YUKIO MISHIMA El último sueño de Japón. Capítulo 2

LA DONCELLA SIN MANOS: Desierto y nihilismo.
Un joven permanecía observando esas dos graciosas siluetas. No podía ver sus caras, y sentía curiosidad por saber a qué hermosos muchachos podían pertenecer. Sentía un gran deseo por ver sus deliciosas caras. Entonces una vieja sirvienta salió de la tienda y las llamó: “Queridas doncellas, queridas Ofuji y Oyoshi”. El joven quedó desilusionado al ver que las dos agraciadas personas eran mujeres y no muchachos (Saikaku 1985: 54).
Un antiguo cuento japonés de la prefectura de Iwate narra la historia de una joven doncella cuyo padre, por orden de la madrastra, amputó las manos con un hacha y abandonó en el bosque. Más tarde, cuando ya estaba desesperada, fue acogida por un joven con quien se casó y engendró un hijo. Durante la ausencia del marido, el niño cayó al suelo y en el momento en el que la joven fue a recuperarlo, sus manos volvieron a nacer. Finalmente, durante el reencuentro con su marido, la naturaleza floreció de una forma especial. Tenemos aquí la narración ancestral de la pérdida de la capacidad de relación con el mundo por la acción incisiva de la amputación. El relato es interpretado desde el punto de vista del arquetipo vital japonés por Hayao Kawai, quien apunta que la mutilación proviene de la voluntad de un principio materno negativo que nos recuerda la actividad esterilizadora de Yama-Uba. Por otro lado, y como consecuencia de la amputación de las manos y el abandono, la chica queda aislada y sin capacidad de habérselas con el mundo. Por lo tanto, se ve deteriorada su voluntad a la hora de tomar decisiones y de hacerse cargo de la realidad. Esta situación se sostiene hasta la necesaria aparición de una persona que la acoja. En el momento en el que aparece ese Otro, renace una relación fértil con el mundo representada por la figura del bebé. Es a partir de la experiencia vital fértil, que la chica ya pertenece al mundo y puede actuar en él mediante las decisiones de la voluntad. Sólo en ese momento, le crecen las manos y todo florece. Así, el cuento plantea la relación de dependencia con respecto a otro como condición de posibilidad de la acción fértil. Este tipo de relación, que atraviesa toda la cultura japonesa, la plantea Takeo Doi a partir de un concepto, amae, que muestra el modo en el que uno se concibe como dependiente de otro. Este tipo de relación constituye el esquema a partir del cual entendemos el vínculo entre el emperador y el pueblo. Y, por lo tanto, de la dependencia con respecto al emperador nacería el vínculo del que emanan las acciones culturales y existenciales fértiles.
Teniendo en cuenta el significado arquetípico del relato y la necesidad de entrar en relación de dependencia, con ese otro que fertilice la acción y engendre una vida fértil, podemos abordar el caso de Mishima. En él, vemos una doble amputación de manos o emasculación. En primer lugar, la amputación personal, la impuesta por la vía negativa del principio materno esterilizador que vimos con referencia a su crianza. En segundo lugar, y no menos importante, la amputación colectiva, la que compartió con todo el pueblo japonés y que fue consecuencia de la ocupación estadounidense tras la derrota en la II Guerra Mundial. En este caso, la amputación adquirió la dimensión de una imposibilidad de encuentro, en relación de amae, con un gran Otro de carácter divino ya que el emperador se transformó en una realidad temporal y contingente. De este modo, Mishima, como tantos otros japoneses, quedó desamparado en su soledad.
Para comprender el vacío existencial, al que fue sometida la población en la posguerra, es imprescindible ver las dimensiones de esa particular hacha cercenadora. El punto de partida de la amputación, desertización o emasculación, lo constituyeron las bombas atómicas lanzadas por Estados Unidos que marcaron el inicio de la castración del pueblo japonés. Los bombardeos incendiarios de Tokio, que las precedieron, ya tenían como objetivo la destrucción de la población civil. Finalmente, y a pesar de las sugerencias de varios científicos de lanzar una bomba atómica en una isla desierta con previo aviso, el gobierno de Harry S. Truman decidió lanzar las bombas, sin previo aviso, en grandes ciudades a sabiendas de que las víctimas serán, en su mayoría, civiles. Los resultados no solo fueron catastróficos en el momento, sino que se dilataron en el tiempo y siguieron matando como consecuencia de la radiación.
Tras la masacre, y ante la evidencia de que el Japón ya no podía resistir más, el emperador emitió un comunicado radiofónico en el que anunciaba la rendición y que motivó el suicidio de miles de japoneses. La inapelable victoria estadounidense dio lugar a la ocupación de un pueblo exhausto y colapsado física y moralmente. Y, por primera vez en su historia, Japón se encontró ocupado por unas fuerzas extranjeras a las que había que obedecer, satisfacer y agradar desde una posición de absoluta pasividad. En esa línea, las acciones de algunos líderes mostraron la humillación del sometimiento. Este es el caso del príncipe Higashikuni, líder del gabinete para la rendición, cuando proclamó el arrepentimiento por las acciones del Japón y deslegitimó a los miles de muertos en la contienda. Por otro lado, no fueron pocos los cargos importantes y militares que sufrieron la persecución y, a partir del 19 enero de 1946, cuando se creó el tribunal de Tokio, fueron juzgados por unos enemigos cuya autoridad moral se basaba, únicamente, en la victoria.
Las imposiciones de Estados Unidos actuaron en un marco muy amplio y no se limitaron a los juicios. Japón sufrió sanciones económicas y fue desarmado y, en consecuencia, perdió su capacidad de autodeterminación. Pero esta cirugía también se extendió a lo más profundo y los derrotados fueron obligados a iniciar un proceso de asimilación cultural. Los estadounidenses intervinieron tanto la sociedad civil como la cultura e impusieron los criterios occidentales a una población asiática. En esta misma línea, las organizaciones patrióticas fueron disueltas y se instó a la ciudadanía a abrazar el capitalismo y el individualismo occidentales con base en el Humanismo. Se eliminó el sintoísmo de estado y se prohibió difundir esta religión desde organismos administrativos. También se instauró una censura aliada, y el castigo a los miembros de la sociedad civil, que fueron considerados no aptos, afectó a 200.000 personas que fueron expulsadas de sus puestos de trabajo. Entre los perjudicados por esa medida se encontraron, entre otros, profesores, empresarios y periodistas. Además, se produjo la mutilación territorial, y Japón perdió algunos territorios que le habían pertenecido incluso antes del inicio de la guerra contra China.
En el momento en el que se aplicaron están medidas, Japón había perdido la capacidad de gobernarse a sí mismo ya que, en la práctica, quien gobernaba era el general MacArthur. Esta humillación política culminó el 1 de enero de 1946 cuando el emperador, asumiendo las imposiciones del ocupante, realizó una segunda intervención radiofónica y provocó lo que algunos han denominado como la tercera bomba atómica. Hirohito renunció a su condición divina y abrazó la plena humanidad. En ese instante, se rompió la cosmovisión de una mayoría de japoneses, del momento, que iniciaron el camino hacia el colapso de muchas de sus creencias sintoístas.
