Ronin. Asesino de samuráis. Capítulo 1

Capítulo 1

El camino del samurái reside en la muerte.

Hagakure

 

Aldea Yasuda, provincia de Morioka, imperio de Izumo. Año 36 de la era Yozei.

Levantando su mano derecha, Jiro indicó a sus quince hombres que se detuvieran. Tragó saliva y apretó con fuerza el asta de su lanza para ocultar el temblor que se apoderaba de sus brazos. Debía infundirles seguridad. A su espalda, los guardias alternaban las lanzas de una mano a otra para limpiarse el sudor y aliviar las articulaciones de la tensión que las aprisionaba. Los petos que empleaban en sus tareas de patrulla ya no infundían la misma seguridad. No aquel día.

Se trataba de la misión de su vida. Debía capturar al ronin más peligroso de Izumo: Takeshi el Lobo. Incluso en los lugares más recónditos se había oído hablar de su coraje y crueldad. Si las habladurías resultaban ciertas, habría dado muerte a más de cincuenta samuráis, sin contar las batallas o duelos librados, y estaba reclamado por dieciocho familias en cuatro provincias. Sus víctimas plebeyas, se decía, superaba con creces el centenar.

Aquel día sería el último en sus fechorías. No había rastro de los Perros de Hachimán. Se encontraba solo y mal equipado. Sería suyo, vivo o muerto.

—¿Seguro que es él? —preguntó uno de sus hombres—.

—Aunque oculta su rostro bajo un sombrero, un informante lo ha reconocido. Le faltaban dos dedos de un pie. Es él.

Arqueando las cejas, dos de los guardias intercambiaron miradas de incredulidad. No podía culparles: aquella oportunidad parecía demasiado buena para ser cierta. Takeshi podría haber enviado a un subordinado a negociar la compra de arroz para su banda, o al menos traer algunos de sus hombres con él. Algo no encajaba, pero si un exceso de cautela le hacía perder aquella oportunidad, se arrepentiría el resto de sus días. Noriko pronto traería al mundo una boca más que alimentar. Tenía que cazarlo.

Salvo cuatro samuráis montados que aguardaban su momento en distintos lugares de la aldea, ninguno de sus hombres, poco más que campesinos armados, contaba con arcos. Había solicitado tres arqueros al magistrado, pero no podía esperar su llegada por más tiempo. Al menos Takeshi no portaba su arma favorita, la Sedienta, una naginata que le había dado fama en los campos de batalla. Su katana no le salvaría de un ataque coordinado con lanzas.

—Vosotros tres, cubrid las salidas de la última calle —ordenó—. Vosotros cuatro, id a la parte sur. Tú y tú cubriréis la salida restante. Los demás, acompañadme.

No podía escapar. Por muy hábil que fuera no derrotaría a quince hombres.

Jiro se aproximó junto a seis guardias a la entrada principal del cruce. Todavía se encontraba allí, esperando al mercader que le había prometido los sacos de arroz, pero que en realidad no tardó en advertir a las autoridades. Se hallaba sentado en la calle contra la pared de una casa mientras los aldeanos que pasaban por el lugar se mantenían a una distancia prudente al advertir su espada.

Pensó que se sentiría aliviado al confirmar que seguía allí. Por el contrario, su estómago comenzaba a revolverse, y su corazón palpitaba como si quisiera escapar de su pecho.

El descuidado aspecto de Takeshi se asemejaba al de otros ronin que había conocido: mostraba una barba de pocos días, el pelo sucio y una piel curtida por el sol. Tras sus duras facciones, talladas por la guerra, y una expresión severa, se encontraba lo que en otras circunstancias habría sido un hombre apuesto. Vestía un sencillo kimono gris que resultaba demasiado ligero para un invierno que apenas había terminado, y a su lado había dejado un sombrero de paja.

Se había confiado. Debía pensar que no lo descubrirían. Si atacaban en aquel momento no conseguiría reaccionar y todo habría terminado.

