El diablo toca la flauta

Capítulo 1. El diablo toca la flauta

Seishi Yokomizo

En el momento de iniciar el primer capítulo de esta terrible historia, siento remordimientos de conciencia.

A decir verdad, no quería narrar este relato. No me apetecía escribir y publicar esta horrible historia porque fue un caso trágico y brutal, lleno de maldición y odio. No contiene elementos que puedan divertir a los lectores. 

Aunque soy el autor, no puedo predecir con qué palabras concluiré esta historia, pero sé que mis lectores seguramente terminarán el relato con un gran dolor en el corazón y una tristeza sin consuelo, debido a la inefable malignidad de lo narrado. Sería normal que una historia policiaca sobre crímenes dejara una sensación desagradable, pero este caso es muy especial, tanto que me acobarda escribirlo. Creo que Kosuke Kindaichi pensaba lo mismo, y que por eso dudó antes de entregarme la información. 

En realidad, este caso debería haberse publicado antes de las últimas aventuras que he escrito sobre Kosuke Kindaichi, las cuales llevan publicándose un par de años. Es decir, que estaría entre El caso del Gato Negro y el homicidio múltiple del clan Furugami. Sin embargo, lo he mantenido en secreto hasta ahora porque me preocupaba que algunos detalles del caso (el irredimible desconsuelo, la escandalosa consanguineidad y la asombrosa intensidad del odio) repugnaran a los lectores. 

A pesar de todo, debido a la fuerte presión de la editorial para que le entregue más obras, me decidí y, con el consentimiento de Kosuke Kindaichi, intentaré narrar esta historia. Obviamente, y aunque no me apetece demasiado ponerme a ello, lo haré lo mejor posible. 

En este momento me encuentro rodeado por los numerosos documentos sobre este suceso que me proporcionó Kosuke Kindaichi. Entre todos ellos hay dos objetos que llaman mi atención: una fotografía y un disco de vinilo. 

La fotografía es del tamaño de una tarjeta postal y en ella aparece el retrato de un caballero maduro. Cuando le hicieron la foto, tenía cuarenta y dos años, la llamada edad nefasta. Ya sea porque la estoy viendo con esa idea en mente, o bien porque la asocio con estos horribles hechos, la fotografía hace que me estremezca. 

El caballero tiene la piel ligeramente bronceada y la frente amplia, y está peinado con la raya al lado izquierdo. Su nariz alargada, el ceño fruncido y su mirada melancólica me hacen suponer que oculta un fuerte conflicto interior, que guarda sus emociones a buen recaudo y nunca las expresa. Tiene la boca pequeña y los labios relativamente finos, pero no da la impresión de ser una persona fría o cruel, sino de tener un carácter tímido y algo afeminado. Sin embargo, la mandíbula amplia me hace creer que hay una determinación dormitando en su interior que podría despertar en cualquier momento, como si tuviera una cara oculta tras la fachada de timidez. Lleva un traje sobrio, pero su corbata de cordón me parece un indicio de su temperamento artístico. 

En resumen, la impresión general que percibo de la fotografía es que se trata de un caballero noble y atractivo. 

Hablamos del vizconde Hidesuke Tsubaki, que tuvo un papel protagonista en este horrible caso. Seis meses después de inmortalizarse en esta fotografía, decidió desaparecer para siempre. 

Ahora hablaremos del otro objeto: el disco de vinilo. Es de diez pulgadas y su título es El diablo toca la flauta; fue lanzado por la discográfica G después de la Segunda Guerra Mundial. Se trata de música para flauta. El compositor e intérprete de esta obra es el propio Hidesuke Tsubaki. Lo curioso es que terminó y grabó la composición aproximadamente un mes antes de su desaparición. 