Además, para afianzar todas las imposiciones militares y culturales, en 1946 se creó una nueva constitución que sustituyó a la de 1889. En ella se estableció un sistema de tipo británico y se destacó la humanidad del emperador, se incorporó el pacifismo y el desarme. De este modo, se eliminó la capacidad del país de responder a una agresión y de garantizar su independencia. Así, en el artículo 9 de texto se planteaba que el pueblo japonés renuncia para siempre a la guerra como derecho soberano de la Nación, y a la amenaza o al uso de la fuerza como medio para resolver las disputas internacionales (Rodríguez 2020: 185). Y, para conseguirlo, no se mantendrán fuerzas de tierra, mar ni aire, ni otro potencial de guerra y no se reconocerá el derecho de beligerancia del estado (Rodríguez 2020: 185). En ese momento, la defensa del país estaba en manos de unos ocupantes que impusieron sus bases militares para controlar Japón y ampliar su poder sobre el Océano Pacífico.
Las condiciones de la ocupación, a partir de la limitación del ejército, el sometimiento de la población, la creación de una constitución dictada por MacArthur y, sobre todo, la renuncia del emperador a su divinidad, implicaron una clara emasculación de un pueblo japonés que perdería la virilidad tradicional y los aspectos masculinos del sintoísmo (Starrs 1994: 15). La desorientación de la población japonesa fue enorme y empezó a abrirse paso el nihilismo corrosivo del capitalismo. Mishima se dio cuenta de esto, y fue el primero en encontrar equivalencias entre la pérdida de la divinidad del emperador japonés y la muerte de Dios en el nihilismo occidental. En esta línea, Umehara Takeshi, en su edición de un volumen de historias y ensayos de los autores nihilistas de la postguerra, comentó:
Este colapso de la divinidad del Emperador fue realmente un evento de tipo metafísico en Japón. Yukio Mishima fue quien notó esto, aunque bastante tiempo después del evento en sí. A diferencia de Sakaguchi o los académicos desmovilizados tras la guerra, no había apostado su vida por el Emperador para experimentar el nihilismo cuando el sistema se derrumbó. Más bien fue un pensador que se centró en la confusión de valores tras la derrota. Algo faltaba en la paz y la democracia. Faltaba un intenso entusiasmo y, por lo tanto, Mishima anhelaba su pasado en el que existía este entusiasmo y la fe. ¿No existía la fe en el Emperador exactamente como este entusiasmo unos veinte años antes? Él dependía de la realidad de la existencia de este tipo de dios, y criticó la corrupción de aquellas personas que habían perdido a este dios. Y Mishima criticó al emperador humano, preguntando si no era una falta de fe que un dios confesara que no era un dios (Starrs 1994: 174).
De este modo, se generó la fuerte crisis existencial en la que se encontraba inmerso el pueblo japonés en la posguerra. Y, a este nihilismo pasivo, al que fue sometido Mishima en su doble emasculación, le hemos llamado desierto puesto que la característica básica sería la infertilidad. Esto lo veremos en la obra de Mishima quien lo expresó mediante el uso de la metáfora.
El desierto como trasfondo de Confesiones de una máscara
La figura de Yukio Mishima ha de ser entendida a partir del proceso de emasculación y desertización que implica la experiencia del nihilismo de postguerra, por lo que es preciso alejarse de la reducción de un análisis freudiano. Tras esta reducción, que interpreta la obra del escritor a una simple sublimación de sus neurosis, encontramos a John Nathan cuya obra no fue bien recibida por el público japonés. Para Andrew Rankin, la obra de Nathan, que ha influenciado mucho en Occidente, es la causante de la imagen frívola que se tiene de un Mishima que carecería de profundidad intelectual. No es de extrañar que Yoko, la viuda de Mishima, insistiese a los libreros nipones para que retirasen del mercado la obra del estadounidense.
Es cierto que la obra de Mishima no puede reducirse al ámbito de la psicología, su realidad es compleja y se corresponde a las contingencias del Japón moderno, un Japón situado a caballo entre Oriente y Occidente e inmerso en una fuerte crisis existencial cuya pretensión es la de encontrar el equilibrio entre lo viejo y lo nuevo. Su obra, penetrando profundamente en la realidad de su tiempo, encarna de forma artística el dilema identitario de un Japón sumergido en los vientos de la historia y acosado por la occidentalización.
Por lo tanto, hay que fijar la universalidad del discurso del autor japonés como la encarnación de los tiempos modernos dentro del marco de la globalización, del Humanismo y de la crisis de significado generada por una cultura materialista que se actualiza mediante la abolición del sentido trágico y la disolución del mito. Con base en esto, en su tetralogía de El mar de la fertilidad, Mishima presentó la decadencia del Japón a partir de la vida, en sus distintas encarnaciones, de un personaje cuyo fin es plasmar la cronología de la disolución. Este esquema había sido tratado, entre otros, por Thomas Mann cuando, en Los Buddenbrook, presentó el declive de la burguesía alemana a partir de la experiencia de varias generaciones de una familia. De este modo, la obra del escritor japonés constituyó un ejemplo más de una melancolía universal que mira con nostalgia y angustia la desertización de lo sagrado, la desaparición del significado y la disolución de la simplicidad del mundo antiguo.
La obra que, en mayor medida, ha sido reducida desde la psicología es Confesiones de una máscara. Roy Starrs plantea que ésta, en realidad, contiene un trasfondo de terror ante la alienación de postguerra que arroja al individuo a la falta de significado y, en consecuencia, al nihilismo. Este nihilismo, presentado como pasivo y que lleva adherida la imposibilidad de hacerse cargo de la vida, empapará toda la producción del autor mediante símbolos heredados de Thomas Mann como la enfermedad y la deformidad.
Otro aspecto que ha tratado la crítica, de forma más o menos esclarecedora, es la relación de Confesiones de una máscara con la novela del yo por su carácter autobiográfico. Aunque es innegable que hay contenido extraído de la vida del autor, no hay que olvidar que estamos ante una obra de arte que prioriza la ficción. Mishima tomó aspectos de sí mismo y los transformó en imágenes cargadas de simbolismo con las que logró narrar episodios, más o menos ficcionados, que no pueden ser reducidos a la lectura plana de una cronología biográfica. Sobre esta realidad ficcionada y enriquecida con el simbolismo, realizó su recorrido una filosofía que afectaba a todo el pueblo japonés. Esto se percibe en una estructura cuya cronología es poco concisa, muestra cortes narrativos y carece de linealidad argumental. El lector experimenta la sensación de que lo que tiene delante es una serie de retazos carentes de carne pero dotados de la gran objetividad de la artificialidad de la ficción.
La posibilidad de vivir esta experiencia, por parte del lector, era intencionada si tenemos en cuenta la oposición de Mishima al naturalismo artístico, que apostaba por la subjetividad, y su pretensión de lograr la objetividad mediante un contenido filosófico. Esta posición, por lo tanto, evidenciaría un alejamiento de la propuesta de una novela del yo que postula la exposición de cualquier elemento ocurrido y sin ficciones.
