Un puente a Johore
PRÓLOGO
Singapur te atrapa. Una pequeña isla en el sureste de Asia que te fascina nada más llegar. A mí, como a tantos visitantes en los últimos cien años, consiguió envolverme desde la primera vez que tomé tierra en el aeropuerto de Changi. La visión inicial que tiene el viajero desde la ventanilla del avión es un mar de barcos en la espera del principal puerto de la región más estratégica para el comercio mundial. No hay nada parecido a Singapur, y esa singularidad es la que me conquistó primero, y más tarde me empujó a escribir este libro.
Pasear entre sus calles vencidas a la humedad del trópico es descubrir una ciudad donde se abrazan culturas tan dispares como la china, la malaya, la india, la japonesa y la occidental. En armonía, aunque no siempre haya sido así. La urbe de rascacielos que se presenta hoy tan orgullosa a los visitantes es otro de esos milagros en los que hace falta detenerse. Hace algo más de cien años, Singapur no era más que una ciénaga infesta, un refugio de piratas con apenas alguna aldea de pescadores paleolíticos en su costa norte. De aquella ciénaga a la deslumbrante megaciudad actual ha transcurrido apenas un siglo que arranca con la visión transformadora de Sir Stamford Raffles. Algo haría bien el único colonialista británico que conserva una estatua en el sudeste asiático.
Singapur es como su símbolo, el Merlion, un ser mitológico con cabeza de león y cuerpo de pez. La ciudad que ha sabido convertirse en un león desde sus inicios como una aldea de pescadores. Un crisol de pueblos que se han reinventado desde la ciénaga al puerto colonial británico, y desde su independencia a convertirse en un centro estratégico del comercio y las finanzas. Curioso cuando los singapurenses son un pueblo tan obsesionado por un futuro próspero como desinteresado por su herencia colonial.
De esta fascinación personal por una historia única e irrepetible surgió esta novela. Hay pocos momentos en la historia como los años cuarenta en Singapur, donde un imperio invencible, colosal como el británico colapsará en el intervalo de unos pocos meses frente al empuje japonés. Los tuan, los amos y señores coloniales de todas las vidas en la región, pasarán de sus vidas de lujo a un destino en campos de concentración japoneses.
Ese contraste entre una vida ociosa de lujo de gintonics en el hotel Raffles y adulterios, y la rápida derrota, el hambre y la desesperación es el mismo viaje personal por el que navegarán los protagonistas. El racismo de la élite colonial, el empuje de la comunidad china y la siempre difícil convivencia entre culturas marcan el signo de aquellos tiempos. Una sociedad que no tardará en pagar su desprecio y minusvaloración de los movimientos japoneses en la región. Unos pecados que creo no pueden ser exclusivamente juzgados desde nuestra mirada actual.
Si Somerset Maugham quiso convertir la realidad colonial de Asia en novela, yo he querido transformar esta novela en realidad. Mi homenaje personal a todos los que vivieron el desastre y el horror de una guerra sangrienta.
Antonio Tena
- ASCANIUS
Singapur es su destino. Hay islas que nos vienen dadas, aparecen en nuestro camino antes incluso de que hayamos echado a andar. Son a menudo islas pétreas, graníticas, donde nada cambió antes de nuestro paso, y nada cambiará tras nuestra marcha. Otras sin embargo aparecen ante nosotros de repente, asomando por sorpresa entre la neblina cuando nuestra travesía no nos conducía a ellas. Como si de noche, mientras el timonel dormía, algún duende burlón del destino hubiera cambiado el rumbo de la nave. Son ínsulas instantáneas, que a cada momento cambian de forma para no recuperar su apariencia anterior. Jamás volverán a la forma que tenían antes de que llegáramos. Y nunca retornaremos a ellas. Ínsulas difusas, que se devoran a sí mismas una y otra vez para parir una nueva realidad en un bucle infinito.