Aquellos aldeanos ignoraban la tormenta que se avecinaba. Un mercader mostraba sus tejidos a una pareja mientras un grupo de mujeres conversaba antes de estallar en risas. Varios niños correteaban entre los adultos, adelantando a un hombre que tiraba de una carreta llena de paja. Sin el olor a madera fresca y la presencia de tocones que salpicaban la entrada del bosque al oeste, apenas quedaría señal de la revuelta del año anterior.

Observó las posiciones en que se encontraba el resto de sus hombres. Uno tras otro asintieron con un gesto para indicarle que estaban preparados. El caballo de uno de los jinetes bufó, mientras su amo esperaba impaciente el momento de actuar. No se fiaba de ellos. Aquellos samuráis no se encontraban bajo sus órdenes y lucharían por su propia gloria, pero por el momento se disponían a seguirle el juego. No le quedaba otra opción que aceptarlo.

Llegaba el momento de dar la orden. Todo estaba listo.

—¿Cómo te atreves a tocarme? Tengo derecho a quitarte la vida por esto.

Maldición. Cuatro jóvenes samuráis habían comenzado una discusión a tan solo dos casas de donde se encontraba Takeshi. Un grupo conocido por sus altercados cada vez que se emborrachaban, buscando cualquier excusa para organizar una pelea con forasteros que visitaban la aldea. Su última víctima, por el biwa que portaba y su cabeza afeitada, debía ser un músico ambulante.

Uno de los samuráis golpeó al músico en el rostro, arrojándolo al suelo con el labio roto. Conteniendo un ademán para limpiarse el hilo de sangre que corría por su barbilla, el hombre se arrodilló y, colocando las manos en el suelo, bajó su cabeza hasta tocarlo con la frente.

—Ruego humildemente que me perdonen. Soy ciego. Jamás lo habría hecho a propósito.

El joven vaciló. Las palabras del músico habían desarmado la legitimidad de cualquier violencia que pudiera ejercer sobre él, y su postura de sumisión lo protegía a ojos de los aldeanos como una tortuga escondida en su caparazón. Pero haciendo memoria de altercados anteriores, Jiro dudaba que fueran a renunciar a su nuevo juguete.

De un puntapié en el pecho, el músico rodó hasta quedar tendido de espaldas.

—¿Quién te ha dado permiso para hablar, gusano?

El samurái ladeó el cuello, sugiriendo una orden a sus compañeros. Todavía tosiendo y recuperando la respiración, el músico apenas pudo ofrecer resistencia cuando dos de ellos lo pusieron de pie y le inmovilizaron los brazos. El último miró a Takeshi, que parecía ignorar lo que estaba ocurriendo.

Antes de que el músico pudiera abrir la boca, el samurái le asestó un golpe en el estómago que le hizo perder la compostura, pero sus compañeros volvieron a incorporarlo.

—¿Sabes qué hago con insolentes como tú? —dijo al tiempo que desenvainaba su espada corta—. Les corto la lengua para que no vuelvan a replicar.

Para sorpresa de sus verdugos, el músico dio un pisotón al samurái que tenía a su derecha, quien lo soltó tras lanzar un aullido de dolor. Con el brazo liberado propinó un puñetazo que hizo tambalear al samurái que le sostenía por el lado izquierdo, pero en su intento de escapar se encontró con la hoja del líder, hundiéndose en su pecho hasta la empuñadura.

La boca del samurái se abrió como un círculo, con la mirada fija en su espada corta mientras retrocedía con la respiración entrecortada, al tiempo que el músico se postraba en el suelo antes de quedar tumbado en un charco de sangre. Sus compañeros, recuperados del ataque, desenvainaron para clavar sus espadas sobre el moribundo.

—¡Perro insolente!

Puede que aquellos imbéciles no hubieran planeado llegar tan lejos, pero habían subestimado la fuerza que la desesperación otorgaba a cualquier hombre.

