Prefacio. Lluvia de otoño. Akisame

Volver a la vida visitando tumbas
SHUNBUN, EQUINOCCIO DE PRIMAVERA 2020
Todo estaba cerrado y solitario, como en las ciudades de películas de wésterns asoladas por los bandidos y en la que esperas que en cada esquina surja un peligro. Pero no fue así. La guerra del miedo se libraba en el interior. La sorpresa continua era parte de mi vida, y yo seguía avanzando, con mis maletas a rastras, produciendo un ruido atronador en el pavimento, como si fuera uno de los últimos supervivientes que atravesara las calles de York.
Aunque el mundo se estuviera sumiendo en desolación, yo sonreía. Mi inconsciencia y egoísmo fueron el antídoto perfecto para los tiempos que nos tocó vivir. Ahora, años después de mis descubrimientos, no soy quien solía ser, y me pregunto si eso que pensaba que era medicinal —la fiesta, el olvido, las drogas y vacunas— no sería más bien el embrujo de una época que nos maldijo como supervivientes. Reía también porque había logrado escapar no solo de una Londres sumida en la peste, sino de la venganza y el desamor.
Yorkshire no era siempre fría y gris, era una ciudad de colores y contrastes, pero en Europa todo es muy viejo y, por ende, fantasmal. Todo está hecho por muertos. Así, ese edificio que veía frente a mí era la materialización de una mente que ya no vive en un cuerpo ni en el mismo tiempo. Los fantasmas sí existen y nos rodean de manera constante. Ese edificio de enfrente, ¿sabes quién fue su constructor? ¿Cuánto tiempo lleva construido? No importa, sus líneas temporales pasadas se cruzan con las del presente. Yo seré también un fantasma, mis fotografías se convertirán en fantasmas. Yo seré el ancestro de las próximas generaciones al vivir mi vida sin ninguna singularidad.
Eso fue lo que me sucedió con la colección patrimonial de mi familia; en especial, con la curiosa y prolífica obra de la duquesa Amanda Rose Gaskell, mi bisabuela fotógrafa. He venido a la casa familiar de Yorkshire para organizar la obra de una mujer que había fallecido prácticamente en el momento en el que yo nací. Gracias a ella entendí que soy la suma de un linaje y la vida en movimiento. Pero quienes vivieron antes de mí, ellas, ellos, son la vida esfumada que nos circunda como el oxígeno en la forma de hechos, historias y recuerdos. Las fotos antiguas que ves son obras de fantasmas que siguen vivos a través de ellas. Y así vivirán mis fotografías y vídeos también.
Los objetos, además, siempre me han intrigado como contenedores, quizá de una historia insólita, quizá de esas energías vitales con las que vivos y muertos impregnamos el planeta. Una cámara puede intrigarme más que una fotografía. La presencia —la cámara— versus la historia —la fotografía—, que siempre es ficcional, siempre interesada y desde un punto de vista de alguien que, inevitablemente, se siente superior.
Por eso puedo ver mejor a mi bisabuela a través de su cámara Rolleiflex que a través de las propias fotos a sus hijos, sus jardines y al bisabuelo Hayato. Por eso es imperativo para mí tocar, oler, ver y sentir las obras, las espadas, los libros, las ropas que custodian historias. Y a eso he ido a los Dales, a recuperar algunos objetos y comprobar con mis propios ojos el milagro de estas cámaras, aunque mamá dice que los objetos, como a las personas, hay que dejarlos ir.
Llevo entre mis manos fotos de la bisabuela que muestran la belleza de su villa campestre a las afueras de la ciudad de Harrogate. El jardín principal ya no existe, existe lo que sus hijos hicieron de él; es, desde hace mucho tiempo, el jardín de mi abuelo Kai y mi tía abuela Kaori. A través del jardín sé más de ellos que de Amanda Rose Gaskell, la «duquesa enjaulada», que renunció a sus títulos por hastío, aunque algunos dicen que por traición.
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