George Henry desconocía que en el sudeste asiático le esperaba ese magma cambiante. En realidad, sabía tan poco de la vida como cualquier recién graduado. A inicios de junio de 1940 había zarpado de Liverpool en el buque Ascanius, de la naviera Blue Funnel, con rumbo a la lejana isla de Singapur. Era su primer destino en el Servicio Colonial, tras culminar sus estudios de ingeniería civil y obtener plaza en la administración colonial británica. Viajaba ligero de equipaje. Algo de ropa, algunos libros, sus inseparables cuadernos de dibujos al carboncillo y mil dudas. Nada más. Dejaba poco en Inglaterra, nadie le despidió desde la dársena de Liverpool. Apenas miró hacia atrás mientras el Ascanius se alejaba del puerto. Era lo mejor. Frente a él, un comienzo de travesía en un mar plagado de submarinos alemanes.
Había podido elegir cualquier destino a lo largo y ancho del imperio. La decisión no le resultó fácil. África le producía un inmenso terror irracional. La negritud le provocaba un temeroso respeto. También las fieras africanas, como aquellos ciclópeos leones asesinos de la sabana, o las enormes serpientes, capaces de engullir un funcionario colonial en segundos. Todos esos peligros le causaban un enorme terror que hundía sus raíces en las lecturas de su niñez, allá en Irlanda, en los libros ilustrados que aún guardaba en su retina. Para una familia con hijos, Ciudad del Cabo podía haber sido un buen destino. Pero él carecía de cualquier atadura emocional, estaba solo en el mundo.
La India era un continente inconmensurable. Opinaba que la administración colonial británica había acabado por entregarse allí a una incompetencia extrema. Temía para él una existencia monótona y aburrida. Se veía a sí mismo amenazado por el peligro de acabar apoltronado en una caótica ciudad india, sin posibilidad de ascender en una brillante carrera del Servicio Colonial. Ceilán tampoco era un buen destino, siempre lo asociaría a las historias familiares sobre la muerte del tío Greg en circunstancias poco claras durante su servicio allí.
Hong Kong no le desagradaba en exceso, pero no había vacantes por cubrir. Malaya y Singapur eran unos grandes desconocidos para él, nunca habían atraído su atención. Nada en el sudeste de Asia le sugestionaba. Por las charlas preparatorias conocía el esfuerzo por modernizar aquellas posesiones, con un ingente presupuesto colonial en los últimos años. El imperio había conseguido vertebrar un mar de junglas como era la península malaya gracias a una moderna red de carreteras que permitían transportar de forma fácil y económica el caucho producido en innumerables plantaciones por todo el territorio peninsular hasta el puerto de Singapur. Caucho y estaño eran los dos grandes tesoros que manaban de aquellas tierras para gloria y riqueza del imperio. Aquí y allá se elevaban nuevos puentes que cruzaban anchos ríos, obstáculos insalvables para la técnica hasta apenas unos años. El febril desarrollo del comercio impulsaba más y más infraestructuras portuarias, mientras se extendían más campos de petróleo. Era una región donde todo estaba por hacer, y ése era el sueño de un nuevo ingeniero. Así que tomó la decisión de aceptar aquella vacante en Singapur por una mezcla de descartes, interés profesional y puro azar. Su esfuerzo llevaría la civilización hasta el último confín del imperio.
Apenas sabía sobre la isla lo que había leído en la guía que le proporcionaron en el Servicio. La ubicación geográfica tan privilegiada del puerto de Singapur. Si tomamos un mapa del mundo y pintamos una ruta marítima que una el cabo de Buena Esperanza con los mares de China, y a continuación una segunda que plasme la ruta de la India a Australia, Singapur emerge estratégicamente en su vértice. Sobre vivir allí, los periódicos llamaban a Singapur la ciudad de las esposas desesperadas. Podría ser verdad, sin entender si era bueno o malo.