De hecho, Confesiones de una máscara es una novela filosófica que constituía una novedad en la literatura japonesa y que encontró su objeto en el nihilismo trágico. Y, este nihilismo, se planteó a partir de la dualidad nietzscheana de un caos dionisíaco contenido por una estructura. Con el objetivo de narrar esta situación de postguerra, Mishima logró tramar una identidad ilusoria que ocultaba el vacío, o desierto existencial, tras la máscara. Para ello, utilizó, metafóricamente, la homosexualidad y la masturbación que fueron vinculadas, por ejemplo, al simbolismo del San Sebastián de Guido Reni. Este enlace simbólico se vio posibilitado por la concepción de un cuerpo masculino que, anunciando la muerte, se mantenía alejado de la naturaleza femenina y la fertilidad de las relaciones heterosexuales. De este modo, Mishima consiguió plasmar el desierto vital que se conforma en la modernidad.
La homosexualidad y el desierto
Para continuar con esta lectura de la homosexualidad, como exposición del desierto moderno en la literatura, hemos de recorrer las interpretaciones de algunos críticos. A diferencia de en Occidente, donde la tendencia sexual de Mishima se suele plantear como algo indiscutible, en Japón su homosexualidad se ha puesto en duda. Para muchos japoneses, el uso de esta forma de sexualidad tendría una intención metafórica cuya finalidad sería la de interpretar una situación universal de carácter filosófico. Y, por lo tanto, debería ser vista como un símbolo que posibilitaría una lectura de carácter metafísica, objetiva y universal. La intención de este esquema narrativo sería la de mostrar un estado del alma humana mediante el uso de la metáfora (Starrs 1994: 38).
La sexualidad real de Mishima excede los límites de este trabajo, que renuncia a generar cualquier tipo hipótesis. En estas páginas se intenta realizar una lectura hermenéutica de sus obras, aprehender el significado inherente a ellas y comprender los recursos que utilizó para explicar el corazón de los hombres del Japón de postguerra. Una de las problemáticas, que nos encontramos a la hora de afrontar este objetivo, la encontramos en Confesiones de una máscara cuyo formato, el de la novela del yo, nos puede llevar a una interpretación literal. Es cierto que, si actuamos hechizados por el naturalismo de este tipo de obras, podemos reducir el texto de Mishima a la autobiografía de un homosexual con deseos de sanación. Con respecto a este peligro, Noguchi Takehiko plantea que si la pretensión de Confesiones de una máscara fuese la de diseccionar la homosexualidad del autor, estaríamos ante un ejemplo simple de novela del yo, lo que sería poco sostenible. Sin embargo, si contemplamos la obra asumiendo el deseo de comprender la crisis existencial, generada por la alienación de postguerra (Starrs: 38), una lectura metafórica sería más conveniente.
Con la misma intención de afinar una lectura adecuada, Masao Miyoshi se pregunta sobre la cantidad de ficción que contiene, a lo que responde que aunque es innegable que hay material biográfico, las condiciones dominantes como la homosexualidad o la relación con Sonoko no pueden afirmarse ni negarse (Miyoshi 1974: 147). Al mismo tiempo, según este autor, Mishima tenía la clara voluntad de mofarse del gusto japonés por la novela del yo. Por lo tanto, sería preciso realizar una lectura simbólica que se aleje de ver, en Confesiones de una máscara, la biografía de un homosexual y que aborde el significado de una experiencia de soledad que, mediante la metáfora de la perversión sexual, expresa la tristeza de la autoconciencia:
Es absurdo ver en “Confesiones de una máscara” el simple recuerdo de un joven homosexual, casi tan absurdo como denominar a “Lolita” las memorias de un abusador de menores. Hay cierto aspecto de la soledad que solo una patología sexual puede moldear con precisión. Por tanto, la homosexualidad y el autoerotismo en la obra de Mishima no constituyen el significado último de la historia, son creadas para servir como metáforas (Miyoshi 1974: 154).
Como vemos, para algunos, la homosexualidad real de Mishima no podría sostenerse desde unas confesiones artísticas y expuestas en una autobiografía ficcionada con tintes filosóficos. En esta lectura, alejada de la literalidad, se centra Kazuki Takada (Takada 2004: 34), quien comenta que, tras la II Guerra Mundial, Mishima fue forzado a vivir sin el terror que implicaba una muerte inminente e intentó formar parte de la nueva realidad. Y, la conflictividad, de este intento fracasado de adaptación, la expondría a través de la metáfora de la homosexualidad y del deseo, por parte del narrador de Confesiones de una máscara, de amar a una mujer. De ese modo, Mishima trataría de mostrar la brecha que lo separa de la realidad de postguerra.
Esta estructura de la alienación se repetirá en El Pabellón de Oro con otro recurso, la tartamudez (Takada 2004:85). Siguiendo esta tesis, la brecha con respecto al otro, simbolizada por la homosexualidad en Confesiones de una máscara, no indicaría otra cosa que la escisión entre los tiempos de guerra y los de postguerra. Y, en relación a esto, tomaría sentido la cita de Dostoievski, con la que Mishima inicia su obra con la intención de mostrar un intento de vincularse con la nueva realidad mediante la belleza (Takada 2004:113).
Por otro lado, hay quien ha acogido el discurso ficcional de Mishima desde la hipótesis de una artificialidad profunda. Éste es el caso de Shintaro Ishihara (Ishihara 2014: 31), para quien la homosexualidad ha de ser vista como un enredo, una de las trampas de su ficción en la que suele caer la gente. Por lo tanto, si esto fuese cierto, estaríamos ante una mascarada con fines meramente teatrales y con una finalidad tramposa.
Según lo planteado, podemos afirmar que la comprensión de la intención metafórica enriquece la lectura y permite aprehender el colapso del Japón y el desierto existencial causado por la pérdida de la guerra y la renuncia a la divinidad por parte del emperador. En esta posición se mantuvo Miyoshi Yukio a través de su exposición acerca de la recepción que tuvo, en la generación de postguerra, Confesiones de una máscara:
Al leerlo en ese momento, nuestra generación entendió bien que la homosexualidad tenía un significado simbólico. En resumen, durante la guerra nos habían enseñado que el Emperador era un dios personal y lo creímos, pero después de la derrota todos los valores se invirtieron y comenzó una nueva realidad. En este sentido todos nos sentimos como soldados desmovilizados. Pero los soldados desmovilizados regresan a sus hogares y nosotros no teníamos a dónde regresar. De repente nos encontrábamos en condiciones nuevas y continuamente nos sentíamos alienados de esas condiciones. Mishima y yo somos de la misma generación; la Guerra del Pacífico comenzó cuando estábamos en la escuela secundaria. Para nuestro tipo de generación, la relación entre realidad y normalidad no se puede mantener, por lo que podemos entender la homosexualidad como una metáfora del esfuerzo por formar una relación con la realidad, de un tipo de relación conectada/no conectada con la realidad (Starrs 1994: 174).
Esta visión es compartida por parte de la crítica occidental, pero algunos, como Donald Keene, consideran que la cuestión metafórica no negaría necesariamente una homosexualidad real. En todo caso, y es lo que nos interesa en este trabajo, la crítica no se plantea Confesiones de una máscara como una autobiografía que hay que entender desde la literalidad de la novela del yo, sino como obra de arte simbólica.