Mientras los samuráis se miraban entre sí ante aquel inesperado final, varios aldeanos se alejaron del lugar entre gritos, pero otros se reunieron alrededor del cruce, atenazados por el miedo y la expectación de lo que ocurriría después. Por fortuna, Takeshi permanecía impasible.

Aquellos jóvenes habían bebido más de lo que debían, pero nunca había imaginado que llegaran tan lejos. Nadie se había movido para evitarlo. Todos eran cómplices de aquel asesinato. Si hubiera cumplido con su obligación de proteger a los aldeanos en lugar de intentar dar caza a Takeshi, quizá aquel hombre estaría con vida.

El fantasma de la revuelta planeó sobre su cabeza. Esperaba que aquel músico no tuviera lazos con los aldeanos. Aunque el clan Yushuma había sellado el foso como parte del acuerdo de paz, el volátil campesinado podría volver a las armas y pedir la protección de otro clan.

Descartó aquellos pensamientos. Ahora debía esperar el movimiento de los samuráis. Con ellos fuera de escena, podría intervenir y capturar al ronin.

—¡Esto es lo que ocurre a quienes no conocen su lugar! ¡Si alguien agrede a un samurái, ha de saber que lo pagará con su vida! —exclamó el líder, levantando la ensangrentada hoja—.

Aunque los jóvenes intentaban hacerse con el control de la situación, Jiro advirtió en los ojos de los campesinos no sólo el temor, sino también el desprecio hacia quienes pretendían justificar lo injustificable.

Uno de los samuráis señaló a Takeshi, y el resto asintió antes de acercarse a él.

Con las katanas todavía goteando sangre, los jóvenes formaron un semicírculo a su alrededor.

—¿Quién es este perro callejero?

—Es un sucio ronin.

Takeshi permaneció en silencio, sin levantar la mirada.

Malditos. Lo van a echar todo a perder.

Debían pensar que expulsando de la aldea al peligro que representaba un espadachín errante podrían compensar a los lugareños por sus acciones. No sabían con quién estaban tratando.

—Escucha, escoria —dijo uno de ellos—. Tu mera presencia es un insulto para auténticos samuráis como nosotros. Márchate de aquí si no quieres acabar como el ciego.

Takeshi se levantó desganado ante la triunfante sonrisa de los asesinos, cuando con un movimiento circular, descargó un tajo desde la vaina que seccionó el vientre del samurái frente a él. En la misma maniobra se giró por completo al tiempo que se agachaba para evitar el golpe que le había lanzado el joven que tenía a su espalda. Cuando la espada pasó sobre su cabeza, el ronin cercenó la pierna a su adversario, y con el mismo tajo le provocó una profunda herida en el torso al enemigo que le flanqueaba, arrojándolo al suelo. Todo en un solo giro.

El último samurái, algo más alejado, acercó su mano a la empuñadura, pero tras vacilar un instante se alejó corriendo del lugar.

Takeshi limpió la hoja con un golpe seco, envainó la espada y se colocó el sombrero mientras el único superviviente se agarraba el muñón de su pierna al tiempo que sollozaba.

Increíble. En un instante se había deshecho de tres enemigos con un movimiento de espada.

Habían perdido el factor sorpresa, e hicieran lo que hicieran el ronin ya estaría preparado. No tenían otra opción que actuar.

—¡No te muevas!

Para su desesperación, alguien ya había decidido: el más joven de los guardias, adelantándose a sus compañeros, se situó a la espalda del ronin, amenazándolo con su lanza.

Sin perder la compostura, Takeshi desplazó el asta hacia un lado con su codo derecho mientras se giraba para descargar otro golpe desde la vaina, destrozando la lanza, cercenando el protegido brazo del guardia y esparciendo fragmentos de serrín tras rozar la pared de la casa.

