Yamanote 7: La chica del karaage

JY07. NIPPORI. LA CHICA DEL KARAAGE

Natsuki era alta, delgada y muy guapa. Ojos enormes, labios carnosos, dientes blancos y bien alineados, nariz perfecta. Recientemente se había cortado el pelo a lo garçon y podían apreciarse sus bien formadas orejas, así como la elegante curva de la parte posterior de su mandíbula. Había dejado su pueblo natal en la prefectura de Okayama para estudiar arte en Tokio. Llevaba varios años en la metrópoli, pero nunca consiguió acostumbrarse a su ritmo de vida frenético.

Aunque su padre le ayudaba con los gastos principales, necesitaba trabajar a tiempo parcial para tener dinero con que comprar ropa y salir de vez en cuando con sus compañeros de clase. Desde que se mudase a Tokio había tenido varios trabajos, el último de ellos en un bar de una famosa cadena especializada en pinchos de pollo. El local estaba enfrente de la estación de Nippori, a escasos quince minutos a pie de la Universidad de Bellas Artes. Natsuki había empezado atendiendo mesas, como era habitual, y a los pocos meses pasó a la cocina. A pesar de la constante presión de tener que sacar pedidos a destajo, lo prefería a tratar con los clientes. Los yakitori y demás platos no se le daban mal, pero lo que mejor le salía era el karaage. Uno de los jefecillos la felicitó. Ella le dijo que su abuela le había enseñado a cocinar todo tipo de karaage.

– Entonces felicita también a tu abuela. – Ese jefe era del tipo simpático, de los pocos capaces de bromear en el trabajo.

– Mi abuela está muerta.

Pese a las alabanzas, su habilidad para cocinar karaage no tenía ningún valor en ese tipo de restaurantes, donde la preparación de las comidas respondía a patrones fijos que cualquier estudiante sin la menor idea de cocina podía reproducir mecánicamente. Unido a la ya mencionada presión que suponía estar recibiendo pedidos continuamente, esta forma cuadriculada de trabajar no dejaba el menor resquicio para el disfrute. Natsuki se sentía más como un robot de cocina que como una cocinera. Y como todo buen robot, los jefes esperaban que hiciera su trabajo correctamente, no que se equivocase como un ser humano.

Uno de sus compañeros le recomendó el tabaco como una buena medida para desestresarse, así que Natsuki comenzó a fumar. Cada vez que descansaba, Natsuki se dedicaba a fumar en el vestidor. Se suponía que estaba prohibido, pero por extraño que parezca, era una regla que todos se saltaban, hasta los jefes. Hacía tiempo que se había establecido la prohibición de fumar en el bar, así que el único lugar donde olía a tabaco era el vestidor. Si eso ayudaba a los empleados a trabajar más centrados y eficientemente, los jefes no tenían ningún problema en infringir la norma. Al principio Natsuki asociaba el tabaco con el trabajo, por lo que solo fumaba en el bar, pero poco a poco empezó a encender un cigarro cada vez que necesitaba relajarse, lo cual sucedía muy a menudo.

Natsuki tenía novio. Era uno de los encargados del personal de la tienda, concretamente el que le hizo la entrevista para el puesto. Natsuki pensaba de sí misma que tenía una personalidad difícil, así que no exigía demasiado de su pareja; con que la soportase y quisiera estar a su lado tenía suficiente. Su problema principal era su carácter frío e introvertido. Natsuki tenía un verdadero problema con el contacto humano. Los abrazos y demás demostraciones de cariño habían brillado por su ausencia durante su infancia. Luego su madre dejó a su padre para irse con un extranjero a Estados Unidos. Fue el último empujón que Natsuki necesitó para dejar de creer definitivamente en el amor. Pero como no quería permanecer sola durante el resto de su vida, procuró encontrar a alguien que pudiera de alguna manera conectar con ella. Su novio era bajito, incluso para los estándares japoneses, de manera que Natsuki le sacaba más de media cabeza. Tenía un rostro tipo cantante de J-pop, con belleza de efebo lampiño. También era tímido y callado, pero había ciertos aspectos de una relación a los que no estaba dispuesto a renunciar, como era el caso del sexo. En cambio, en los días en que descansaba del trabajo y de las clases, la actividad favorita de Natsuki era dormir. Durmiendo no solo se desprendía del cansancio acumulado durante la semana, sino que podía también descansar su mente olvidándose del mundo y las relaciones interpersonales que exigía. Cuando la entrevisté para un documental que estaba realizando, le pregunté por sus aficiones. ¿Qué era lo que más le gustaba hacer? Al ser estudiante de arte, esperaba que eligiera algo relacionado con la actividad artística, como dibujar o sacar fotos. En cambio, su respuesta fue rápida y contundente, sin espacio para la duda.