Llegados a este punto, y teniendo en cuenta la aceptación de la homosexualidad en Japón, hemos de comprender que una lectura alejada de lo simbólico problematizaría la comprensión de la visión negativa y decadente que propone Mishima. Tal como plantea el crítico Moriyasu Masafumi (Starrs 1994: 175), estaríamos ante una postura profundamente exagerada ya que, por ejemplo, en el colegio Gakushuin la homosexualidad entre jóvenes aristócratas no era algo raro en los tiempos en los que estudió Mishima. Por lo tanto, según Masafumi, como sería poco comprensible una crítica tan mordaz por parte de un homosexual japonés, hemos de entender que esa exageración sistemática tenía la finalidad de permitir al autor ponerse la máscara de su tiempo (Starrs 1994: 175). Esta hipótesis del enmascaramiento, con base en el contexto histórico del Japón, es compartida por Noguchi Takehiko, para quien Mishima se puso la máscara de homosexual, como un oportunismo agresivo, con la intención de pintarse de negro en una época oscura (Starrs 1994: 176).
Como decíamos anteriormente, la corrosión planteada en Confesiones de una máscara se torna incomprensible si obviamos la cosmovisión japonesa. De hecho, al autor le hubiese sido sencillo exaltar la homosexualidad presente en la literatura y la cultura samuráis. Y, desde ahí, teniendo en cuenta que fue en época Meiji (1868-1912 d.C.) cuando la homosexualidad se ocultó para contentar a Occidente, podría haberse opuesto a la hegemonía estadounidense. Sin embargo, Mishima planteó algo muy distinto a la visión de Saikaku Ihara, un autor que realizó su trabajo durante el período Edo (1603-1868 d.C.) y escribió relatos de amor entre samuráis basados en el carácter militar de la camaradería guerrera y la homosexualidad viril. Estos relatos, por su contenido, han constituido objeto de comparación con Grecia, y este sería otro de los motivos que podría haber seducido a Mishima y orientado su tratamiento del tema.
De hecho, las narraciones de Saikaku, que apelan a la belleza de la muerte temprana, contienen historias de fidelidad de una pureza e intensidad tal, que pueden arrojar a los amantes a un suicidio ritual o Seppuku:
La belleza de este mundo no puede durar mucho. Estoy contento de morir joven y hermoso y antes que mi figura se marchite como una flor (Saikaku 1985: 39).
Clavó entonces el cuchillo en su vientre, y Kajuku de inmediato le cercenó la cabeza. En aquel momento Uneme corrió hacia la esterilla y exclamó: Acaba también conmigo. Y se atravesó a sí mismo (Saikaku 1985: 40)
Al mismo tiempo, la virilidad homosexual llega a tal exaltación del principio masculino que genera un mundo que excluye a la mujer y la desprecia por su incompatibilidad con la inminencia de la muerte:
El amor entre hombres es esencialmente diferente del amor ordinario de un hombre y una mujer; y esta es la causa de que un príncipe, cuando se ha casado con una hermosa princesa, no pueda olvidar a sus pajes. La mujer es una criatura sin la menor importancia; pero el amor sincero entre dos hombres es verdadero amor.
Ambos hombres detestaban a la mujer como a un gusano de jardín (Saikaku 1985: 65).
En estas obras, el cuerpo masculino es visto como algo arrojado a la destrucción y, por su condición de homosexual alejado de la procreación, constituye un símbolo de la muerte. En este sentido, el discurso contiene los ingredientes necesarios para poder ser asumido, manteniendo las distancias, por el Mishima de Confesiones de una máscara.
Pero no es el mundo de los guerreros en el único que podemos encontrar ejemplos literarios de exaltación de las relaciones homosexuales. Con anterioridad, en el período Muromachi (1336-1568 d.C.), encontramos los chigo monogatari que narran los encuentros amorosos entre un joven estudiante y un sacerdote. La trama argumental separa a los amantes, lo que constituye la causa a partir de la cual el protagonista llegará a la iluminación religiosa.
Todos estos ejemplos literarios no constituyen una realidad exótica para la estructura mental de los japoneses, sino que responden a una mentalidad generalizada que profundiza en la relación de intensa camaradería entre hombres. De hecho, esta estrecha relación viril entre los japoneses fue tratada por el psicoanalista Takeo Doi que afirmó que en Japón no existen restricciones con respecto a las prácticas homosexuales. También remarcó que es común que los varones expresen sentimientos hacia otros hombres independientemente de su orientación sexual o su estado civil y que, debido a la intensidad en las relaciones entre hombres, pueden generarse sentimientos de camaradería colindantes a la homosexualidad.
De hecho, los lazos de amistad pueden ser tan sólidos que, en ocasiones, llegan a originar un homoerotismo que se muestre celoso ante las relaciones de un camarada con el mundo femenino. Para ilustrar esta situación, Doi sugiere la lectura de Kokoro de Natsume Soseki. En esta obra, plantea, se describen los celos de Sensei con respecto a las relaciones heterosexuales de su amigo K, a quien considera lo suficientemente idealista como para alejarse de las mujeres y centrarse en la amistad viril.
Según la hipótesis de Hayao Kawai, esta exaltación homoerótica representaría el amor entre hombres como correspondiente a un lugar fronterizo entre la relación con la madre y el matrimonio con una mujer (Kawai 1997: 79). Así, Kawai plantea la homosexualidad como una ruptura, temporal, con el principio femenino que implicaría la muerte simbólica necesaria para alcanzar el matrimonio entre hombre y mujer. Este matrimonio sería visto como el acto compensatorio de vinculación con el mundo y generaría la sensación de que todo está integrado (Kawai 1997: 220). Frente a la posición extrema de Saikaku, esta visión del principio femenino, que se distancia de la aridez nihilista del desierto, nos adelanta el significado de la imposibilidad, del narrador de Confesiones de una máscara, de amar a Sonoko, la mujer de la que está enamorado.
Mishima no ignoraba la positividad con la que la homosexualidad era vista por la tradición de su país. De hecho, en un comentario sobre el Hagakure, planteó que: Su autor cita como ejemplo el amor homosexual, que en su tiempo se consideraba un sentimiento más elevado y espiritual que el heterosexual, y concluye que la forma más intensa y verdadera de amar que tiene el ser humano evoluciona a fidelidad y devoción por el señor (Mishima 2013: 48).
Sin embargo, en sus obras no nos muestra una homosexualidad guerrera ni espiritual. Tampoco tendremos ejemplos de camaradería homoerótica, ni de las relaciones viriles de interdependencia en las que se centrará el Tate-no-Kai. Sólo encontraremos la fealdad y la corrupción de los esquemas extranjerizantes presentes en El color prohibido, o el aislamiento corrosivo y patológico de Confesiones de una máscara. Este enfoque tampoco fue una crítica, sino un recurso creativo, de patologización de las relaciones sociales y de la sexualidad, que está presente en muchas de sus obras.
De forma más o menos generalizada, los personajes de Mishima mantienen una relación enfermiza con la sexualidad, baste citar al narrador homosexual y onanista de Confesiones de una máscara, la mujer frígida de Música, el voyeur de El mar de la fertilidad, el impotente de El Pabellón de Oro, el narcisista masoquista de La casa de Kyoko o la mujer vampiro de Una vida en venta. Es necesario citar a parte, por presentar un matiz interesante, Sed de amor ya que, supuestamente, presenta un amor heterosexual. Pero, en realidad, la chica lleva una máscara de hombre puesto que el personaje fue pensado como masculino y tenía que recorrer un camino de virilización. (Napier 1995: 78).