Jiro contempló absorto la desafiante postura del ronin, con la espada desenvainada mientras el brazo de su enemigo caía al suelo rodeado de esquirlas de metal, madera y sangre. El temerario joven quedó sentado entre el suelo y la pared, profiriendo alaridos que se mezclaban con los sollozos del anterior samurái mutilado. Un alto precio por su ansia de gloria.

Los gritos de los aldeanos que siguieron a la huida del ronin lo sacaron de su estupor. Había tomado la calle sur, la más estrecha.

—¡Cogedle! —gritó—. ¡Si escapa podéis daros por muertos!

Los guardias corrieron tras él desde todas direcciones, pero solo los dos que custodiaban la calle sur le hicieron frente para cortarle el paso.

Cuando las lanzas de sus enemigos se dispusieron a atravesarlo, Takeshi esquivó la embestida cruzándose al lado del guardia que tenía a su izquierda y, sosteniendo la espada con su mano derecha, le asestó un corte con el que le seccionó el cuello, arrojando salpicaduras de sangre sobre la madera de la casa. Retomando la katana con ambas manos, describió un arco descendente que el guardia a su derecha detuvo alzando el asta sobre su cabeza. El impacto consiguió que se tambaleara, permitiendo al ronin descargar otro golpe con el que le causó un profundo corte en el muslo, arrojándolo al suelo.

—¡Maldita sea! ¡Apartaos! —gritó Jiro, apenas elevando su voz por encima de los gritos que ahogaban el lugar.

Mientras los aldeanos que huían en dirección contraria le cortaran el paso, no conseguiría rodear a Takeshi. Si no llegaba a tiempo, los guardias que bloqueaban la calle se dirigían a una muerte segura.

El ronin continuó la huida cuando otros dos enemigos se dispusieron a cortarle el paso.

¿Pero qué…?

Un campesino chocó contra uno de los guardias, desconcertándolo por unos instantes. Lo suficiente para que no pudiera reaccionar mientras Takeshi desviaba la lanza de su compañero a un lado con la katana y, tras girarse sobre sí mismo, le asestara un mandoble con el que le perforó el peto a la altura del costado, lanzándolo contra la pared. La media sonrisa con la que el campesino retomó la huida confirmó sus peores sospechas. No se trataba de un accidente.

Describiendo un arco hacia su derecha, Takeshi descargó el siguiente ataque sobre el último guardia que, recuperado del choque, consiguió esquivarlo retrocediendo dos pasos. Al iniciar su contraataque, el ronin esquivó la carga desplazándose hacia el lado derecho, y con un tajo ascendente le provocó un corte en el rostro, sentándolo contra la pared al lado opuesto de su compañero.

—¡Apartaos! —gritaba uno de los jinetes mientras golpeaba con el dorso de su espada a los aterrorizados plebeyos que se interponían en su camino.

—¡Quitaos de en medio! —volvió a gritar Jiro mientras sus hombres empujaban con el asta de sus lanzas a los aldeanos.

Un solo jinete se interponía entre Takeshi y la salida.

El samurái cargó con su caballo al tiempo que tensaba su arco, mientras que el ronin permaneció inmóvil, sosteniendo la katana con ambas manos a la altura del pecho.

Cuando la flecha voló hacia él, Takeshi la desvió hacia un lado con un movimiento de hoja casi imperceptible y cargó contra el jinete, que había arrojado su arco al suelo y desenvainado la espada.

En el momento del cruce, Takeshi se desvió hacia el lado derecho evitando el ataque del samurái y golpeando los tobillos del caballo con el dorso de su hoja.

El animal aterrizó de golpe sobre sus rodillas, antes de perder el equilibrio y caer de costado, enviando a su jinete rodando por el suelo.

Jiro contuvo el aliento. Ya se encontraba próximo al lugar, pero cuatro de sus hombres yacían heridos o muertos. Debía confiar en que el resto consiguiera dar un rodeo a tiempo para cercarlo.

