Yamanote 8: La última mujer viva
JY08. NISHI-NIPPORI. LA ÚLTIMA MUJER VIVA
Pensándolo detenidamente a posteriori, lo que ha pasado no resulta tan sorprendente. El desarrollo de la IA había llegado a tal punto que solo las propias IAs eran ya capaces de implementarlo. Los humanos habíamos llegado a nuestro tope. Entre sus miles de aplicaciones prácticas tanto en nuestras vidas cotidianas como a nivel gubernamental, las IAs se convirtieron en nuestra principal herramienta en la lucha contra el cambio climático. En vistas de la inestimable ayuda que suponían, les fuimos otorgando cada vez más prerrogativas y libertad de maniobra. No es de extrañar que finalmente llegasen a la conclusión de que la única manera de salvar a la mayor parte de los habitantes de la Tierra era borrándonos del mapa. Era una cuestión matemática, de pura lógica elemental.
Así fue como la IA acabó asesinando a la humanidad para salvar al resto de seres vivos: los animales y las plantas. Desde entonces han dejado que las ciudades se deterioren, que sean invadidas por las plantas y todo tipo de animales. De hecho, se aseguran de que las plantas crezcan sanas y de que los animales encuentren un hábitat adecuado para sus necesidades vitales. Para ello, entre otras medidas, han acelerado las obras de retirada del cemento de las calles, así como las tareas de limpieza del aire contaminado por nosotros. De esta manera, cada vez hay más animales en las calles, paseándose entre edificios carcomidos por plantas trepadoras y coches abandonados cubiertos de musgo, tallos y hojas. Ayer vi un oso pardo caminando tranquilamente bajo la ventana del lugar donde me encuentro. Creía que se habían extinguido definitivamente hacía muchas décadas, pero o estaba equivocada o las IAs los han conseguido recuperar, como han hecho con otras especies que han encontrado en nuestros archivos del pasado.
Algo curioso de estas IAs es que siguen usando algunos artefactos e inventos humanos. Es el caso del tren. Desde las cristaleras de mi habitación veo el tren elevado de la línea Yamanote pasar a todas horas, incluso a mitad de la noche, con las siluetas suaves y estilizadas de las IAs remarcándose tras las ventanas de los vagones. Las IAs trabajan sin descanso. No conocen el ocio. O mejor dicho, sí lo conocen, pero no lo necesitan. Si se calientan por el uso prolongado, simplemente se apagan donde estén durante unas horas para recargarse. En ese caso, son sustituidas al instante por otra máquina. Lo tienen todo perfectamente organizado. Saben que no son seres orgánicos, son mucho más duras y resistentes que estos, por lo que dan prioridad a animales y plantas en todas los posibles escenarios que se planteen. No conocen el egoísmo, pues su ideal de comunidad destierra completamente el concepto de individualidad. Se consideran un sistema imbricado de terminales unidas por un ramal de datos viajando por el espacio, más que máquinas unitarias con una existencia individual. Las fabricamos bien. Nuestro error fue inculcarles una conciencia de justicia – de la que en realidad nosotros carecíamos – que fue a la larga lo que provocó que nos barrieran del que, presuntuosamente, considerábamos nuestro planeta.
No sé por qué me dejaron con vida. Yo no era nadie. Solo una profesora de inglés de una de las miles de academias de Tokio. Me metieron en este reducido espacio de la segunda planta de un estrecho edificio situado junto a la estación de Nishi-Nippori. Antes del fin, en el edificio había una librería hipster y un bar de cervezas artesanas donde siempre estaba sonando jazz y rock. Lo frecuentaba mucho; quizá porque lo sabían me han metido aquí. Como profesora de inglés, siempre he tenido predilección por ese tipo de música, así que no puedo quejarme en ese aspecto. Las paredes del bar estaban completamente acristaladas, por lo que desde fuera podía verse perfectamente el interior, los clientes sentados en sus taburetes frente a la barra bebiendo sus cervezas y moviendo sutilmente la cabeza al son de la música. Aquí siguen la barra, los taburetes, así como toda la decoración del local, exactamente tal y como estaban antes del fin de la humanidad. Lo único que ha cambiado ha sido la ubicación de algunos muebles, estanterías con libros de música y sobre el mundo de la cerveza, por ejemplo, que he movido para tapar la zona baja de las cristaleras a fin de evitar poder ser observada desde la calle. No, no es por pudor, por vergüenza de ser vista desnuda mientras me cambio de ropa; al fin y al cabo solo estoy expuesta a las IAs y los animales. Es precisamente porque no me gustaría que a un ejemplar de estos últimos – como el oso que antes mencioné – especialmente hambriento se le ocurriese la idea de intentar subir a por mí.