En todos estos personajes, gran parte de la crítica ha visto el simbolismo de la infertilidad moderna. En este sentido, Mishima escribió sobre el terreno baldío de un Japón emasculado y abandonado por la divinidad. Lo hizo en un tiempo de hastío de lo cotidiano, y, con ello, alimentó la nostalgia de la inminencia de la muerte. Y, para expresar la alienación de postguerra, la soledad y el nihilismo, se colocó la máscara de ese tiempo vacío. Así, con la teatralidad de un actor, ficcionó su vida en su obra y logró mostrar, siguiendo el esquema trágico, su incapacidad de amar la nueva realidad. Además, con la homosexualidad congénita y el onanismo, logró transformarse en la infertilidad del mundo moderno y colocarse la máscara del desierto para transformarse en un personaje de tragedia lorquiana.
El esquema trágico del desierto en Confesiones de una máscara
En la sociedad japonesa de postguerra, la visión literaria del sexo se encontraba vinculada a la cultura de la humillación, del sometimiento y del vacío. Era habitual encontrarse con mujeres condenadas a ejercer la prostitución y ultrajadas por soldados americanos, como en El Pabellón de Oro. Y, el sometimiento del varón lo encarnó la figura del voyeur cuyo papel es absolutamente pasivo.
Mientras que en la literatura tradicional, el sexo era planteado como algo natural y sano, en la literatura de la modernidad será visto como algo corrosivo, torturador y aislacionista de las relaciones sociales (Napier 1995: 45). Debido a la imposibilidad de la inocencia, el impulso sexual sano y vital del mundo clásico desaparecerá para caminar junto a la violencia. En ese momento, el deseo de afirmación vital se enfrentaba al vacío y exigía a la piel que le mostrase la intensidad suficiente para poder confirmar la existencia. En esta exigencia a la piel, la degradación tenía un papel decisivo y daba pie a la tortura, la mutilación y el sadomasoquismo. Como en las producciones artísticas del capitalismo industrial en general, Mishima utilizó esta sexualidad degradada para estructurar el discurso del nihilismo dominante. Y, de ese modo, la homosexualidad trágica constituyó el engranaje sobre el que se sostuvo el espíritu de Confesiones de una máscara, que se centraba en mostrar la idea del destino y la incapacidad humana de resistirse a él.
Para mostrar la imposibilidad de hacer frente a la modernidad corrosiva y al nihilismo que le es propio, Mishima utilizó los principios del determinismo nihilista. Para lograr el objetivo de crear una obra de textura filosófica, encuadrada en el esquema de la tragedia, generó un discurso que proyectó, de forma deductiva, sobre experiencias reales. Sin embargo, su concepción de la novela exigía ficción y objetividad, por lo que la incorporación de personajes, situaciones y matices imaginados era inevitable. El esquema trágico fue implementado mediante una visión determinista de un destino que traiciona a la voluntad humana en cuanto a la orientación sexual. El argumento fue sostenido a partir de la figura del sexólogo alemán Magnus Hirschfeld quien, en oposición a Freud, planteaba que las tendencias sexuales son congénitas y no adquiridas. De este modo, la homosexualidad genética, del narrador, era algo contra lo que poco se podía hacer.
Con esta idea del destino inexorable que, más tarde, entroncará con el esquema agustiniano de la predestinación, exhibió una idea del vacío como la nada corrosiva que somete y destroza la vida fértil. Así, el nihilismo podía ser determinista y actuar como los dioses paganos, como una fuerza estructural que esteriliza y ante la cual la voluntad activa y creadora del hombre solo puede postrarse. Esta idea del vacío, corrosivo y nihilista, poco tiene que ver con la fertilidad de la vacuidad budista, considerada como condición de posiblidad del todo. En este sentido, el narrador muestra su deseo de abrazar la vida y la realidad a través de un amor frustrado hacia el principio de fertilidad femenina que representa Sonoko. Y, en un acto de desesperación, por superar su destino mediante la voluntad, utilizará la máscara del que ama la vida, en Sonoko, pero, finalmente, se impone el vacío como pulsión de muerte, y termina la obra con la máscara trágica de la determinación.
Con este final, Confesiones de una máscara se distancia de Vita Sexualis de Mori Ogai. Por su carácter apolíneo y por haber conseguido un dominio exitoso de lo dionisíaco, Ogai había sido uno de los mayores referentes para Mishima. Pero, en este caso, la voluntad del héroe mishimiano fracasa, en su intento de dominar el destino, y sólo puede someterse a unas fuerzas que aparecen como deus ex machina al modo de los trágicos griegos. Esta divinidad que aparece con toda la inverosimilitud y artificialidad de la tramoya clásica, con el fin de encarnar la tragedia de las pasiones al modo de Eurípides, es el San Sebastián de Guido Reni. El santo es uno de los elementos que van a vehicular el espíritu trágico ya que su papel será el de generar una experiencia determinante que mostrará el destino a partir de la unión del nihilismo y la homosexualidad con otro símbolo, el de la masturbación y la eyaculación como anticipo de la muerte. Ya en Confesiones de una máscara podemos ver, mediante la eyaculación en el vacío al observar el martirio de San Sebastián, la masturbación como práctica sexual que incorpora la visión cierta de un vacío que es producto del aislamiento extremo.
Confesiones de una máscara plantea el determinismo de unas pasiones que dominan el destino como dioses griegos. En este esquema, Mishima adoptó el espíritu de la tragedia en la obra de arte y, con ello, se mantuvo a distancia del universo subjetivo de lo psicológico y apuntalar el discurso objetivo de un sentido trágico presente a nivel universal. Teniendo en cuenta esto, podemos afirmar con (Napier 1995: 51) que la obra representa una parodia de la novela del yo ya que no conduce a la experiencia redentora. De hecho, se niega el camino de sanación mediante la confesión, propia de las novelas de ese tipo, y el deseo de normalidad del narrador no sólo se ve frustrado, sino que se encuentra aún más aislado al final de la obra.
El desierto en el San Sebastián
La figura de San Sebastián estuvo presente en la trayectoria de los autores más influyentes de la vida de Mishima, como son Oscar Wilde y Thomas Mann. También lo estuvo en las creaciones de Gabrielle D´Annunzio de quien, en 1965, con la ayuda del especialista en literatura francesa Ikeda Hirotaro, tradujo su El martirio de San Sebastián. D´Annunzio, en su obra, mostró un San Sebastián erótico que se alzaba como una apología sangrienta de la belleza de un cuerpo pagano. A través de estos autores, todos ellos grandes referencias de Mishima, San Sebastián se transformó en un icono del homoerotismo de inicios del siglo XX.
