Vivir en un país de Jamón
Cuando era pequeña, creía que era inglesa. No es que admirase a los ingleses sino que pensaba que yo era de Inglaterra. Estaba tan convencida que no pude consultar a nadie porque yo nací en Kanagawa (ni siquiera Tokio, es la prefectura situada al lado de Tokio), crecí en Kanagawa y mis padres son 100% japoneses, no hablan ni inglés ni español ni chino y ni les interesa lo que sucede fuera de Japón. Así que, definitivamente soy japonesa.
Era una mañana de otoño hace más de 20 años. Estaba repitiendo la rutina antes de ir al colegio, me puse el uniforme, desayuné, me arreglé el pelo más o menos y en el momento de cruzar el salón y pasar delante de la televisión me paré.
Los dos dulces ojos azules me miraron a través de la pantalla—fue un flechazo.
El dueño de los ojos era Daniel Radcliffe. Fue entrevistado en un programa japonés para la promoción de Harry Potter y la Piedra Filosofal. Desde entonces, no paraba de pensar en él todo el tiempo. No podía creer que un humano tan guapo podía existir en este mundo. Empecé a conocerlo poco a poco. Le habían cambiado el color de sus ojos debido a las exigencias de su personaje en la película; Daniel nació el mismo año que yo, en 1989, Daniel era hijo único como yo (qué casualidades, ¿no?) y Daniel era de Inglaterra. El chico de mi primer amor de verdad era un inglés.
Sí que había leído los libros de “Harry Potter” y estaba bastante enganchada, creo. Pero honestamente, me daba igual que esta autora fuera de Francia o Italia o Inglaterra. En aquel momento, yo seguía a los ídolos japoneses típicos (era fanática de un duo que se llamaba Kinki Kids), veía series japonesas como los demás. Aunque ya estudiaba inglés en el colegio, mi madre además me mandaba a clases extra de inglés pero tenía cero interés. Fue una verdadera tortura para mí. Entonces no me extraña que nunca llegara a un buen nivel después de tantas horas de clases.
Llevaba esta vida hasta que conocí al chico de los ojos azules. Y él me abrió un mundo.
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Seguí leyendo “Harry Potter” cada vez que salía el último libro y absorbía este mundo de fantasía. Pero la novela ya no fue solo para mí una fantasía que trataba de una escuela de magia. Fue un lugar donde sentía la existencia de mi querido Daniel Radcliffe. Sentía como si estuviera en la misma aula practicando Expecto patronum, bebiera butterbeer juntos en el frío, y compartiera el mejor momento de la navidad en Hogwarts.
La obsesión creció cada día más dentro de aquella chica de 12 años: «quiero casarme con Daniel a toda costa. Pero es inglés y soy japonesa. No podemos comunicarnos propiamente. ¿Quizá podamos entendernos con los gestos? Pero en primer lugar, ¿cómo puedo acercarme a él?» . Le di muchas vueltas en mi pequeña cabeza y al final llegué a una conclusión: Daniel Radcliffe no solo vive en la otra parte del mundo, sino que además también somos de mundos diferentes. Así que era mejor cambiar mi objetivo: buscar a “mi Daniel”, o sea casarme con un inglés. Porque, obviamente, sería imposible estar con alguien tan famoso.
Bajé el nivel bastante, pero igualmente quedaba el tema del idioma. De hecho, llegué a la conclusión de que todo se solucionaría si podía encontrar a algún inglés que hablara japonés. Porque me pareció este sueño inalcanzable. Obviamente, era (y tal vez todavía lo soy) demasiado vaga para ponerme a estudiar, pero mi madre (me estaba observando seguramente) era más lista que yo y un día me dio un «consejo» para casarme con un inglés:
—Si quieres casarte con un inglés, tendrás que hablar ese idioma. Además, no quieres estar con un chico sin trabajo o alcohólico, ¿verdad? Tienes que encontrar a alguien “bueno”. Y para conseguirlo, en primer lugar tienes que estudiar. Así que, estudia.