Vio a Takeshi acercarse al caballo caído, pero notando cómo su jinete intentaba incorporarse, el ronin cambió de rumbo para dirigirse hacia este. Alzando la espada sobre su cabeza con ambas manos, le asestó un golpe con el que le partió el cráneo, atravesando su yelmo, y provocando un estallido de sangre que aterrizó en su rostro.

La mirada del ronin se cruzó con la suya. Su sonrisa, puntuada por gotas carmesí que se deslizaban por su mentón, le hizo detenerse en seco. Takeshi no necesitaba matar a aquel samurái. De hecho perdió un tiempo precioso que podría haber usado para escapar. Lo había matado por placer.

Haciendo acopio de valor, retomó la persecución. Pronto estarían sobre él, pero contaba con el tiempo justo para escapar. Takeshi subió al caballo caído de su enemigo y consiguió levantarlo con un golpe de riendas.

Cuando se encontraban a meros pasos de su posición, el ronin emprendió la huida, sin ningún otro obstáculo frente a él. Los tres jinetes restantes salieron en persecución.

—¡No os quedéis parados! —gritó Jiro— ¡Id tras él!

Si Takeshi escapaba por la carretera principal les sería imposible alcanzarlo, pero si se adentraba en el bosque no podría explotar la velocidad de su caballo. Aunque se tratara de una posibilidad remota, nunca se perdonaría no haber hecho todo lo que estuviera en su mano.

A la salida de la aldea, advirtió una pequeña figura: un niño se había quedado paralizado por el terror cuando vio a los jinetes cabalgando en su dirección. Su padre corría hacia él agitando los brazos mientras gritaba para evitar que lo arrollaran.

Takeshi derribó al niño con el ímpetu de su avance y las monturas de los samuráis lo pisotearon sin desviarse de su objetivo.

Cuando alcanzó al desgarrado padre que abrazaba el cuerpo inerte de su hijo, Jiro advirtió sus enrojecidos ojos. Su mirada se perdía en la ola de polvo levantada por los jinetes.

No quería detenerse, pero debía hacer algo, aunque fuera un pequeño gesto, para evitar que la aldea se alzara en armas una vez más.

—Traeremos su cabeza. Cobraremos venganza.

El hombre lo miró con los ojos inyectados en sangre. Quería más de una, pero si al menos traía la de Takeshi quizá pudiera aplacar su sed de venganza.

Continuó la persecución. La polvareda se perdía en el bosque. Quizá pudiera alcanzarlo después de todo. De lo contrario, continuaría hasta desfallecer.

 

Habían llegado al corazón del bosque, poblado por una mezcla de cipreses, cedros y robles, pero el rastro de los caballos no parecía terminar. La dificultad de maniobrar con las lanzas les había obligado a caminar, y la empresa parecía más inútil a cada paso. Cuando llegaran, los samuráis ya habrían cazado a Takeshi o el ronin habría escapado.

Los murmullos de los guardias pronto se convertirían en protestas, pero se había prometido seguir el rastro hasta su destino. Si no querían seguirle, lo haría solo.

Reparó en uno de sus hombres, que se detuvo por completo antes de agacharse a recoger algo. Cuando volvió a erguirse le mostró el sombrero de Takeshi, atravesado por una flecha.

Antes de que pudiera sopesar lo que aquello significaba, el lejano relincho de un caballo los sacó de su apatía. Puede que su presa se encontrara más cerca de lo que pensaba.

—¡En círculo! —ordenó—.

Los diez guardias formaron un anillo a su alrededor, empuñando sus armas. La formación distaba de ser perfecta: los árboles no permitían el espacio suficiente para desplegar todas las lanzas al mismo tiempo, pero no quería cambiar a la espada hasta que su objetivo le forzara a ello. En cualquier caso, si Takeshi planeaba emboscarlos, estarían preparados.

El canto de los zorzales y carboneros que habían escuchado hasta aquel momento se detuvo. Jiro desvió su mirada hacia la copa de los árboles. No podía descartar que el ronin les sorprendiera saltando desde alguna rama.