– Dormir.

Quedé con ella en varias ocasiones, no solo para el tema del documental, sino simplemente para pasar el rato. Entre nosotros surgió una especie de amistad. Digo “especie” porque nunca sentí que llegásemos a ser lo suficientemente cercanos como para poder considerarnos amigos, al menos dentro de los estándares que yo le exijo a la definición de amistad. Creo que ella se sentía en cierta manera interesada por mi carácter extranjero. El hecho de que su madre se hubiese fugado de alguna manera a Estados Unidos había incentivado su curiosidad hacia todo lo foráneo, entre ellos el idioma inglés. Por esa razón, al principio hablábamos en inglés, pero cuando comprobamos que ambos éramos bastante limitados con ese idioma y que nuestra conversación fluía mejor en japonés, fuimos abandonando el primero por el segundo. Siendo fiel a la verdad, nuestras conversaciones jamás fluyeron de forma natural, más bien avanzaban a trompicones. Esto tenía más que ver con nuestra diferencia cultural que con la idiomática. En ese entonces mi japonés estaba muy lejos de ser fluido,pero el principal escollo estribaba en la confrontación de nuestros caracteres. Y es que aunque ella se esforzaba aplicadamente en imitar las características más estereotipadas de los extranjeros de las películas, no podía evitar ser cien por cien japonesa. Era obvio que no se gustaba a sí misma y vivía en una lucha constante por cambiar, una lucha que se mostraba cada vez más infructuosa. Pese a que externamente parecía calmada, sus ojos asustados traicionaban ese infierno constante que ardía en su interior.

En una ocasión nos encontramos en la estación de Nippori. Era en la época en que yo estaba viajando por Japón, y en ese momento me estaba quedando en un hostal cerca de esa estación. Ella tenía trabajo esa tarde, así que vernos allí resultaba conveniente para ambos. Paseamos hasta la calle comercial de Yanaka Ginza, una zona en la que aún abundaban comercios antiguos, las típicas tiendas de barrio que en otros muchos lugares estaban siendo barridas por los grandes centros comerciales. Entre ellas había una que vendía yakitori. Era una tienda con un mostrador a la calle que solo vendía para llevar. Como los pinchitos de pollo eran precisamente la especialidad de la cadena donde trabajaba Natsuki, ambos pensamos que podía ser divertido comprar varios e irnos a almorzar a un parque cercano. Además de los yakitori, compramos también varias piezas de karaage.

Cerca de allí estaba el parque Sudo. Era un parque muy bonito, ubicado sobre un cambio de nivel del terreno, lo que hacía que varios de sus senderos ascendieran hacia la parte alta, desde donde llegaba el sonido de una cascada oculta. En el centro del parque había un pequeño estanque, con un puente de madera que conducía a una isleta en la que se levantaba un pabellón flanqueado por dos linternas de piedra. Ambos, puente y pabellón, estaban pintados de un rojo intenso que contrastaba con el verdor del resto del parque. Antes de comer, decidimos ir en busca de la cascada. Subimos con cuidado por un camino escalonado; a primera hora de la mañana había llovido y las piedras irregulares que pavimentaban los escalones estaban resbaladizas. Encontramos la cascada. Junto a ella había una pagoda decorativa de piedra. Durante este paseo apenas hablamos, aparte de breves comentarios sobre lo bonito que nos parecía el parque. Natsuki me pidió que le hiciera varias fotos delante de la cascada, de la pagoda y de unas flores blancas cuyo nombre me dijo pero olvidé al instante.

Finalmente nos sentamos en un banco frente al estanque y empezamos a comer. En un asiento cercano, un anciano echaba migas de pan a las palomas. Un poco más allá había un cartel que pedía educadamente que no diesen de comer a los pájaros.

A pesar de haberse enfriado, los yakitori estaban muy ricos.

– Son más pequeños que los de mi trabajo, pero están más buenos.

El karaage no tuvo tanto éxito.

– A mí me sale mucho mejor – dijo Natsuki.

Antes de que me diese tiempo a decir nada, ella añadió:

– Me refiero en mi casa, no en el bar.

– ¿Tienes una forma especial de hacer el karaage?

– Así es. Me enseñó mi abuela. Es una historia muy extraña. Si quieres te la cuento, aunque vas a pensar que soy un bicho raro.

– No, para nada. ¿Por qué iba a pensar eso?– Tuve que mentir porque quería escuchar la historia.