Antes de comenzar el relato, escuché este disco incontables veces y siempre me impresionó su tono frío, funesto y terrorífico. No creo que se tratara solo de su relación con la historia que voy a narrar; hay algo realmente extraño en la melodía de la flauta, debido a la discordia o disonancia que existe en el tono musical. A mí me parece que esta anomalía consigue aumentar el carácter terrorífico y lunático de la música, imbuyéndola de odio y de rencor. 

Soy lego en música, pero me parece que esta composición tiene algunas semejanzas con la Fantasía pastoral húngara del austriaco Franz Doppler, que también es una composición para flauta. La gran diferencia es que la pieza de Doppler tiene una parte alegre, mientras que El diablo toca la flauta de Hidesuke Tsubaki se mantiene siempre triste y funesta. El crescendo, sobre todo, son los gritos del espíritu de un difunto que manifiesta su odio y rencor en un cielo oscuro. Hasta a mí, que no tengo buen oído, me deprime y estremece. 

Supongo que el título, El diablo toca la flauta, es una referencia al bellísimo poema La cristalería, de Mokutaro Kinoshita, cuando dice: «El ciego toca la flauta». Pero esta composición musical no posee nada del encanto que muestra el poema del señor Mokutaro. Lo que sí contiene es, como dice el título, un alarido del diablo expresado a través del sonido de la flauta; es una melodía sangrienta, diabólica y maldita. 

Si yo, que no estoy involucrado, siento esta fuerte energía diabólica, ¿qué debieron sentir los afectados cuando escucharon esta música después de la desaparición del vizconde Hidesuke Tsubaki? Al imaginar su inquietud y terror, me recorre un escalofrío. 

El diablo toca la flauta. Ahora sé que esta música discordante era la clave para esclarecer el misterio del terrible caso que relataré a continuación. 

El año 1947, momento en el que ocurrió todo esto, fue un año plagado de noticias que llenaron las páginas de sucesos del país. Sin forzar la memoria, recuerdo al menos tres gran- des incidentes que sacudieron Japón. Ya entonces sabíamos que dos de ellos estaban relacionados pero, curiosamente, el otro también contaba con un vínculo importante. 

Este último fue el llamado «caso Tengin-do», que espeluznó al mundo. Fue un suceso tan terrorífico y perturbador que solo leer su nombre me provoca escalofríos. Creo que no es necesario que ofrezca los detalles de este crimen inaudito del que incluso se hizo eco la prensa internacional, pero lo describiré brevemente por si acaso. 

Sucedió aproximadamente a las diez de la mañana del día 15 de enero de 1947. Un hombre apareció en la famosa joyería Tengin-do, ubicada en el distrito de Ginza, en Tokio. El individuo, que aparentaba unos cuarenta años, tenía la piel bronceada y cierto aire de nobleza. Exhibía un brazalete de inspector de Sanidad y llevaba un maletín como el que portan los médicos. Pidió hablar con el gerente de la joyería 

en su despacho, junto a los expositores, y mostrando una tarjeta de visita que decía «Ichiro Iguchi – Departamento de Sanidad Pública Municipal» insistió en que, debido a un brote infeccioso en la zona, todos los dependientes debían tomar un medicamento para prevenir el contagio. 

Después, algunas personas criticaron la reacción del gerente y de los ingenuos empleados, que obedecieron ciegamente al supuesto inspector. Sin embargo, el tal Ichiro Iguchi actuó tan bien, se mostró tan tranquilo y seguro, que nadie dudó de su identidad. 

Después de reunirse con el inspector, el gerente llamó a su despacho a todos los trabajadores. Como era temprano, todavía no había clientes; los empleados habían terminado de colocar las joyas en las vitrinas y no estaban ocupados. Cuando el gerente los llamó, se reunieron todos, incluso la limpiadora. En total eran trece personas, incluyendo al gerente. 

En ese momento, el tal Ichiro Iguchi sacó de su maletín dos frascos de vidrio y vertió su contenido en tazas de té. Después, les explicó cómo debían tomar el líquido. Nadie imaginaba el horrible destino al que se enfrentarían unos segundos después, y se tomaron el medicamento tal como el inspector les indicó. De inmediato, el despacho se convirtió en un infierno. 

