Visiones de Kioto: “Capítulo 1”

Capítulo 1

La muerte es una presencia propia.

En un lugar como ese, en el cual la muerte rondaba a diario, dicha presencia se sentía pesada. Emi lo notaba en cada respiración, una especie de olor desagradable que trataba de ocultarse bajo la suave fragancia de las flores, un dolor punzante que le comprimía el pecho y hacía que sus ojos ardiesen. Aunque seguramente se trataba de su madre.

Había evitado mirarla desde que había llegado, pero sabía que estaba allí, en ese pequeño ataúd, con el rostro pálido y los ojos cerrados para siempre.

La ceremonia sería sencilla, unas pocas de flores y la clásica velación antes de ir con ella al tanatorio. Todo estaba dispuesto para empezar; el incienso, las flores, las sillas… Decenas de sillas que daban una espantosa sensación de soledad.

La chica suspiró mientras dirigía una compasiva mirada a la foto de su madre, situada frente al ataúd, mirando hacia la sala. Las lágrimas luchaban por escapar mientras pedía perdón al alma de su madre por la ausencia de amigos y familiares, no todos podían acudir al otsuya9.

Finalmente, el crujido de la puerta llamó su atención.

Emi se giró con rapidez y el corazón acelerado hacia su izquierda, esperando ver al monje emerger de la puerta que se hallaba tras ella. Para su sorpresa, esta no se movió.

El frío aire del exterior hizo que la ceniza del incienso ya quemado se alzase por unos instantes. Confundida, la chica dirigió su atención a la puerta principal, por la que no esperaba ver entrar a nadie. Una pareja de ancianos comenzó a adentrarse en la sala.

Iban tomados de la mano y sus temblorosas piernas los condujeron con lentitud hasta la primera fila, donde se sentaron sin vacilación. Los ojos de la chica no se despegaron de ellos mientras la pareja (convenientemente vestida de negro) se acomodaba en sus asientos.

Sus abuelos le dirigieron una sonrisa triste que luego trasladaron al ataúd de su madre e intercambiaron un par de palabras que Emi no llegó a oír, aunque dedujo que hablaban de la decoración.

Sabía quiénes eran puesto que se habían puesto en contacto con ella apenas unos días antes, pero no esperaba que acudiesen al otsuya9. Había perdido el contacto con ellos hasta que, al poco de fallecer su madre, le mandaron una carta informando de que serían sus nuevos tutores y que se harían cargo de los gastos del funeral.

No recordaba sus rostros, ni haber estado con ellos antes, pero sabía de quiénes se trataba, ¿quién si no?

Entonces, un nuevo crujido llamó la atención de todos los presentes; el monje había llegado. Emi se apresuró a sentarse en la misma fila que sus abuelos para recibir al hombre.

Era bajo y completamente calvo, llevaba una enorme túnica de color negro adornada con una banda de flores que le hizo recordar a un obi8. Agarró con ambas manos una especie de colgante hecho con enormes cuentas de color marrón y ejecutó una reverencia en su dirección que los tres devolvieron. Luego ejecutó la misma reverencia en dirección al muerto y, finalmente, se colocó frente al altar.

La chica volvió a levantarse para situarse junto a la mesa donde se habían depositado las cenizas en honor al difunto. Su abuelo fue el primero en acercarse.

Emi aprovechó para observar con atención a su nuevo tutor; era bajo (aunque seguramente se debía a que estaba encorvado por la edad) y su arrugada piel mostraba un suave tono bronceado. Llevaba un elegante traje negro que parecía quedarle varias tallas grande y el pelo (completamente blanco) cortado a la perfección.

Caminó con lentitud hasta situarse frente a ella y la saludó con una profunda reverencia con la que la chica le vio una pequeña calva en la cabeza, gesto que ella devolvió antes de observar cómo se aproximaba a las cenizas y, con manos temblorosas, las alzaba hasta su frente para luego volver a depositarlas en la mesa.

Las oraciones del monje llenaron la sala mientras el hombre se sentaba y la mujer repetía el proceso. De nuevo, la chica se fijó en su aspecto, que era prácticamente igual al de su abuelo; baja estatura, postura encorvada, piel morena surcada de profundas arrugas, pelo blanco como la nieve y un elegante traje oscuro de una talla superior. Sin embargo, la mujer poseía algo que su marido no; un extraño brillo en la mirada.

Emi sintió cómo su piel se erizaba ante la presencia de esa mirada, oscura y salvaje. Observó con horror el modo en que la mujer se acercaba a la mesa y aproximaba las cenizas a su rostro mientras sus ojos se giraban en su dirección.

Sus labios se curvaron mientras tomaba las cenizas y, por un instante, sus ojos parecieron cambiar de color para mostrar un intenso tono rojo.

La chica se sintió palidecer mientras observaba cómo la mujer depositaba las cenizas en su boca antes de comerlas.

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