La influencia de La muerte en Venecia de Thomas Mann será determinante en el planteamiento de Mishima. En esta novela, Mann planteó que una obra de arte, que aspire a ser relevante, ha de mostrar una afinidad entre el destino personal del autor y el destino universal de su generación (Mann 2015: 30).También defendió la posición de que la obra de arte, con toda su grandeza, se genera a pesar de los tormentos que produce, por lo que entroncaría con la idea kantiana de lo sublime. Y, el tipo de héroe que encarnó esta visión artística fue San Sebastián:
Era una fórmula bella, ingeniosa y exacta, pese a su carácter excesivamente pasivo en apariencia. Pues la entereza ante el destino y la gracia en medio del sufrimiento no sólo suponen resignación paciente: son también actividad, un triunfo positivo, y la figura de san Sebastián es el más bello símbolo, si no del arte en general, al menos de este tipo de arte. Observando en profundidad aquel universo narrativo se advertía: Un elegante autodominio que, hasta el momento final, disimulaba a los ojos del mundo un proceso de socavación interna y decadencia biológica; la cetrina fealdad, sensualmente desfavorecida, que hacía surgir de sus pasiones una llama pura y llegaba incluso a encumbrarse, dominante y triunfal, en el reino de la belleza; la pálida impotencia que las incandescentes profundidades del espíritu extraía para echar a los pies de la cruz, a sus propios pies, a todo un pueblo orgulloso; una conducta entrañable puesta al servicio, rígido y vacío, de la forma; la vida falsa y peligrosa, la nostalgia y el arte, rápidamente enervantes, del embaucador nato (Mann 2015: 31).
La universalización del objeto del arte, propuesta por Thomas Mann, también la encontraremos detrás de la elección de San Sebastián por parte de Mishima. Con ella, deseaba expresar una problemática universal a partir de la particularidad contingente de un encuentro personal más o menos ficcionado. De ese modo, San Sebastián sería transformado en el arquetipo de una obra de arte que apuesta por la destrucción de lo bello.
Esta visión se completó a partir de los criterios expuestos por Oscar Wilde, de quien Mishima conocía su admiración por la iconografía del mártir. El escritor irlandés fue arrestado y encarcelado, por sus actividades homosexuales, en la Inglaterra Victoriana. Y, durante su estancia en prisión, escribió De Profundis, un texto en el que planteó su camino de salvación y se expuso como chivo expiatorio. En este sentido se presentó como alguien digno de ser sacrificado como medio para alcanzar el absoluto. Desde este planteamiento, se vinculó con la imagen del San Sebastián martirizado y, como pseudónimo tras salir de prisión, adoptó el nombre de Sebastian Melmoth.
La influencia que Wilde ejerció sobre Mishima fue determinante. Kazuki Takada ha señalado esta admiración en su tesis, y afirma que la inclinación de Mishima por San Sebastián mostraba, realmente, su interés por Wilde (Takada 2004: 229). Y, este interés, que se sostuvo en el tiempo, sería la causa de la fotografía que se realizó posando como San Sebastián para la revista Chi to Bara. En esta línea, Mishima concebía la sociedad como una mujer celosa, y la posición de Wilde, frente al mundo, como algo muy masculino en su vinculación con San Sebastián (Takada 2004: 261). En esa acción viril, frente a una realidad vista como una mujer imposible de amar, encontramos una importante contribución del irlandés al pensamiento de un Mishima que, atrapado en su romanticismo, no podía resituarse en el mundo de postguerra. La feminización de la realidad y la relación nihilista, que imponía la infértil postguerra, está en la base de la afirmación de Takada de que, aunque el San Sebastián se haya transformado en un símbolo homosexual, sería demasiado superficial ver el interés de Mishima y Wilde como resultado de sus tendencias homosexuales. De hecho, ambos autores, dice, recurren de formas similares a San Sebastián en la búsqueda del absoluto y que la homosexualidad es tratada, por los dos, como un universo más amplio que la sexualidad. En Wilde, ese universo sería el pluralismo, mientras que, en Mishima, sería la alienación del hombre (Takada 2004: 229).
Como vemos, la figura del San Sebastián mishimiano compaginó la visión del arte como arquetípico, sublime y arrojado a la destrucción, que defendía Thomas Mann, con la búsqueda del absoluto, mediante el acto sacrificial del artista encarnado en chivo expiatorio, que expresó Oscar Wilde. Y, pronto, se incorporó, también, el paganismo homoerótico de la propuesta de D´Annunzio y su apología de la corporeidad clásica. Finalmente, todo este universo, que simbolizaba el santo, tomó consistencia, bajo la influencia de George Bataille, y se encaminó hacia el acto sacrificial del seppuku.
Todos estos préstamos en el discurso de Mishima, plantearían la duda de que su relación con la imagen de San Sebastián, que planteó en Confesiones de una máscara, tenga un carácter realista en la experiencia vital. De hecho, su exposición del acontecimiento sería más cercana a una ficción que responde al interés de exponer un mecanismo trágico con fuerte contenido simbólico, filosófico y artístico. En esta misma sospecha se encontraba Donald Keene cuando le preguntó a Mishima si la experiencia narrada fue la experiencia real de aquel niño (Keene 2003: 51). La respuesta del escritor, o de su máscara, fue afirmativa, pero nunca negó la reconstrucción ficcionada y artística del acontecimiento.
La descripción de San Sebastián, maniatado y asaeteado hasta la agonía, marcó una constante en la estética de Mishima que unió belleza, erotismo y muerte. Con él, pudo plantear la idea del cuerpo masculino joven y bello arrastrado a la nada, la idea de un guerrero cuyo cuerpo anunciaba la muerte. Y, su aparición, como deus ex machina, abría el esquema trágico de Confesiones de una máscara e iniciaba la consciencia del destino en forma de homosexualidad congénita. Al mismo tiempo, la escena era reforzada e ilustrada a partir del vínculo con la masturbación. En este sentido, el narrador describe, al detalle, su primera eyaculación cuando observó el San Sebastián de Guido Reni. La imagen se encontraba en un libro que su padre mantenía escondido, y, de esa forma, se incorpora lo prohibido en la narración. La escena describe la primera masturbación del narrador, su primera eyaculación en terreno yermo y el inicio de lo que él denomina su mal hábito.
Como decíamos más arriba, la eyaculación arroja a la experiencia del vacío y, en Mishima, adquiere una forma homoerótica con fuerte carga viril que nos lleva a lo que, teniendo en cuenta el significado del que dotó al cuerpo masculino, denominamos desierto. Esta visión coincide con lo que George Bataille, autor con quien posteriormente vinculó su cosmovisión, planteó en Lágrimas de Eros. En este ensayo, el francés diferenció entre la procreación utilitaria, que puede ser algo mecánico, y el erotismo, que implicaría la experiencia de la muerte definitiva. De hecho, según planteó, es en el mundo de lo erótico, cuya violencia parte de la consciencia de la muerte y lo prohibido, donde encontraríamos una clara diferencia con respecto a la sexualidad animal. Y, con base en estas características, lo erótico se posicionaría entre las sombras del mundo planificado y racional del trabajo y el beneficio. De este modo, alejado de la procreación, el orgasmo erótico se vivirá como una pérdida, denominada petite morte o muerte dulce, por constituir un gasto de fuerza vital que se ha corroído al perder, en el mundo moderno, su lado religioso.