Lo que tomaron fue cianuro de potasio. Todos cayeron al suelo. Varios murieron al instante, pero otros tuvieron un final agónico. Tras asegurarse de que todos se habían bebido el líquido, el envenenador guardó sus pertenencias en el maletín, robó las joyas de la tienda y se marchó corriendo. 

Según la investigación policial, el sujeto se llevó joyas por un valor estimado de trescientos mil yenes. 

El terrible homicidio múltiple se descubrió unos diez minutos después de que el criminal se diera a la fuga. Un cliente que entró en la tienda escuchó los extraños gemidos y las voces de los moribundos solicitando auxilio y los encontró en el despacho. 

La escena era verdaderamente dantesca. De los trece, solo tres personas salvaron la vida; los otros diez murieron antes de que llegaran los médicos y la policía. Este fue el llamado «caso Tengin-do». 

En realidad, fue un crimen sencillo, aunque bien planificado. A pesar de la comprensible degeneración de la sociedad de la posguerra, la crueldad de este asesino provocó una conmoción sin precedentes. Además, al contrario de lo que se esperaba, la policía tardó en capturar al criminal y esto empeoró el problema. 

Obviamente, la policía hizo bien su trabajo. La investigación se llevó a cabo desde distintos enfoques: rastrearon las joyas robadas, investigaron la procedencia de la tarjeta de visita de Ichiro Iguchi… Gracias a los testimonios de los tres supervivientes y de algunos testigos que vieron al sujeto cuando salía de la joyería, se hizo un retrato robot del sos- pechoso que se difundió para solicitar la cooperación de los ciudadanos y encontrar al criminal lo antes posible. 

Dicho retrato se modificó cinco veces, y en todas las ocasiones se publicó en los periódicos de tirada nacional. Los lectores lo recordarán: cada vez que aparecía una nueva imagen, se generaba un nuevo alboroto. 

A la comisaría de policía llegaron cantidad de informes y denuncias anónimas: fulano de tal se parece mucho al sospechoso; el tipo del retrato robot es idéntico al que vive en tal dirección. Cada vez que recibían una denuncia, los investigadores comprobaban la información a sabiendas de que no sería la persona que buscaban. Era un verdadero caos. 

Por otro lado, hubo muchas personas a las que la policía detuvo en la calle solo por parecerse un poco al retrato robot, lo que era muy incómodo. Esto no solo ocurrió en Tokio, sino en otras muchas partes del país. 

Y resulta que este caso tenía un extraño vínculo con la historia que relataré más adelante. 

Como he mencionado, lo de Tengin-do sucedió el 15 de enero de 1947. Unos cincuenta días después, es decir, el cinco de marzo, los periódicos dieron la noticia de un incidente que de nuevo sorprendió a todo el mundo y que fue el preámbulo del horripilante homicidio múltiple que voy a narrar. 

En esa época todavía no se había publicado El ocaso, de Osamu Dazai, así que no se usaron expresiones como «Los ocaso», o «La clase ocaso». De haber sido ya editado, sin duda habría sido el primer hecho real al que se le habría etiquetado como de «La clase ocaso». 

Ese día, los periódicos informaron en primera plana de la desaparición del vizconde Tsubaki, puesto que era la primera gran tragedia que ocurría en su entorno, una familia aristócrata en decadencia, y esto llamó la atención de la sociedad. 

La fecha en la que los periódicos dieron la primera noticia sobre la desaparición del noble fue el 5 de marzo de 1947, aunque esta se había producido cuatro días antes, es decir, el primer día del mes. El vizconde salió de su casa alrededor de las diez de la mañana sin decirle a su familia a dónde iba y nunca regresó. 