—¡Avanzad! —ordenó—.

Atisbó la entrada a un claro, precedida de un reguero de sangre. Aunque se encontraba protegido por diez hombres, su estómago se anudó a modo de protesta, y el sudor de su frente traicionaba la seguridad que pretendía irradiar a los suyos.

Cuando entraron en el claro, los cuerpos de tres samuráis yacían en un lecho escarlata. Uno de los caballos permanecía en el lugar sin su jinete. Otro, alcanzado por flechas en uno de sus cuartos traseros y en el vientre, intentaba incorporarse, sin éxito. Junto a él se encontraba Takeshi, empuñando su enrojecida katana como si los hubiera estado esperando.

Su pie izquierdo se hallaba ligeramente levantado del suelo. A tenor de las magulladuras que mostraba en el torso tras su desgarrado kimono, debía haberse caído del caballo cuando las flechas lo alcanzaron, y ahora cojeaba.

No tendría otra oportunidad como aquella. En aquel claro podía desplegar a todos los lanceros, y la cojera del ronin le impediría huir.

—¡En formación!

Los guardias rompieron el círculo para crear una línea, hombro con hombro, apuntando sus lanzas hacia Takeshi, cuyo rostro dibujó una sonrisa. Debía estar loco si pensaba que sobreviviría a aquel ataque.

—¡Carg…!

Una punzada de dolor recorrió su brazo derecho, acompañada por una sucesión de zumbidos provenientes de todas direcciones. La formación se deshizo ante la incesante lluvia de proyectiles. Tres de sus hombres cayeron abatidos al intentar huir, mientras otro se retorcía en el suelo con una flecha clavada en el ojo.

Cuando se dispuso a dar la orden de retirada, una marea de gritos descendió sobre ellos.

—¡Lo quiero vivo! —gritó Takeshi.

Apenas pudo distinguir la figura de un guerrero enmascarado cargando hacia él cuando un golpe le hizo caer de bruces.

 

***

 

—¡Despierta!

Un golpe en el costado le hizo doblarse de dolor, pero su grito terminó ahogado en la mordaza que ahora cubría su boca. Cuando su borrosa mirada cobró nitidez, encontró sus manos atadas a una cuerda de la que un hombre comenzó a tirar para obligarle a ponerse en pie.

Su brazo derecho ardía, y aquel tirón solo agudizaba el dolor. Alguien había roto la base de la flecha, pero la punta permanecía en su lugar. Debía incorporarse antes de que le abriera la herida.

Cuando miró a su alrededor, lágrimas brotaron de sus ojos.

No esperaba ver a sus hombres con vida, pero la montaña de cuerpos decapitados hizo que sus muslos comenzaran a flaquear. Sus cabezas se hallaban en redes que varios ronin habían clamado como trofeos, colgándolas de la cintura o de sus sillas de montar. Una espesa niebla se cernía sobre el lugar, como si hubiera arrastrado a aquellos monstruos con ella.

Otro ronin se acercó al hombre que sostenía su cuerda, extendiendo el brazo para indicar que tomaba posesión del prisionero. Su guardián hizo ademán de protestar pero, notando su máscara, le entregó la cuerda. Tras retroceder dos pasos, decidió correr hacia la fila que comenzaba a formarse ante él, como si acabaran de perdonarle la vida.

—Vamos —ordenó el recién llegado.

Se trataba del guerrero que le había atacado en el claro. Tenía una complexión atlética, superaba una cabeza en altura a la mayoría de sus compañeros, y a su espalda portaba una nodachi, una espada más larga y ancha que la katana, y que requería ambas manos para esgrimirse.

Su máscara también le hacía destacar entre los demás. Al contrario que las portadas por otros ronin, ocultaba la totalidad de su rostro, y no solo desde la nariz hasta la barbilla. Jamás había visto diseño igual. Forjada en bronce, su boca elíptica y ojos almendrados proyectaban carencia de emociones en su portador. Algo en aquella máscara le provocaba escalofríos, pero no podía determinar qué.