La travesía comenzó sin sobresaltos, bordeando el África Occidental. El Mediterráneo ya no era un mar seguro para los mercantes ingleses desde el estallido de la guerra con Alemania, y sin el canal de Suez, la única ruta posible era la de volver a los pioneros, circunnavegando el África Occidental. La primera semana fue muy apacible, el buen tiempo ayudaba. Los pasajeros mataban el tiempo con juegos de mesa, y al atardecer, se reunían en grandes grupos para los juegos de cubierta. La segunda semana avistaron con gran alborozo su primer puerto de escala, Freetown, en Sierra Leona. Tras su amplio puerto natural, se recortaban las palmeras en el horizonte de la costa. Las ganas de tierra firme pronto se vieron defraudadas ante el caos encontrado. Una marabunta de vendedores, ventajistas y pordioseros. Unas infraestructuras precarias, improvisadas para dar servicio a todo aquel tráfico desviado por la guerra. El pasaje no tardó en desear abandonar aquel incómodo caos.
Tras cruzar el ecuador, sin ninguna ceremonia, continuaron su travesía, dirigiéndose a la próxima escala, en Sudáfrica, en Ciudad del Cabo. Hacía frío en pleno invierno austral. A diferencia de Freetown, Ciudad del Cabo es la civilización, un lugar donde el pasajero puede reponer fuerzas. Y a eso se dedicó George en la escala.
Tras zarpar de nuevo, comenzó a pasar más tiempo en su camarote. El viaje se le estaba haciendo cada vez más largo y tenía demasiado tiempo para hacerse preguntas. En su soledad pensaba que viajaba hacia Asia por vocación de ayuda a la sociedad. Más allá de la belleza en la construcción, de la técnica y el sometimiento de la orografía al servicio del imperio. Era convertirse en el hacedor de una obra que resultaría útil a muchos. Dejar su legado por el que generaciones recordarían al ingeniero Henry. También pesaba la tradición familiar, muchos de sus antepasados habían servido a la Corona. Procedía de una familia de irlandeses unionistas que habían prestado servicio en las colonias o en la administración de Irlanda antes de su independencia. No había nada más noble que la acción civilizadora.
En el Ascanius, ligero de equipaje, viajaba a Asia rumbo a la aventura de su vida, con pocas certezas pero ilusionado como nunca lo había estado antes. Más allá de las incertidumbres que les deparara el futuro, aquella travesía significaba una liberación para buena parte del pasaje. Decenas de niños correteaban por su cubierta. Matrimonios jugaban sonrientes al bridge. Resultaba fácil comprender la atmósfera de alivio generalizada entre los uniformados que compartían travesía con George. Para todos, civiles y militares, su billete al Lejano Oriente significaba dejar atrás la guerra en Inglaterra para afrontar un futuro en paz.
En una de sus visitas a cubierta conoció a un artillero que cojeaba de forma notable. No podía disimular su alegría. Herido en la campaña de Francia, antes de Dunkerque, salvando la vida casi por casualidad tras volar su batería por los aires. Singapur era en cambio como un retiro dorado para él. Disfrutar de su mujer e hijos sin ningún soldado enemigo en miles de millas a la redonda. Sin temer por la vida de sus hijos. Singapur era ese destino tranquilo de cervezas frías en las tardes de piscina.
Hacia la mitad de la travesía, habían recibido noticias de que las cosas se ponían peor en casa. Francia se había rendido finalmente a los nazis, y Gran Bretaña tenía ya al enemigo a sus puertas. Era cuestión de semanas que comenzaran los ataques sobre las ciudades. Lo que dejaba atrás no podía ser más triste, mirar hacia adelante le daba vértigo.
Pasaba el día leyendo novelas baratas, dibujando bocetos al carboncillo en aquellos cuadernos de notas que atiborraban su maleta. Cuando ni las novelas ni el carboncillo ocupaban su cabeza, eran los pensamientos sobre su futuro en la isla los que ocupaban su tiempo.