La vestimenta que llevaba ese día era un sencillo traje de color gris, y sobre este, un abrigo de diseño simple de ese mismo color, con un viejo sombrero fedora de la marca Stetson. 

Su familia no creía que se hubiera marchado de casa, o no quería creerlo, y esperó su regreso los días posteriores. Obviamente, preguntaron por él a sus familiares y amigos, pero no descubrieron nada, así que finalmente denunciaron su desaparición el cuarto día y la noticia se hizo pública. 

El vizconde no dejó ninguna carta de despedida. No obstante, por cómo se produjo la desaparición, cabía la posibilidad de que fuera un suicidio, así que la policía local compartió rápidamente la información que poseía con la policía de otras localidades y al día siguiente publicó la fotografía del desaparecido en los periódicos. 

La fotografía publicada es la que tengo en mi poder. 

Si realmente había sido un suicidio, todos aquellos cercanos al vizconde imaginaban el motivo, a pesar de que no había dejado una carta de despedida. 

Era un hombre demasiado idealista para sobrevivir en una sociedad que se hallaba en una época de cambios bruscos. Era un caballero honrado y muy tranquilo, casi afeminado, y prácticamente incapaz de ganarse la vida. Trabajaba en la Secretaría de la Casa Imperial, pero fue destituido cuando esta fue abolida y sustituida por un organismo más reducido a consecuencia de los numerosos cambios en el gobierno de la posguerra. Parece que, aun formando parte de dicha Secretaría, no ocupaba un puesto importante. Además, dicen que la situación por la que pasaba su familia en esos momentos también habría sido un factor determinante para su marcha. 

La mansión de la familia, ubicada en el barrio de Azabu- Roppongi, se salvó de los bombardeos. Pero resulta que esto fue un motivo de sufrimiento para el vizconde Tsubaki, ya que, al terminar la guerra, se vio obligado a acoger a los parientes de su esposa que sí habían perdido su vivienda: su tío, el conde Kimimaru Tamamushi, y su hermano mayor, Toshihiko Shingu. Dicen que la convivencia era insoportable para el sensible vizconde Tsubaki. 

Aunque la mansión pertenecía a los Tsubaki, la propietaria era su esposa, Akiko. El clan Tsubaki había pertenecido a la nobleza desde la era Heian, pero a partir de la reforma 

de la clase aristocrática que se llevó a cabo durante la Restauración Meiji, nadie había conseguido mantener la histórica gloria de la familia. Por lo tanto, aunque en el nuevo sistema consiguieron conservar el título nobiliario, se empobrecieron. Cuando el vizconde Tsubaki era joven, su familia ya se enfrentaba a tales dificultades económicas que ni siquiera podía mantener la dignidad que correspondía a su clase social. Lo que los sacó de esa situación fue el matri- monio con Akiko Shingu. 

La familia de Akiko, el clan Shingu, descendía de un daimio. Sus ancestros eran buenos comerciantes y famosos por su riqueza. Además, la familia contaba con un importante protector: el conde Tamamushi, un tío materno de Akiko que, antes de la guerra, había llevado la batuta en el partido Kenkyu-kai y dirigido la cámara alta del congreso. Nunca llegó a ser ministro, pero tenía mucha influencia en la esfera política. 

Hay testigos que afirman que el vizconde Tsubaki se preguntaba por qué el conde Tamamushi permitió que su querida sobrina se casara con él, que no era un hombre importante. Y todo apunta a que el conde no veía con buenos ojos dicho matrimonio. Siempre hablaba mal del marido de su sobrina: decía de él que era un inútil que solo sabía tocar la flauta. Puede que a alguien tan agresivo como el conde Tamamushi le pareciera poca cosa alguien como el vizconde Tsubaki, que no sentía ningún interés por el poder ni tenía afán por crearse una fortuna. Sin embargo, elogiaba a su sobrino Toshihiko Shingu, al que solo le interesaban el alcohol, las mujeres y el golf, diciéndole que era un digno descendiente de un gran señor feudal. 