– Mi abuela murió cuando yo era muy pequeña – comenzó Natsuki. – Si no fuera por las fotos, creo que no recordaría su cara. Mi padre dice que mientras ambas coincidimos en este mundo casi no hubo momento en que no estuviésemos juntas. Parece que yo la quería mucho. Sin embargo, casi no recordaba nada de ella. Pero hace poco, en mi primer año de carrera, soñé con ella.

Natsuki no era de mirar a la cara del interlocutor, así que, mientras me contaba su historia, paseaba sus ojos erráticamente sobre el estanque, el puente y el pabellón rojos.

– En el sueño, escuchaba ruido en la cocina. Me levantaba de la cama para ir a mirar y allí estaba mi abuela, de pie delante de los fuegos cocinando karaage. Me dijo que me acercase, que me quería enseñar la mejor receta de karaage de Japón. Y eso es lo que hizo, me fue describiendo paso a paso su manera tradicional de cocinar el pollo frito.

A la mañana siguiente, Natsuki se levantó con una idea en la cabeza: comprobar la receta que le había transmitido su abuela. Así que fue al supermercado a comprar los ingredientes y se puso a ello. Recordaba perfectamente todos y cada uno de los pasos de la receta. Cuando la terminó, mordió uno de aquellos pedazos de pollo. Se maravilló de lo bueno que estaba. Era, sin duda, el mejor karaage que había probado en su vida. Sin esperar a que se enfriase, se metió el trozo entero en la boca y lo saboreó con lágrimas en los ojos.

– ¿Te emocionaste por comer el karaage de tu abuela?

– No, es que quemaba mucho.

De regreso a la estación de Nippori caminamos en silencio. Por muchos años que llevara en Japón, no tener nada que decir era una situación que seguía resultándome incómoda. Mi relación con Natsuki estaba llena de ese tipo de momentos. Al fin y al cabo, éramos tan diferentes que no teníamos mucho que decirnos. Le eché un par de miradas de reojo. A la segunda se dio cuenta y me la devolvió junto a una sonrisa tan tímida que casi no pasó de los ojos a los labios.

Llegamos a la estación de Nippori y la cruzamos hasta la salida opuesta. El bar de Natsuki estaba en la segunda planta de un edificio de una de las calles que partían de la estación, encima de un restaurante de ramen. Nos despedimos en la puerta.

– Un día quiero preparártelo para que lo pruebes – dijo repentinamente, como si siguiésemos sentados frente al estanque y el trayecto hasta su trabajo no hubiese existido más que en mi cabeza.

– ¿Te refieres al karaage de tu abuela? – me quise asegurar.

Ella asintió.

– ¿Lo traerás para que lo comamos en el parque?

– No, quiero que lo comas recién hecho. Mejor que vengas a mi apartamento. Aunque es un poco pequeño…

– ¿No se molestará tu novio?

– Ya no tengo novio. Rompimos el mes pasado.

– Vaya…

– Son cosas que pasan – dijo con desafección.

Verdaderamente era una chica particular. No era habitual que las jóvenes japonesas invitasen a sus amigos varones a su apartamento, no si iban a estar a solas. Pensé en las dos Natsukis, la japonesa y la que quería convertirse en americana, enfrascadas en un cruento combate. Durante un breve instante, me imaginé teniendo una relación sentimental con ella. Aparte de la atracción física innegable que sentía, era imposible que lo nuestro funcionase. Teníamos personalidades opuestas, formas antagónicas de ver la vida y, quizá lo más importante para mí: su sentido del humor no podía estar más alejado del mío. La diferencia de edad, a pesar de no ser algo determinante, sumaba también a favor de esa imposibilidad. Además, ella odiaba el contacto físico, y eso pesaba más que todos los demás factores juntos.

Sea como fuere, acordamos ponernos en contacto de nuevo para decidir el día de la comida en su apartamento. Dijo “bye bye” y subió la escalera sin volver la cabeza ni una sola vez.

No la he vuelto a ver desde entonces. Lo último que supe de ella fue a través de un breve cruce de mensajes, dos años después de aquel picnic improvisado. Tras terminar la carrera, había vuelto a Okayama y trabajaba como personal de enfermería para revisiones médicas. Por lo visto, era un trabajo para el que no se necesitaba la carrera de enfermera. Supongo que su puesto estaría en recepción. En su mensaje manifestaba su deseo de que nos volviésemos a ver en algún lugar de Japón. Poco tiempo después, su perfil desapareció, por lo que me quedé sin forma de contactar con ella.

Nunca llegué a probar su karaage.

 

GLOSARIO DE TÉRMINOS JAPONESES

JY07. NIPPORI: LA CHICA DEL KARAAGE

Karaage: Pollo frito al estilo japonés.

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