El Ascanius seguía su trayecto, carente de lujos, pero al menos disfrutaban de la limpieza y una amable tripulación. El alboroto diario en el buque era la confirmación de que sus ocupantes huían de una guerra para disfrutar de un destino mejor para todos en una tranquila isla tropical del sudeste asiático. Los pájaros escoltaban el buque al dirigirse a su escala en Bombay. El viaje continuó sin sobresalto hasta su destino final. A mediados de julio, tras poco más de seis semanas de travesía, los pasajeros divisaron el estrecho de Malaca, y en su prolongación, la tierra prometida. George había llegado a su nuevo hogar.
- PUERTO KEPPEL
El pasaje se asomaba aquella mañana desde la cubierta del Ascanius para contemplar las primeras vistas de Singapur. Les daba la bienvenida una isla con forma de diamante, de unos cuarenta kilómetros de longitud, por poco más de veinte de anchura. El primer encuentro con Singapur no es con una isla, sino con un mar de navíos que más parece una ciudad flotante que pretende ocultar al mar. Buques mercantes, de pasajeros, cañoneras, petroleros, cargueros con sus bodegas repletas de caucho y estaño. Y en la cercanía de la costa, embarcaciones tradicionales de vela malayas saludaban a los recién llegados. Algunas naves iniciaban travesía, otras realizaban esperas mientras el Ascanius llegaba a buen puerto desde Inglaterra. Los barcos más modernos mezclados con juncos chinos o pinas malayos en un perfecto caos. El Puerto Keppel los protege a todos del temible monzón del noreste.
Por sus muelles fluyen el arroz de Rangún y Saigón, sándalo y madera de jarrah desde Australia, tabaco y azúcar desde Java y Sumatra, pimienta de Sarawak, bueyes de Siam y ovejas de Nueva Zelanda. Y sobre toda mercancía, relucen las dos grandes joyas que habían amasado la gran riqueza de la isla. El caucho y el estaño fluían por las arterias de la península y se concentraban en aquel puerto antes de partir hacia cualquier rincón del mundo. Sus muelles tenían que dar de comer a una población que no paraba de crecer en una isla que apenas produce alimentos. Copra, especias de la India, café o harina de sagú eran descargadas a diario de las bodegas de los buques por formidables ejércitos de porteadores.
El puerto estallaba ya en bocinas y gritos. La tripulación del Ascanius trabajaba frenética en los preparativos del amarre. Apoyadas sobre la borda, familias enteras contemplaban curiosas su nuevo hogar. No serían más de las diez de la mañana, pero el trópico ya le explicaba que allí había venido a sudar. Al menos la brisa del mar ayudaba a paliar el sol de justicia, con un agradable viento fresco que no tardaría en echar de menos tras pisar tierra. Miles de operarios trabajaban a destajo por todo el puerto, cargando y descargando mercancías, en las maniobras de amarre, afanándose en trasladar montañas de equipaje. Un movimiento incesante de figuras en cada ángulo que alcanzaba su vista. Estaba a punto de desembarcar en medio de un hormiguero humano. Pintaba con su carboncillo un esbozo de la escena de bienvenida. Cuadrillas de tamiles acarreaban maletas como columnas de hormigas. Otros grupos de chinos descargaban fardos que descendían apresuradamente con grúas.
Desembarcó con paso rápido y decidido, algo mareado entre el hormiguero humano de los muelles. Le sorprendió la laboriosidad de aquella colmena de portadores tamiles, obreros chinos y de otras mil razas trabajando a destajo. Sin distinción, a todos aquellos desgraciados parias se les llamaba culis. Ponían el sudor para que la isla pudiera funcionar. La cola para los trámites de inmigración se le hizo eterna, pero finalmente, acompañado por un porteador tamil, llegó a la salida de la terminal marítima, donde un chófer malayo le esperaba con un gran cartel con su nombre. Un auxiliar del Servicio Colonial lo saludó al acercarse junto al chófer.
– Señor Henry, bienvenido a Singapur, permítame acompañarle hasta su acomodación temporal.