Pensé un rato.
Pues, tienes razón, madre. Ella convenció a su hija sin problema. Así empecé a estudiar frenéticamente y también empecé a vivir en un mundo de fantasía.
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Echando la vista atrás, me faltaban un montón de tornillos en aquella época. Como la clase de inglés a la que me obligaba mi madre a ir era solo de gramática, comencé otra clase de conversación con nativos para poder comunicarme con mi futuro marido. Me tomé las molestias de ir a clases los fines de semana, hasta las navidades. Hice los exámenes oficiales para obtener los certificados. Viviendo en mi mundo, estaba feliz. Bastante. Buscaba DVDs en la biblioteca del instituto (acabé el colegio justo después de enamorarme de Daniel Radcliffe) y los veía en casa casi cada día soñando con Inglaterra. Leía novelas inglesas (y americanas). Cuando leí Cumbres Borrascosas, sentí que estaba en Yorkshire y pude visualizar con claridad la naturaleza seca, el viento soplando bruscamente. Sentí admiración por Cathrine cuando gritó “yo soy Heathcliff”. Deseé a mi Heathcliff. En otras palabras, mi inglés que “tengo constantemente en mi pensamiento, aunque no siempre como una cosa agradable”. Escuchaba The Carpenters (imagino que no había tantas diferencias entre la cultura americana e inglesa para mi) y sentía melancolía, veía los paisajes de los campos de Inglaterra en las revistas y en unos cuantos programas de televisión y sentía nostalgia. No puedo explicar cómo funcionaba mi cabeza en aquel momento, pero mi teoría era la siguiente:
«Cada vez que veo los paisajes de Inglaterra, siento morriña aunque nunca he estado allí. ¿Por qué? Es inexplicable. A lo mejor debería haber nacido en Inglaterra y otra chica inglesa, en Japón. Seguramente, hubo un error. Quizá…Seguro».
Estaba muy preocupada después de que se me ocurriera esta historia tan rocambolesca y lo peor es que no podía contársela ni a mis amigos ni a mis padres porque no me tomarían demasiado en serio. Y decidí secretamente, pasara lo que pasara, que tenía que volver a mi patria.
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Ahora, recordando estas tonterías, estoy alucinando porque esta época “yo soy inglesa nacida en Japón por error” duró desde los 12 años hasta los 18. Me gustaría mencionar que sí que tenía amigos en el colegio y en el instituto, y me llevaba bien con los profesores también. Me volví un poco loca y eso que, afortunadamente, no me había ocurrido ninguna tragedia que me traumatizara. Pero aún así, vivía en mi burbuja. Mi ídolo era Audrey Hepburn (intenté vestirme como ella y fue un desastre), mi marido ideal era Hugh Grant (impensable ahora), y mi libro favorito era “P.S. I Love You” de Cecelia Ahern ( lo leí en mi legua materna, inglés, por supuesto).
Hasta que cumplí 18 años. Mi visión del mundo fue más allá de Inglaterra, pero nunca perdí mi decisión de volver a «mi país». Y en ese momento, surgió un “problemilla”: la elección de universidades. Quiero vivir allí después del instituto, pero ¿cómo? Sabía que mis padres no me financiarían mis estudios en Inglaterra, aunque llorara y gritara, pero se lo pregunté a mi madre sin expectativas por si a caso y me rechazó en un segundo. Me quedé sin esperanza porque no podía esperar más, ya había sufrido 6 años en Japón. No recuerdo bien exactamente ni cómo encontré la solución. Tal vez, fue un profesor que me dijo:
—Hay una facultad que obliga a estudiar un año en el extranjero.
Muy bien, quiero estudiar en esta facultad. Y surgió otro “problemilla”. Esta facultad era la Universidad de Waseda (que era una de las mejores según los rankings. No sé si son fiables o no pero son los criterios para etiquetar de “buena” o “mala” una universidad en Japón y suele ser más difícil entrar que graduarse).