Apenas notó la tensión de la cuerda cuando el hombre se dirigió hacia su caballo.

—Takeshi te quiere vivo.

Por más que lo pensaba, no conseguía entender por qué lo mantenían con vida. No contaba con información de utilidad, y si hubieran querido torturarlo por placer ya lo habrían hecho.

Rodeado y con un brazo herido, la resistencia resultaría inútil, salvo quizá para encontrar una muerte rápida que le librara de un destino aún peor. Pero no recurriría a ello. No dejaría que su hijo creciera sin su padre. Obedecería. Y cuando encontrara la forma de escapar, regresaría con Noriko.

Máscara de Bronce ató la cuerda a la silla de su caballo antes de montar, y avanzó hasta situarse a la izquierda de Takeshi. El líder de los Perros de Hachimán se encontraba ahora embutido en una armadura a la que le faltaba el yelmo. Colgadas a la red de su silla se encontraban las cabezas de dos de sus perseguidores.

Los ronin habían formado una delgada columna encabezada por un pequeño grupo de lanceros. Le seguían los jinetes y, tras estos, un grupo más numeroso de hombres a pie en la retaguardia. Debían ser unos cien en total, la cuarta parte de ellos montados.

El hombre que cabalgaba a la derecha de Takeshi parecía algo más joven que su líder. Vestía un kimono blanco, y a sus espaldas portaba dos exóticas espadas de hoja recta con borlas rojas en las empuñaduras.

Había escuchado los rumores, pero nunca los había creído. La Muerte Blanca. Sanjuro. Un renombrado espadachín que había salido victorioso en al menos una veintena de duelos, y que había fundido técnicas aprendidas en Sian Din con otras conocidas en Izumo para crear un estilo único. ¿Qué hacía aquel hombre entre aquellos canallas? ¿Qué había hecho Takeshi para comprar su lealtad?

Su curiosidad se disolvió cuando reparó en que los caballos se encontraban amordazados, y los guerreros comenzaban a encender antorchas ante la inminente caída de la noche. Aquellos hombres planeaban un ataque. La aldea. Tenía que avisarlos, pero se encontraba atado, herido y rodeado, como un alma arrastrada por una procesión demoníaca.

Ahora entendía por qué Takeshi lo mantenía con vida. Le obligarían a mirar.

 

Una treintena de lanceros se separó del resto de ronin. Pronto llegarían a las afueras de la aldea. Jiro volvió a mirar a su alrededor. Debía haber algo que pudiera utilizar para librarse de sus ataduras, pero incluso si encontraba una piedra afilada, llevaría demasiado tiempo.

Un jinete se abrió paso hasta alcanzar a Takeshi. Como el resto de ronin, portaba una armadura de placas lacadas, entralazadas con finos anillos metálicos, y un juego de katana y espada corta. Aunque había algo diferente en él. Ella. Pese a la cicatriz que le recorría la mejilla izquierda, su figura y facciones revelaban a una mujer.

Había visto otra junto a los lanceros que partieron a rodear la aldea, pero carente de espada o armadura, supuso que sería la mujer o amante de alguno de ellos. Ahora no estaba tan seguro. Ambas portaban la máscara en la parte posterior de la cabeza. Debía significar algo, pero quién sabe lo que pasaba por la mente de aquellos ronin. No esperaba encontrar mujeres armadas con aquellos asesinos, aunque todo era posible entre quienes no respetaban ley ni costumbre.

Tras susurrar algo a Takeshi, la mujer se situó tras él, posicionándose a la cabeza del resto de jinetes. Al reparar en su mirada, la mujer se llevó las manos a los ojos y fingió que se los arrancaba. Después cerró los puños, como si los estuviera aplastando.