En conclusión, el tío arrogante y el cuñado libertino se trasladaron a la mansión y se hicieron con el control de la misma. Además, insultaban al vizconde con frecuencia. 

Según ciertos círculos, en aquellas circunstancias era comprensible que aquel hombre, aun siendo una persona muy tranquila, no soportara la presión y abandonase el hogar. 

Mientras los periódicos hablaban sobre la desaparición, y sin que nadie supiera si el vizconde seguía vivo, una empresa discográfica aprovechó la coyuntura y publicó un disco de vinilo cuyo título os resultará familiar: El diablo toca la flauta. Como he mencionado antes, esta obra musical ocultaba las claves para esclarecer el misterio del caso, pero entonces nadie se percató de ello. Además, como era música de flauta, no tuvo demasiada repercusión en la sociedad. Si hubiera sido un género musical más popular, a lo mejor habría sido distinto. 

Pasaron dos meses sin que hubiera novedades sobre el vizconde Tsubaki. Aquellos cercanos a él estaban convencidos de que se había suicidado, pues lo habían oído hablar de la muerte después del final de la guerra; además, él solía decir que, si tenía que morir, prefería hacerlo solo, en un lugar donde nadie pudiera verlo. Así que imaginaban que se había adentrado en la montaña para quitarse la vida, llevando a cabo su idea. 

El catorce de abril (esto es, cuarenta y cinco días después de la desaparición) se encontró el cadáver de un hombre en la sierra de Kirigamine, en el centro del país. Por sus pertenencias y su manera de vestir, se consideró que podía ser el desaparecido Hidesuke Tsubaki y rápidamente se informó a su familia. 

Cuentan que, al recibir la noticia, los familiares discutieron para ver quién iba a recoger el cadáver. La señora Akiko había enfermado tras la desaparición de su esposo; aunque no estaba muy mal, habría sido incapaz de manejar la situación, así que decidieron enviar a su hija Mineko. Su primo Kazuhiko, que además de ser sobrino del vizconde Tsubaki recibía clases de flauta de este, se ofreció a acompañarla. 

Pero Mineko tenía solo diecinueve años y Kazuhiko, veintiuno; todavía eran muy jóvenes para enfrentarse solos a una situación tan delicada, por lo que necesitaban que los acompañara alguien más maduro. Toshihiko, el padre de Kazuhiko, era el más adecuado, pero en un principio se negó. En lugar de ir a recoger el cadáver de su cuñado, prefería gastarse el dinero de su hermana con señoritas de compañía, o simplemente jugar al golf a costa de algún amigo. Sin embargo, al final cedió a los ruegos de su her- mana a cambio de que esta le diera una buena suma de dinero para divertirse después. También los acompañó un joven llamado Totaro Mishima, hijo de un viejo amigo del vizconde Tsubaki del que este era tutor desde que la guerra lo dejó huérfano. 

El cadáver fue incinerado tras una autopsia realizada por las autoridades locales pero, curiosamente, casi no se había descompuesto a pesar del tiempo transcurrido. Según la investigación policial, el fallecido había tomado cianuro de potasio justo cuando se marchó de casa, es decir, el mismo día uno de marzo. Parecía inevitable que su rostro pareciera diferente, pero en general se conservaba lo bastante bien para que su familia lo reconociera sin problemas. La hipótesis era que esto se debía al clima frío de la zona. 

De esa manera, el vizconde Hidesuke Tsubaki puso fin a su existencia. Si falleció el uno de marzo, todavía conser- vaba el título de vizconde en el momento de su muerte1. Tal vez quería morir siendo noble. 

Aparentemente, la desaparición del vizconde Hidesuke Tsubaki se había resuelto, pero en realidad no había concluido. Seis meses después, con la fanfarria del diablo, se reanudó la investigación de la desaparición del vizconde desde otra perspectiva. 

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