Sí que estudiaba y siempre sacaba buenas notas en el instituto para casarme con un buen inglés, pero esto solamente en un pequeño instituto de pueblo. Por eso me pareció imposible, pero no me quedaba otra opción y mi madre se comprometió a que me ayudaría para que pudiera estudiar en Inglaterra siempre y cuando pudiera ir a Waseda (seguro que ella pensaba que no me aceptarían). Y finalmente sí que me aceptaron (milagrosamente). Podía volver a mi país después de tantos años soñando y deseándolo.
Y me desperté. La magia desapareció de golpe: no soy inglesa, soy japonesa. Entré en la universidad, que está en el centro de Tokio, empecé a disfrutar de la vida como una «adulta» y ya no quise irme a ningún lugar.
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La realidad es cruel. En el segundo año de la carrera, tuve que estudiar fuera de Japón como había deseado y planeado antes. Como ya no tenía ganas de salir de la isla y recuerdo que le pregunté a un amigo mayor que qué era mejor para estar un año: Inglaterra o España. Sí, España. ¿A qué viene eso de repente? Normalmente, los estudiantes de universidad participan en algún club de actividad y yo estaba en uno de flamenco. Por eso, se me ocurrió la idea de España, supongo. Este amigo me dio un consejo increíblemente inútil:
—Imagínate que estás en Inglaterra: se come fatal, todo es caro, hace mal tiempo siempre. Además mis amigos que fueron ahí estudiaban muchísimo. En cambio, la gente que estuvo en Salamanca no estudiaba tanto, siempre viajaba, fiestas y me pareció súper divertido. Y claro, se come bien, hay sol y playa.
Gracias. Me voy a Salamanca.
Tenía clase de español en la universidad pero mi nivel era “Hola, encantada ¿qué tal?”. Si no me equivoco, Waseda estaba vinculada a la Universidad de Barcelona y la Universidad de Granada también. Pero los que eligieron España que no hablaban español no tuvieron opción: todos a Salamanca. Si hubiera mirado Salamanca por internet, me habría informado fácilmente de que hace un frío que te mueres en invierno y no hay ninguna playa en Salamanca.
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Ahora entiendo la belleza de Salamanca. Pero para una chica de 20 años que estaba disfrutando la vida a lo máximo en una gran ciudad, vivir en un pueblo Patrimonio de la Humanidad era bastante sofocante.
No me gustó el jamón de bellota. Tenía un olor demasiado animal porque solo había probado «jamón» japonés. Tampoco estaba acostumbrada a que muchos ciudadanos se vistieran casi igual. Porque todo el mundo iba a la calle principal (pero pequeña) e iba de compras a las tiendas de Inditex o H&M. Como no había tantas opciones, era inevitable encontrar a la gente con la misma ropa (se notaba que España era el imperio de Amancio Ortega).
Pero para mí, lo peor era la vida nocturna. En Japón, cuando los estudiantes dicen “vamos a tomar algo”, se entienden así en general: quedamos sobre las seis o siete en Izakaya (el bar típico japonés) para cenar y beber, y si queremos más, vamos a otro Izakaya (continuamos comiendo, bebiendo y hablando). O quizá es posible que vayamos a un karaoke hasta el primer tren de la mañana siguiente. “Tomar algo” se refiere a “cenar” y “beber”ahí. Por otra parte, las dos actividades no suelen combinarse en España.
En primer lugar, muchos españoles comen tarde, sobre las dos y por eso cenan más tarde inevitablemente, alrededor de las nueve. Por lo tanto, si quedas con amigos por la noche, será como mínimo a las nueve y si simplemente quieres «beber», quedarás entre las diez y las once. Existen restaurantes estudiantiles (por supuesto no como los izakaya), pero la gente joven acaba yendo a un discobar donde ponen música a todo volumen. Si todavía estás vivo, seguirás en una discoteca bailando. O puedes hacer botellón para llenarte suficientemente de alcohol antes de salir del corazón de la ciudad.