En esta misma línea, en el momento en el que aparece la imagen del mártir, el narrador de Confesiones de una máscara plantea su inversión sexual y su tendencia a la masturbación como metáfora de la experiencia universalizable de la nada, el desierto y la muerte. Estamos ante un acto profundamente estéril representado por el brillo opaco, como los ojos de un pez muerto, de las gotas de semen que se esparcen por los libros de texto. Esos objetos sobre los que derrama su potencia vital, los libros, serán motivo de vergüenza cuando Omi, el hombre de acción de quien está enamorado, los observe.
En un pequeño poema en prosa, que el narrador asegura haber escrito años después de su experiencia con la pintura de Guido Reni, planteó el origen marino de San Sebastián en cuyo pecho podía oírse el rumor de las olas y cuya belleza estaría destinada a la muerte. El mar, como anuncio del ocaso vital, será el escenario de una de las eyaculaciones del narrador en la que experimenta una extraña tristeza y, esta vez, la realidad marina, encargada de evidenciar la muerte, no será un pez de mirada opaca sino las conchas muertas a las que recuerdan los pies sumergidos en un agua que invade su cuerpo y arrastra, hacia la muerte, los espermatozoides.
Toda la escena del San Sebastián de Reni pretendía expresar la idea del destino trágico. Para lograr este objetivo, Mishima la sostuvo a través de una cita de Hirschfeld, quien consideraba los cuadros que representan la imagen del mártir como los primeros entre las obras de arte que suelen complacer especialmente a los invertidos (Mishima 2010: 57). En esta línea, el narrador abraza la teoría de la homosexualidad congénita planteada por Hirschfeld con la finalidad remarcar la inexorabilidad de un destino contra el que no se puede luchar y, de ese modo, la nada realizaría el papel de los dioses paganos en las tragedias griegas.
Para Cecchi (Cecchi 1999: 36), el personaje que mejor expresa la intención del esquema trágico es Omi, cuya presencia se encuentra fuertemente influenciada por Dargelos, uno de los personajes principales de Los chicos terribles de Cocteau. Omi, de quién el narrador de Confesiones de una máscara se encuentra enamorado, como un Dargelos renovado, nos muestra la primera vez en la que Mishima adapta un personaje clásico, de estas características, en su obra. En él, encarnó el joven bello y rebelde sobre el que proyectó el universo de San Sebastián. Lo hará en una escena en la que el narrador se imagina a Omi atado y siendo asaetado y sacrificado. La belleza, la vitalidad y la potencia de Omi ha de ser sacrificada puesto que lo bello, continúa Cecchi, nace con un sentido trágico (Cecchi 1999: 36). Esta visión de la belleza, ligada a la destrucción, también será la base argumental de El Pabellón de Oro y entronca con la visión estética que Mann había defendido en su La muerte en Venecia.
En El sol y el acero, volveremos a ver el acto violento de la eyaculación y su vinculación con la muerte. Pero, esta vez, el escenario no será el mar, sino otro de los elementos recurrentes de la estética de Mishima, el cielo, pero un cielo vaciado de dioses. En la escena, el narrador, quizás más cercano al autor que en Confesiones de una máscara, experimenta la acción del espermatozoide a bordo de un caza. Eyacula hacia el cielo, como hacia el mar, transformado en un nuevo Ícaro cuya voluntad le lleva a una muerte de hombre fáustico. Ahora, ya no es la muerte la amenaza que arrastra el esperma al vacío, sino que es el hombre de acción el que va al encuentro del destino armado de músculo y acero. En esta escena, la experiencia del desierto y del vacío de la pequeña muerte ya ha recorrido un camino hacia la gran muerte, un seppuku de connotaciones sagradas como denota el azul más vivo del cielo.
En la masturbación, también podemos ver de qué forma el narrador se transforma en víctima y verdugo, en objeto y sujeto de un acto que permite vivir el sadismo y el masoquismo a partir de la obra de arte. Esta visión del artista, como ontológicamente sufriente, también la expuso Mann cuando aseguró que ese había sido el objetivo de Cervantes en el Quijote:
Recibe palizas infinitas, casi tantas como Lucio en la novela del asno. Y, no obstante, su autor le quiere y le respeta. ¿No tiene esta crueldad un aspecto de mortificación, de burla y castigo contra sí mismo? Me parece como si alguien expusiera a la risa su fe, tantas veces engañada, en la idea, en el hombre y su ennoblecimiento (Mann 1961: 42).
El deseo de abrazar el destino de destrucción, mediante la transformación en el símbolo que lo representa, lo vemos en los momentos en los que el narrador posa como un San Sebastián que acoge la muerte en su potente torso moldeado a imagen del espíritu clásico. Pero esa asimilación fracasa en un cuerpo que no posee la belleza suficiente que precisa la destrucción. Y, en ese momento nacía el deseo de ser otro, de poseer un cuerpo digno de ser destruido.
De este modo, el San Sebastián de Reni no solo fue una constante simbólica en la obra de Mishima, sino que tuvo un papel determinante en su vida. La visión del santo fue evolucionando a medida que lo hacía el pensamiento del autor, y, de ser un icono del vacío, pasó a mostrar la búsqueda de un significado que se había desvanecido debido al vaciado ontológico, simbolizado por la desacralización del emperador, que ya no permitía un sacrificio como el de San Sebastián. En aquel momento, era necesario superar el nihilismo, punto culminante de la muerte de Dios, que corroía la imagen del sacrificio sagrado. Esta corrosión se ensañaba, especialmente, con aquellos que habían muerto por un emperador que, debido a su nueva dimensión humana, los arrojaba al absurdo y al vacío. Así, se había ido imponiendo la mirada a un cielo que ya no sería el del joven soldado sacrificado por algo trascendente, sino un espacio de profunda melancolía.
Como en un juego de espejos, Mishima se transformó en San Sebastián como una obra de arte que mostraba la correspondencia entre lo proyectado y su reflejo. Tras modificar su cuerpo, se hizo fotografiar en la misma posición que la figura de Reni pero, en su caso, el cuerpo martirizado mostraba una nueva saeta que indicaba el lugar exacto en el que se inicia el seppuku. Esta asimilación con el joven sacrificado tiene similitudes con el pseudónimo Wilde. En esta transformación, el artista se transformó en objeto artístico y, de esa forma, consiguió fusionar la visión del chivo expiatorio sacrificial, de Wilde, con la visión de la obra de arte, arrojada a la destrucción, de Mann. Mishima, como esa obra de arte, fue sacrificado mediante el ritual del seppuku. Y lo hizo asumiendo el nihilismo, intentando superarlo mediante la acción y persiguiendo el absoluto más allá del decadentismo estético.
El desierto y la tierra nocturna
A los cinco años de edad, el narrador de Confesiones de una máscara generó uno de los primeros recuerdos que le atormentaron. En el momento en el que se dirigía a su casa, de la mano de una mujer cuya identidad no recuerda, se cruzó con el descenso de un joven que cargaba cubos repletos de excrementos, ya que era el encargado de vaciar los retretes de las casas. En ese momento, percibió la llamada del amor malevolente de la Madre Tierra y deseó ser él:
Lo que sentí por su oficio era algo parecido a un dolor punzante, a una pena teñida de nostalgia que me sobrecogía. Tuve la sensación de que su ocupación poseía un elemento trágico en el sentido más voluptuoso del término. Era una sensación de abnegacoión, de decadencia, de intimidad con el peligro, una mezcla espléndida, en fin, de la nada y de la vida (Mishima 2010: 19).
