que representaba en su camino.

En los oscuros pliegues de la historia de Hanako, que se había convertido en un pilar de severidad y seriedad en el Templo del Sake, se escondían capítulos de profunda tragedia y dolor. Su vida, marcada por una serie de eventos desgarradores, había moldeado su carácter con las sombras de la adversidad y la pérdida, transformándola en la figura de rigurosidad que ahora se conocía.

Hanako había nacido en una pequeña villa en la provincia de Shimane, una región bañada por ríos serenos y montañas que se alzaban como guardianes de su tranquila existencia. En su infancia, los días estaban llenos de risas y juegos bajo el sol dorado, y las noches, de historias contadas alrededor del fuego, tejían sueños de un futuro brillante y prometedor. Sin embargo, el destino, siempre caprichoso y cruel, tenía otros planes para ella.

La primera tragedia que marcó la vida de Hanako fue la repentina pérdida de sus padres. En un sombrío atardecer invernal, mientras la tormenta golpeaba implacable contra las ventanas de su hogar, una lámpara de aceite cayó, desatando un incendio implacable que consumió la modesta residencia de su familia. Las llamas, serpientes de fuego en danza destructiva, devoraron sin piedad todo lo que encontraban a su paso. En ese cruel destino, Hanako, aún niña, fue la única sobreviviente, pues en esos momentos se hallaba en un pequeño jardín exterior, inmóvil y petrificada, mientras sus ojos reflejaban el infernal resplandor de la tragedia. El calor abrasador y el humo denso se llevaron con ellos a sus padres, y el hogar que había sido un refugio de amor y seguridad se convirtió en un campo de cenizas y desolación.

La pérdida de sus padres dejó a Hanako con una herida profunda en el alma, un vacío que ni el tiempo ni las palabras podían llenar. Fue acogida por una tía lejana, una mujer austera y severa que, aunque bien intencionada, no tenía la capacidad de llenar el espacio emocional que había dejado la tragedia. La vida con su tía era un continuo recordatorio de la pérdida y el dolor, y las estrictas normas de su hogar se convirtieron en una prisión que le impedía encontrar consuelo y alegría.

Con el tiempo, Hanako encontró un propósito en su tristeza. Se dedicó al estudio y al aprendizaje con una intensidad casi monástica, buscando en el conocimiento y en la disciplina un refugio para su alma herida. Su carácter se fue forjando en el yunque de la adversidad, y cada día se convertía en una lección de fortaleza y autocontrol. El rigor de su formación era el reflejo de la tormenta interna que había desatado en su corazón, una tormenta que la impulsaba a seguir adelante a pesar del dolor.

La tragedia más profunda en la vida de Hanako llegó con la pérdida de su propio hijo. En la flor de su juventud, se casó con un hombre que, aunque amoroso, no estaba destinado a ser una presencia duradera en su vida. El matrimonio, lleno de esperanzas y sueños, se desmoronó cuando su esposo fue llamado a luchar en una guerra lejana. Las cartas de su amado se convirtieron en un eco de promesas no cumplidas, y el silencio final fue un golpe devastador que dejó a Hanako sola con su pequeño hijo.

La muerte de su hijo, un niño precioso con los ojos llenos de la misma luz que una vez había brillado en el corazón de Hanako, fue la última gota que colmó el vaso de su sufrimiento. Enfermo y frágil, el pequeño no sobrevivió al cruel invierno, y su pérdida fue una herida abierta que nunca sanó por completo. Hanako, ahora sin familia, se encontró de nuevo en la oscuridad, sin el consuelo de los seres queridos que se habían ido para siempre.

En su búsqueda de redención y propósito, Hanako se dirigió al Templo del Sake, atraída por la oportunidad de servir a una causa que resonaba con la dignidad y la tradición que había aprendido a valorar. Sin embargo, su dolor no se desvaneció con la llegada a su nuevo hogar. En cambio, lo que se transformó fue su forma de enfrentar el mundo. Su severidad, su disciplina rigurosa y su carácter serio eran una coraza construida para proteger su corazón herido y una manera de impartir lecciones a otros que podrían, de alguna manera, evitar los tormentos que ella misma había conocido.

En el Templo del Sake, Hanako encontró un nuevo sentido de propósito, una forma de canalizar su dolor en algo constructivo. La estricta disciplina que imponía a sus aprendices era una extensión de su propia lucha interna, un intento de impartirles la fortaleza que ella había tenido que desarrollar para sobrevivir. Su severidad no era una mera crueldad, sino una manifestación de su deseo de que otros pudieran encontrar en el rigor y en la dedicación una forma de superar las pruebas que la vida les imponía.

Cada vez que Hanako observaba a sus aprendices, veía en ellos una oportunidad para ofrecerles lo que ella había tenido que aprender a la fuerza: la importancia de la perseverancia, la disciplina y el control interno. La severidad en su mirada, el tono firme en sus palabras, eran ecos de las pruebas que había soportado, y en su corazón, había una profunda esperanza de que, a través de su guía, otros pudieran encontrar la fortaleza para enfrentar las adversidades con dignidad y coraje.

Así, la okasan  Hanako, con su pasado doloroso y su carácter implacable, se convirtió en una figura de respeto y severidad en el Templo del Sake. Su vida, tejida con hilos de tristeza y sufrimiento, había encontrado un nuevo propósito en la formación de quienes buscaban en el templo no solo el arte de la elegancia y la gracia, sino también la fortaleza interna que ella había adquirido a través de sus propias pruebas. La severidad de Hanako era, en última instancia, un testimonio de su resiliencia y de su compromiso de transformar su dolor en una fuente de enseñanza y fortaleza para aquellos que venían a aprender bajo su tutela.

La tarde pasó rápidamente, y pronto, el templo se llenó de la fragancia del sake fermentado y el aroma del té recién hecho. Aiko, vestida con su kimono impecable, sirvió a los invitados con gracia y precisión, su mente calmada y sus movimientos fluidos. Mientras servía, no podía evitar recordar la lucha en el mercado, una prueba silenciosa de su fortaleza y habilidad que llevaba consigo como un escudo invisible.

Los invitados del templo, ajenos a las aventuras del día de Aiko, disfrutaban del sake y el té, hablando en voz baja sobre asuntos importantes y trivialidades cotidianas. Aiko se movía entre ellos con una elegancia tranquila, consciente de su lugar y de las expectativas que tenía que cumplir, pero también consciente de su propia fuerza y determinación.

La jornada, marcada por desafíos y superaciones, terminó con Aiko sentada en su pequeño cuarto, su katana envuelta descansando a su lado. La luz de la lámpara de papel arrojaba sombras suaves en las paredes, creando un ambiente de paz después de un día tumultuoso.

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