Hay discotecas en Tokio, pero estoy segura de que no todo el mundo lo hace de la misma manera que se hace en España porque aquí la gente improvisa. Me pasó muchas veces que unos desconocidos estaban mezclados con mi grupo cuando salía por la noche. Mis amigos llamaron a sus amigos o encontraron a nuestros amigos por la calle por casualidad (al fin y al cabo es una ciudad pequeña) y cuando me di cuenta, éramos más de diez personas aunque empezáramos siendo cinco personas, por ejemplo. Cuando lo pienso ahora, estoy agradecida de haber tenido muchas oportunidades de conocer a multiples personas tan fácilmente. Pero en aquella época no me gustó eso.
Hoy en día, como he cumplido treinta y tantos ya, y además vivo en Barcelona, pocas veces me encuentro en una situación parecida, pero aun así, a veces acabo bebiendo un sinfín de copas de cerveza con desconocidos que invitaron mis amigos.
Lo más sorprendente fue cuando visité a un amigo en Mallorca y me llevó a una reunión de compañeros de primaria que no había visto en casi en siete años. Además llegaron, como siempre aquí, otras dos personas que no eran del mismo círculo. No puedo imaginarme llevando a un español a una pequeña reunión con mis amigas de la escuela, por mucha confianza que tenga con él.
En cualquier caso, el estilo de quedar en España es más relajado que en Japón. De vez en cuando, los españoles me preguntan con sorpresa: “¿No es posible para un japonés quedar con alguien con menos de dos semanas de antelación?” Ciertamente es así. De hecho, cuando contacté a una amiga por primera vez en mucho tiempo, ella me dijo que estaba disponible tres semanas. Aquí no puedo imaginar que «hago una reserva» en tres semanas solo para comer con amigos . Me parece que es inútil hacerlo porque nadie recuerda un plan tan a largo plazo. Así que aprendí a no planificar ninguna cita con más de una semana de antelación, a menos que sea un evento especial.
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Durante los primeros tres meses después de llegar a Salamanca, viví con españoles en una residencia, donde había unos diez estudiantes japoneses de la misma universidad. Sin embargo, no pude hacer ningún amigo español. Luego compartí un piso con dos chicas francesas, una coreana y una española.
Hablando de compartir piso, las casas compartidas se han generalizado en Japón estos últimos años, pero en España es normal que no solo los estudiantes sino también las personas que ya tienen un trabajo lo hagan. En Japón, me da la impresión de que lo hacen para crear networking, pero aquí hay pocas opciones para vivir solo, y el alquiler es demasiado alto.
Hubo una época en la que alquilé un edificio compartido en Tokio donde vivían casi 100 personas (lo elegí para ahorrar dinero). Pero me sentí abrumada por las estrictas reglas y el alquiler tan alto porque pagaba casi 100.000 yenes (770 euros) por un espacio de 10㎡ (baño y ducha compartidos), a pesar de que incluía los gastos básicos.
Tuve un choque cultural dentro de mi propia cultura. Una vez, como no quería entrar a mi habitación con los zapatos de la calle, los dejé en el pasillo delante de mi habitación, y me los confiscaron (había una regla que prohibía dejar los objetos personales en el pasillo), y tuve que pagar 3000 yenes (23 euros) para recuperarlos. Barajé otras opciones para compartir y una de ellas era una casa en la que vivían treinta personas. Pues bien, había una regla que decía que solo se podían traer miembros de la familia (eso significaba que perdías oportunidades para ligar mientras vivieras en esa casa).
Los pisos compartidos en Japón están gestionados por empresas mientras que en España los propietarios alquilan directamente o intervienen inmobiliarias, por lo que existe la misma libertad que una casa normal. De todas maneras, nunca he oído hablar de un edificio compartido en el que puedan vivir hasta 100 personas.