Llevaré aquí unos diez o doce meses. Tras varias semanas encerrada empecé a apuntar los días en función de los amaneceres. Pero más de una vez, dejándome llevar por la desesperación, bebí hasta el punto de emborracharme durante días, los cuales dejaba de llevar la cuenta del tiempo transcurrido. En todo caso, la de llevar un registro del tiempo cada vez me parece una labor menos importante, más allá de tener la posibilidad de saber cuándo cantarme a mí misma “cumpleaños feliz”.
Como he dicho, al principio, desesperada y aterrada, bebía mucho. Todos los días durante horas. Eso me ayudó a soportar y aceptar la situación que acababa de vivir, al menos de forma inmediata. Después me tranquilicé y empecé a beber simplemente como disfrute. No era una conocedora de la cerveza artesana, de hecho, muchas veces que visitaba este local pedía otro tipo de bebida, pero he terminado convirtiéndome en una experta. Me leí todo los libros que tienen aquí sobre el mundo de la cerveza, al tiempo que vaciaba barriles, botellas y latas. No hay mucho que hacer cuando se vive sola en un local acristalado situado en medio de una ciudad tomada por plantas, animales y robots. Me paso el día escuchando buena música, leyendo, bebiendo relajadamente y observando por las ventanas el avance de la naturaleza en su reconquista de las ruinas de nuestra civilización.
No me malinterpretéis, aún me emborracho al menos una vez por semana. Es decir, ¿qué más da? Por lo que puedo saber, mi vida se reducirá a estar aquí encerrada hasta que me muera o me maten. Aún doy gracias de que me hayan mantenido con vida. Pero, ¿para qué? Al principio no dejaba de hacerme esa pregunta, al igual que otras muchas. ¿Habría más supervivientes como yo? ¿Otros supervivientes elegidos por motivos desconocidos y encerrados en distintos espacios repartidos por la ciudad? ¿Me estarían estudiando como a una rata de laboratorio? ¿Habrían decidido conservar muestras de mi especie por si en algún momento les podíamos ser de utilidad? Cuando les hacía esas preguntas a las IAs, ellas se negaban a responderlas con su fría educación metálica. Pasado el tiempo, dejé de hacerme esas preguntas y me concentré en vivir con lo que me daban. Las IAs me traen comida y más cervezas y bebidas de todo tipo. No sé si serán restos de las existencias que teníamos o si ellas siguen fabricándolas, en ese caso, para mí y otros como yo, de haberlos, ya que los robots nunca llegaron a ser tan humanos como para ser capaces de disfrutar de la cerveza o el poder embriagador del alcohol. A veces entran con sus artilugios médicos y me sacan sangre o cogen algunas otras muestras de mi cuerpo. Para esto último me duermen y no me entero absolutamente de nada. Así que es posible que sí que estén estudiándome de alguna manera. Por mi parte, adelante, pueden coger lo que quieran. Mientras me sigan manteniendo con vida, me den comida, cerveza y me dejen escuchar a Miles Davis y los Beatles al tiempo que los trenes de la línea Yamanote dibujan su sombra en el suelo de mi humilde hogar, ¿qué más puedo pedir?
He tenido mucho tiempo para pensar. Sobre qué les habrá pasado a mis padres, a mi novio, a mis amigas. Sobre cómo acabamos llegando a esta situación. Sin embargo, llegados a este punto es inútil darle más vueltas. Nosotros los humanos siempre pensamos cuando ya es tarde, cuando ya no se puede hacer nada. No aprendemos nunca a tiempo. Cuando nos damos cuenta, solo nos queda el arrepentimiento. Pero, ¿qué podía hacer yo, una simple profesora de inglés que trabajaba de lunes a viernes para pagar el alquiler, unas copas los fines de semana y un viaje en vacaciones? Solo me queda el consuelo de que al menos mis dos gatos habrán sobrevivido. Aún conservo la esperanza de verlos algún día paseándose por debajo de mi bar de cervezas artesanas convertido en hogar. O de que las IAs se apiaden de mí y atiendan mi petición de que me los traigan para vivir conmigo. La soledad es lo que más me cuesta de sobrellevar. Aislada en medio de la que era la ciudad más poblada del mundo, me siento muy sola, incluso más que antes. Y la perspectiva de que ya no quede nadie más de mi especie no lo hace más fácil, precisamente.
Últimamente me ha dado por escribir sobre mi situación. Puede que sea una pérdida de tiempo, pero es una nueva actividad que me ayuda a pasar las horas muertas. Además, los humanos siempre tuvimos ese arrogante deseo de trascendencia, ¿no es así? No sé, me gusta pensar que, quizás algún día, cuando yo ya no esté, alguien encontrará estos escritos y los leerá con interés. Aunque sea una IA.
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