Ésta es la experiencia de un nuevo Zaratustra que anuncia la muerte en su descenso de las montañas. De hecho, en ese instante, el narrador toma consciencia de su propia muerte que le genera la nostalgia y el dolor de una pérdida. Aquí, el elemento trágico vuelve a ser el destino inexorable de la nada.
En la cultura japonesa, la presencia de los excrementos es algo habitual y no siempre ha generado un sentimiento de nostalgia y tristeza. En esta línea, las fuentes se remontan a los textos mitológicos que componen el Kojiki. En ellos, se muestra la potencia fértil de la diosa primigenia Izanami de forma escatológica.
De su vómito nacieron entonces el dios Kana-yama-biko-no-kami y la diosa Kana-yama-hime-no-kami.
A continuación, los dioses que nacieron de las heces de Izanami fueron Hani-yasu-biko-no-kami y Hani-yasu-hime-no-kami; y de la orina, los dioses Mitsu-ha- no-me-no-kami y Waku-musubi-no-kami (Rubio, C., & Moratalla, R. (ed.) 2015: 60).
En este fragmento, podemos ver el contraste entre la visión del vacío que plantea Mishima y la idea de que todo lo que tiene relación con lo divino nunca es infértil, ya que siempre se produce la transformación en potencia vital y, tanto los excrementos como la orina de Izanami, se transforman en dioses.
La predilección por las heces, en el terreno de lo humano, ya podemos encontrarla en el periodo Heian (794-1185), momento en el que aparecen rollos ilustrados en los que pueden verse situaciones escatológicas de carácter jocoso. El humor que envuelve estas obras denota un trato peculiar en el contexto que los originó, los monasterios budistas. Para la concepción del Budismo Zen, la condición humana está rodeada por el absurdo y las necesidades muestran su límite. Por lo tanto, lo que es signo de vida en una diosa creadora, se torna en signo de muerte en el terreno de lo humano. Esto lo podemos ver, también, en los Hohigassen de época Edo que constituyen representaciones gráficas de flatulencias. Esta visión, de una humanidad limitada por sus necesidades, permaneció en el tiempo y estará presente, incluso, en el anime. Por ejemplo, en el Dr. Slump, la niña robot, Arale, suele avergonzar a los humanos con su inquietud acerca de unas deposiciones que muestran algo de la precariedad del mundo orgánico.
Así, la visión tradicional de los excrementos muestra la distancia entre lo divino y lo humano. La dimensión temporal, que reconoce en lo humano, tiene la finalidad de cuestionar el apego y la absolutización de lo contingente. Sin embargo, el punto de vista de Mishima sobre esas heces genera la nostalgia ante la nada que es la vida. De este modo, el límite humano, que puede ser fértil si mueve a la experiencia de lo sagrado, es transformado en algo estéril a partir del nihilismo trágico que anuncia ese nuevo Zaratrusta que desciende cargado con el símbolo de la muerte. Y, como con San Sebastián, ese cuerpo joven y viril, que encarna la inminencia de la destrucción, despierta en el narrador el deseo de ser él. De ese modo, vemos de nuevo una pulsión masoquista que denota la exigencia nihilista de plenitud. Este deseo, de ser ese otro arrojado a la aniquilación inminente, será proyectado sobre varios tipos humanos, como maquinistas de tren o soldados.
Las creaciones de Mishima fueron, ante todo, obras de arte que constituyeron una plasmación literaria del universo mental del autor independientemente de su experiencia vital. Para ello, utilizó un sistema deductivo que consistía en proyectar el mundo de las ideas sobre personajes y situaciones, más o menos reales, profundamente ficcionados.
Su obra constituye un referente cultural que muestra, a partir del simbolismo, las características de la sociedad japonesa en la postguerra. La característica más destacable de aquel momento era la crisis existencial, producida por la destrucción de referentes, y el avance del nihilismo corrosivo que erosionó el alma del Japón.
Contra esta situación poco podía hacerse, como planteó Mishima a través del esquema trágico planteado en Confesiones de una máscara. Para plantear esta imposibilidad de resistencia, utilizó las teorías de Hirschfeld sobre la homosexualidad congénita. Y, de este modo, el nihilismo se transformaba en el destino de los hombres y generaba un esquema trágico. En este punto, Mishima se apartaba del espíritu apolíneo de su admirado Mori Ogai y, de su dominio de las pasiones solo mantendrá la belleza del cuerpo clásico. De hecho, su héroe fue un onanista enfermo, incapaz de hacerse cargo del mundo mediante la acción, que solo podría ejercer como voyeur y desear ser otro. Este deseo trascendió lo meramente literario y se transformó, mediante la fusión de la obra de arte y su creador. Con esta fusión de objeto y sujeto, a Mishima solo le quedaría el camino de la autodestrucción.
La homosexualidad aparece, como deus ex machina, con la figura de un San Sebastián seleccionado por Mishima con la finalidad de exponer varios niveles de su estética y de su filosofía con base en Oscar Wilde y Thomas Mann. Por un lado, y tras superar la prohibición, veríamos la exposición del cuerpo masculino llamado a la muerte. Esta imagen, en la postguerra de un Japón emasculado, generaría una reacción pasiva, la masturbación. Esta sería la acción infértil del sometido que permite que toda su potencia vital se escape hacia el vacío. Por otro lado, la fuerte carga homosexual fue utilizada como metáfora objetivable y universalizable del nihilismo y la crisis de significado que azotaba a un Japón desacralizado.
Finalmente, el portador de excrementos desciende como un nuevo Zaratustra que anuncia la muerte y la nada. En ese momento, se despierta la consciencia y la pulsión de muerte del narrador que experimenta la condición efímera de la realidad. Por lo tanto, el portador de excrementos y San Sebastián son símbolos, que trascienden la experiencia del autor, que son usados como mecanismos efectivos del esquema trágico.
Bibliografía citada
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Takada, K. (2004). A comparative study of Mishima Yukio and Oscar Wilde: with particular reference to their views of the absolute. The University of Edinburg.
Takada, K. (2004). A comparative study of Mishima Yukio and Oscar Wilde: with particular reference to their views of the absolute. The University of Edinburg.
Fascinante, es una mirada a la infancia de Mishima y cómo su entorno moldeó su carácter y su obra. La narración es envolvente, con una sensibilidad especial para captar la complejidad de sus emociones. Se aprecia un equilibrio entre lo íntimo y lo analítico, lo que permite entender mejor la personalidad del autor sin perder el ritmo de la lectura. Una pieza imprescindible para quienes buscan profundizar en la figura de Mishima.
Un relato muy interesante.
Conociendo lo más profundo de Mishima
La mitologías japonesa es de las cosas más curiosas que he leído. Más capítulos por favor
Me gusta , me tiene atrapada la lectura. Muy bien escrito.
Tratar una cuestión tan sustancial y dramática como el el nihilismo, y conseguir plasmar con una profundidad inquietante esta experiencia, hoy, casi universal situándola en la obra de Mishima, me parece simplemente genial.