La vida en este piso en Salamanca no fue tan caótica como se veía en la película Una casa de locos. Pero viviendo con ellas, haciendo amigos poco a poco, saliendo a tomar algo por la noche y viajando por Europa, me acabó gustando el jamón verdadero y hasta el vino de un euro del supermercado me parecía “delicioso”. Sin embargo, mi época de estudiante en el extranjero terminó cuando comenzaba a ser divertido. Regresé a Japón. Realmente, otra vez, la vida es dura.
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Aquel año en España cambió mi vida completamente, aunque no había sido mi deseo inicial estudiar en Salamanca. Después de todo esto, no pude renunciar a mi anhelo de vivir en el extranjero (en España esta vez). Finalmente, me gradué en la universidad y conseguí un trabajo en Japón, pero cuando Japón y España comenzaron el programa del Working Holiday Visa en 2017, lo solicité sin dudarlo.
Entonces, sigo viviendo en Barcelona. Durante el primer año, no iba a la escuela ni trabajaba, así que cuando tenía la oportunidad, enseñaba japonés porque quería hablar con alguien. Algunos de mis alumnos eran como yo antes de venir a Salamanca.
Ignasi, un estudiante de unos 40 años, dijo que sentía “nostalgia” cuando aterrizó por primera vez en el aeropuerto de Tokio hace años. Nacido y criado en Barcelona, no tenía ninguna conexión con Japón. Sigue viviendo aquí, pero hace unos años se casó con una japonesa y tienen una hija ahora. También hubo un estudiante universitario que me confesó que quería una novia japonesa. También era de Barcelona, pero admiraba Japón desde pequeño y me eligió como profesora porque pensó que podría conocer a mis amigos japoneses.
Cuando escuché su historia sobre querer ir a Japón y querer una novia japonesa, me acordé de la gente llamada “gaijin hunter”. Fue un amigo mallorquín que llevaba en Tokio casi siete años y él que me enseñó esta expresión. Así como a los “turistas extranjeros” se les llama irónicamente “guiri” en español, también existe la palabra “gaijin” en japonés. En el caso de “gaijin“, no solo a los viajeros, sino también a los residentes internacionales, por lo que el rango de significado puede ser un poco más amplio. Como su nombre indica, ellos son japoneses que intentan tener novios extranjeros. También aprendí el término “gaijin bonos” en la empresa japonesa en la que trabajaba. En otras palabras, siendo un extranjero tienes más ventajas que los japoneses; se les elogia y además pueden decir lo que quieran (los empleados jóvenes no suelen tener ni voz ni voto a menos que sean muy buenos en la empresa o tengan el coraje de hablar) o se les permiten hacer cosas triviales que los empleados japoneses nunca harían (vestirse con ropa llamativa o rechazar un after work, por ejemplo). En aquel momento, esa empresa se promocionaba como “global”, pero la mayoría de los empleados eran hombres japoneses. No llegaba al nivel global. Al contrario, tenía una cultura súper machista.
Por otra parte, las personas birraciales se llaman “half (mitad)” y los famosos birraciales que se llaman “half talento” son muy populares en general. Aquí en España, “la gente que viene del extranjero” y “half” no son raros porque es un país donde la gente puede moverse libremente dentro de la UE. No solo hay europeos sino también hay muchos latinoamericanos y es normal que algunos tengan dos nacionalidades. Me produce una cierta envidia el ser un objeto de “caza” o ser tratado especialmente como pasa en Japón con los extranjeros.
Considerando todo esto, creo que mi ex alumno que quería una novia japonesa tendrá éxito ahí en el futuro. Porque era alto (es un punto positivo en Japón), atractivo y era extrovertido además. Espero que no abandone su sueño como yo hice antes y pueda encontrar a una persona maravillosa sin que sea atrapado por una gaijin hunter.
