Yamanote 6: Los amantes
JY06. UGUISUDANI: LOS AMANTES
Se juraron amor eterno. Eran muy jóvenes, estudiaban en un instituto de Tokio. Entonces enviaron al padre de él a Okinawa y tuvo que mudarse con su familia. Aún así prometieron hablar todos los días. Después de varios meses, como ambos estaban cada vez más ocupados con los estudios, cambiaron la frecuencia a una vez por semana. No había pasado un año cuando se empezó a notar que iban creciendo por separado. Comenzaron a ocultarse cosas. Finalmente las llamadas se convirtieron en una obligación, hasta que se distanciaron y se fueron olvidando el uno del otro. Aparecieron nuevos intereses, nuevos amigos, nuevos amores.
Años después, al padre de él le reasignaron a la oficina de Tokio, ahora como jefe. Así que regresaron. Él se casó y ella también, por separado. No supieron nada el uno del otro hasta que se encontraron en Tinder, ya superados los treinta. Sus matrimonios habían fracasado. Seguían con ellos porque cada uno tenía un hijo, así que el fracaso era mucho mayor.
Se hicieron amantes. Iban a menudo a los hoteles del amor de la estación de Uguisudani, prácticamente una vez por semana. Alguna vez fueron a las zonas de Shibuya o Ikebukuro, también prolijas en ese tipo de establecimientos. Pero ellos preferían Uguisudani. Adquirieron la costumbre de ir a un Doutor después de follar, a última hora de la tarde, justo antes de regresar a sus respectivos hogares. Por supuesto que podrían haber ido a una cafetería más cara, ambos podían permitírselo, pero les gustaba el paisaje que se veía desde las ventanas del Doutor. En lugar de mirar hacia la típica decoración impersonal propia de la franquicia – fotos de tazas de café enmarcadas y macetas con plantas de plástico – , se sentaban uno junto al otro a observar la vida que bullía en el exterior. Las grandes cristaleras daban a una calle concurrida que nacía en una avenida grande y moría en la estación. Mirando a la derecha podían ver la parte superior de los trenes en circulación sobresalir por encima de las máquinas de venta de billetes. Era una estación antigua y no tenía techo. Al frente había una tienda de kebabs. “El kebab de Adid”. El rostro sonriente de Adid pintado en la pared decía “¡hola!” en un bocadillo de cómic. Si había que creer el slogan escrito sobre un kebab y un shawarma con ojos, boca, brazos y piernas, se trataba del kebab más delicioso de Japón. Nunca lo probaron; no querían romper la ilusión. A la izquierda había un Don Quijote, con su mascota pingüino dando la bienvenida a los clientes desde la fachada.
Siguieron viéndose durante diez años. Ella se divorció. Él no. Entonces a él le ofrecieron un puesto de jefe en las oficinas de Hokkaido. Se mudó; con su familia, por supuesto.
Muchos comercios en Japón tienen una vida corta. La apariencia de las calles cambia constantemente. La última vez que se vieron, el kebab ya no existía. Adid se había largado de Uguisudani – el pingüino de Don Quijote seguía allí –.
Los trenes continuaban pasando.
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