El porteador tamil cargó su escaso equipaje en el coche. Su destino era un pequeño hotel situado cerca del distrito administrativo. El caos del tráfico en la ciudad no desmerecía a la hora punta de Londres. Aunque el trayecto no era excesivamente largo, George tenía incesantes preguntas para el auxiliar, que respondía con monosílabos o evasivas. Lamento no poder decirle, lo desconozco, ya será informado. El ayudante miraba distraído sus zapatos mientras George estudiaba cada escena a través de la ventanilla del coche. Le agradaba la variedad de árboles tropicales, flores, buganvillas que escoltaban su paso a ambos lados de la calzada. Veía árboles por todos lados, amplios espacios verdes donde cuadrillas de tamiles se afanaban en cuidar el césped. Alguien había creado, más que una ciudad, un inmenso jardín botánico en el sureste de Asia. Se extendían amplias avenidas donde largas hileras de árboles angsana proporcionaban una agradable sombra a los transeúntes con sus largas y retorcidísimas ramas. Aquello no era el Londres gris, triste, que había dejado atrás bajo la amenaza de las bombas nazis.
Tardaría aún en hacerse una idea clara de aquella ciudad de reglas no escritas, donde distintas razas convivían, pero a la hora de dormir, cada cual partía a un barrio específico, cuidadosamente ordenado y segregado. La parte noble de la ciudad, el centro alrededor del que giraba todo, era el imponente centro administrativo, a los pies de Fort Canning, la colina desde donde el ejército protegía a sus ciudadanos por más de un siglo, y Governor’s House, la residencia oficial del gobernador, corazón del poder político. Grandes edificios de gobierno, la elegante catedral de San Andrés, las grandes galerías comerciales se elevaban orgullosas al norte del río Singapur. Allí trabajaban los europeos, George el último de ellos, mientras vivían más al interior, muchos en la zona de Tanglin, el barrio de moda donde se extendían modernos bungalós para las familias europeas. George se sumaba a los algo menos de diez mil europeos que vivían plácidamente en la isla.
Mientras, al sur del río, comenzaba Chinatown, la zona delimitada para la población china, sin mucho interés para un europeo prudente. Allí se fueron concentrando los distintos aluviones de inmigración llegada desde China hasta convertirlo en un distrito congestionado, insalubre, con la mayor parte de los cuatrocientos mil chinos que vivían en la isla. Más al norte del distrito europeo, entre Arab Street y Sultan, entre mezquitas y escuelas mahometanas, se concentraba la histórica población árabe. Vecinos a los árabes, pero quirúrgicamente segregados, se establecían en Kampong Glam el resto de pueblos musulmanes, entre los que destacaban javaneses, boyaneses o bugis, sesenta y cinco mil en el total de Singapur. Hacia el interior de la isla, encorsetada entre Serangoon Road y el hipódromo, residía la población india, unos cincuenta mil en toda la isla, en el colorido distrito conocido como Little India, con sus innumerables bazares donde reinaba el exótico olor de sus mil especias. Una armonía de distritos segregados, tal y como, con alguna desviación respecto al plan original, había diseñado más de cien años antes el fundador Stamford Raffles.
Llegados al hotel, el auxiliar se despidió distraídamente de George. El personal del hotel se encargaba ya de su equipaje. El auxiliar le instruyó, con la misma falta de interés que había mostrado hasta entonces:
– Mañana a las nueve de la mañana tendrá un coche esperando para trasladarle al Edificio Fullerton. En la entrada principal del edificio sabrán indicarle. Que pase un buen día.
En la habitación del hotel puso sus pertenencias en orden. No pudo hacer lo mismo con las ideas. Las maletas permanecerían cerradas hasta recibir una residencia definitiva. Se tumbó en la cama, estaba vestida con unas sábanas de un blanco refulgente, y miró fijamente el ventilador del techo. Estaba empapado en sudor. Al poco cayó en un sueño profundísimo. Pero no duraría mucho, convirtiéndose en otro apenas superficial, con un pie en la realidad y otro en el subconsciente. Comenzó a dar infinitas vueltas en la cama. Cada poco se sobresaltaba, sin saber muy bien dónde estaba.
– Maldito calor, maldita noche.
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