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Diciembre de 2009, me iba a morir de frío en Salamanca. Fue el año que pisé Londres por primera vez en mi vida. Viajé con una amiga japonesa que estudiaba en Irlanda para pasar el fin de año. Aunque era consciente de que no era inglesa y que estaba bastante sobria, estaba a punto de llorar cuando subí en un Duble-decker bus o cuando miré desde abajo el Big Ben. Al final, me emocioné por los fuegos artificiales que se lanzaron por el London Eye para celebrar aquel 2010 que acaba de empezar. Y por supuesto, me quedé de piedra comiendo en un restaurante italiano a medianoche una pasta insípida. Conocí Inglaterra de verdad finalmente.
Estaba emocionada, pero sentí que echaba algo de menos. No sabía si fue por culpa del viaje sin muchos recursos de una pobre estudiante o porque había tenido demasiadas expectativas en mi cabeza. Igualmente, esa Inglaterra no fue “mi” Inglaterra. “Mi” Inglaterra eran las canciones de The Carpenters, The Beatles y Mariah Carey que sonaban desde mi CD walkman o aquellas fotos de revista que mostraban los paisajes de Yorkshire desde mi pequeña habitación los domingos por la tarde o un sinfín de fotogramas—Roman Holiday, Breakfast at Tiffany’s, Love Actually y Dead Poet Society o eran los días que leía Harry Potter, Cumbres Borrascas y El Señor de los Anillos, perdiéndome en el tiempo y en el espacio, o eran los momentos que estudiaba inglés durante las navidades.
Han pasado ya más de diez años desde que me desperté del sueño. No he tenido nunca ningún novio inglés hasta ahora. Lo tendré algún día o no lo tendré nunca.
Pero en otro sentido, tal vez la magia de Harry Potter (o de Daniel) no había acabado cuando tenía 18 años. Después de terminar la universidad, me incorporé a una gran empresa japonesa de importación y exportación sin pensarlo mucho, simplemente porque tenía que conseguir un trabajo. Sin embargo, no pude soportar el ambiente asfixiante y el contenido aburrido del trabajo y dejé la empresa en dos años.
Y empecé para la revista que me gustaba porque me contrataron como editora a pesar de que no tenía experiencia. Había pensado vagamente en trabajar en el mundo de la editorial cuando era estudiante universitaria, pero había renunciado a ello sin siquiera solicitarlo porque sabía que era un campo demasiado estrecho. Así que cuando me ofrecieron este trabajo, me sentí como si estuviera en la cima del mundo porque ni siquiera sabía escribir bien en aquel momento.
Pero los años siguientes fueron infernales por la carga de trabajo y la presión, combinadas con mi falta de habilidades y conocimientos. Fue tan duro que había veces que llegaba a casa a media noche, veía Ally McBeal como apoyo emocional, me bebía una botella de vino sola y me quedaba dormida boca abajo en mi cama. También hubo una época en que deslizar repetidamente en Tinder para generar un gran número de match sin la intención de quedar en un taxi en la media noche (o incluso ya de madrugada) era mi afición.
El redactor jefe no paraba de gritarme, y yo seguía pensando que no servía para este trabajo, que no era más que un ladrón de sueldos, y seguía cayendo hasta el fondo y maldiciendo en mi corazón: «Voy a dejar este trabajo», unas 100 millones de veces o más.
Pero aun así, no me rendí, tal vez porque encontré un poco de alegría en trabajar juntos para crear una obra de revista desde cero. Y tal vez fuera porque, incluso en aquella época, me alegraba trabajar rodeado de pilas y pilas de libros y revistas.
Cuando era una niña, probablemente todavía viviendo en el mundo de Harry Potter, uno de los adultos me preguntó qué quería hacer en el futuro. Recuerdo haber respondido:
—Quiero trabajar rodeada de papel.
Sinceramente, no sé lo que significaba, pero intuyo que quería decir «quiero trabajar en la industria editorial» en lenguaje adulto.
En todo caso, ahora solo puedo decir que tengo envidia de “yo” apasionado que antes no dudaba en realizar sus sueños y a la vez le estoy agradecida porque sin aquel impulso juvenil ahora no estaría aquí. Y por supuesto, me gustaría dar las gracias con todo mi corazón a mi Daniel y J.K. Rowling.
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