Jiro desvió la mirada. No necesitaba que lo cegaran por una imaginada provocación. Debía concentrarse en encontrar la forma de escapar.

Los ronin se detuvieron cuando Takeshi alzó su brazo derecho. Habían llegado a las afueras de la aldea. Pronto desatarían un infierno si no hacía algo para avisar a los aldeanos.

Uno de los ayudantes de Takeshi se aproximó a Máscara de Bronce para comunicarle un mensaje. No tendría otra oportunidad.

Llevó sus manos a la espada corta que el ayudante portaba en el cinto y la desenvainó. Antes de que pudiera reaccionar, la hundió en su espalda, apenas atravesando una de las placas con la punta. El dolor que sacudió su brazo herido le había impedido una puñalada más efectiva, pero no buscaba matarlo. Quería su reacción.

El ayudante, apenas herido, desenvainó su katana y descargó un golpe que Jiro esquivó haciéndose a un lado, cortando en su lugar la cuerda que lo ataba a la silla.

Libre.

Esquivó un segundo golpe del ronin y se dispuso a correr cuando su visión se tornó negra antes de caer de bruces al suelo. Sangre manó de su cabeza.

—No deberías haber hecho eso.

Máscara de Bronce. Sus palabras no sonaban como una amenaza, sino como la reprimenda de un amigo frustrado.

El enmascarado lo levantó del cabello con la facilidad de quien sostiene un muñeco de trapo.

—Sanjuro. Tu turno —ordenó Takeshi.

Ante la furibunda mirada del hombre al que Jiro había agredido, Sanjuro se acercó mientras un ayudante le ataba la cuerda a la silla de su caballo.

—Dije que lo quería con vida.

Las palabras de Takeshi inmovilizaron al ronin que había cortado sus ataduras. Tras dudarlo un instante, dejó caer su katana y se postró de rodillas, antes de llevar sus manos al suelo e inclinar la cabeza hasta ellas. El cuchillo que le había clavado todavía sobresalía de su espalda.

A su alrededor los guerreros palidecieron.

Takeshi permaneció en silencio, sus ojos clavados en aquel subordinado, cuyo cuerpo comenzó a temblar. Cuando se acercó con su montura, el hombre apenas pudo reprimir un sollozo, mientras a su alrededor los demás contenían la respiración.

Ya a su lado, Takeshi se inclinó para dirigirse a él.

—Que no vuelva a suceder —susurró.

Sus hombres respiraron aliviados. Takeshi se alejó mientras el ronin alternaba disculpa y gratitud en continuas reverencias.

—Seguidme —indicó a Sanjuro y Máscara de Bronce.

Takeshi y sus dos hombres de confianza se hicieron a un lado, dejando el paso libre a la caballería, liderada por el único jinete armado con un arco, y la mujer que había amenazado con cegarle.

La caída había terminado por destrozarle el brazo, más hinchado de lo que jamás recordaba, pero al menos la sangre que manaba de su cabeza y ahora le cubría el ojo izquierdo se había detenido.

Tras la densa niebla apenas pudo avistar la aldea, iluminada por un puñado de luces. No debía contar con más de cuatro o cinco guardias. Quizá los tres arqueros que había solicitado al magistrado habían llegado en algún momento, pero poco podrían hacer contra un centenar de hombres.

Maldita mordaza. Si al menos pudiera gritar para advertirlos.

Un nuevo ronin marchó hasta la posición de Takeshi, hincando la rodilla y el puño antes de anunciar el mensaje.

—Los lanceros han llegado al sur de la aldea. Kazuya y Akira están en posición.

Takeshi asintió.

—Antorchas.

El mensajero recorrió la columna hasta llegar a la retaguardia, y los guerreros a pie entregaron sus antorchas a los jinetes que encabezaban la formación.

Takeshi desenvainó su espada y apuntó hacia la aldea.

No. Aquello no podía terminar así.

Al bajar la hoja, el suelo comenzó a temblar: los jinetes cargaron entre alaridos.

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