Flores que salvamos del naufragio
Flores que salvamos del naufragio
Autor: Suso Mourelo
Adelanto del próximo libro de Suso Mourelo. Una novela sobre la sensibilidad y la soledad en una sociedad reglada y exigente.
Son las nueve y cinco, la agencia lleva unos minutos cerrada. Miro a mi alrededor. Llueve y no hay nadie en la calle, la capucha y el paraguas me protegen. Me pongo los guantes, rasgo el cartón, saco las tres ratitas, una, dos y tres, las meto por la ranura de la correspondencia, yiumm yiumm yiumm, una, dos y tres. La abertura es suficientemente alta para que quepan, aunque tenga que aplastar sus cuerpos y empujar las cabezas. Había imaginado que estarían frías y duras, pero era una tontería: solo están aletargadas. Hace un rato que me acompaña su emanación: es dulzona, pero no procede solo de la caja de los bollos en la que estaban, imagino que obedece a alguna reacción química por efecto de la anestesia.
Aún tengo tiempo para tomar un café y deshacerme de la caja de cartón: no quiero llevarla a mi trabajo. Voy a tirarla en la papelera de la cafetería.
La cafetería no cierra de noche. Suelo venir sobre las siete, cuando comienza a despoblarse. Cuando me voy, un par de horas más tarde, solo entra gente de paso y los insomnes que temen la soledad y la noche. Tomo un café y un dulce. Mis bollos preferidos son los hojaldres de crema, aunque lo que más me gusta de este lugar es el olor del café y de la masa al hornearse. El aroma cambió hace un año, cuando la vieja propietaria se jubiló. Los nuevos dueños mezclan la mantequilla con margarina y añaden algún potenciador de aroma para atraer a los clientes, pero aún resulta rico.
Conocía a la dueña. Durante cinco años vine casi todas las noches después del trabajo, cuando tenía horario diurno. Hoy solo tengo tiempo para sentarme un rato. Ha sido un día muy largo. Mi piel ha perdido la fragancia de las sales de baño y está impregnada de la leña del restaurante y, sobre todo, de mi excitación.
Me diagnosticaron hiperosmia cuando era muy joven, justo después de que me llegara la regla. El médico me explicó que se debía al cambio hormonal y que afectaba a dos y media de cada cien mil personas, pero que no duraría toda la vida. Imaginé a dos personas y media persona cortada en vertical. Resultaba extraño esa forma de decirlo. ¿Por qué no dijo cinco de cada doscientas mil personas? Tal vez eso haga el cálculo más difícil. Me preguntó si desde pequeña había tenido un olfato especial.
—Siempre más que nosotros, pero no era algo exagerado. Eso le explicó mi madre.
Ocho o nueve meses después de esa primera ola, la hipersensibilidad descendió, aunque desde entonces mi sensibilidad es mucho mayor que la de cualquiera que conozca. Por un tiempo, eso me hizo sentirme especial, como la portadora de un don. Mucho antes de entrar en casa podía saber qué verduras había comprado mi madre para la cena o si mi abuela estaba y, al abrir la puerta, si había ido una mujer o un hombre de visita, si esa persona era mayor o joven.
En la escuela resultaba una molestia. No acudía a actividades extraescolares físicas, porque nunca me ha atraído el deporte, sino al club de música. Como el instituto estaba cerca de casa, si me levantaba temprano no tenía que tomar el metro y no estaba expuesta a los efluvios corporales. Y la emanación del sudor no me desagrada más que la de algunas comidas. Me provocan arcadas los restaurantes que utilizan grasa para cocinar y los tufos que repugnan a mucha gente: la putrefacción, las aguas estancadas o el humo de los coches. No son los olores intensos los que me molestan, sino los penetrantes, como la colonia, el gas o el cloro que se quedan dentro de mí durante horas.
Como percibo la fetidez mucho antes de llegar a su fuente, trato de mantenerme alejada. Esos efluvios me agobian, me dan dolor de cabeza y de vientre. Casi nadie lo entiende, así que cuando sucede es una tranquilidad estar sola. A cambio, puedo disfrutar las flores desde la distancia. Con el tiempo he desarrollado la capacidad de centrarme en un aroma entre los que me acechan. Me gustan todas las flores, aunque mis preferidas son las del jazmín y las de arbustos como los alcanforeros. En ocasiones, si estoy rodeada de ellos, también me abruman: veo cómo entran por la nariz y me invaden, tsan tsan, un río que me inunda, conquista mi cerebro, se queda allí y me asalta desde dentro, pun, pun, pun.
También hay sensaciones desagradables para mucha gente que a mí me sosiegan. Los veranos iba al pueblo de mis otros abuelos, los padres de mi padre, y me tranquiliza el aire de bosta de vaca, porque me trae el aliento de la despreocupación. Me satisface el tufillo de las algas en la arena al día siguiente de arrastrarlas la marea, cuando han perdido su frescor y comienzan a descomponerse. Me encanta el recuerdo que queda en los dedos, durante horas, después de tocar y limpiar el pescado.
Mi abuela decía: cuando una cosa sale mal hay otra buena esperando. Por eso, cuando se quedó viuda, se dedicó a los arreglos florales que había aprendido a hacer de niña. Para que pudiera aspirar a un marido conveniente, su educación se había centrado en las artes tradicionales, y además del ikebana, estudió el chadô y algo tan anticuado como el kohdô1, el camino de la fragancia del incienso, que ya no interesa a nadie, y cuando estaba alegre aún lo practicaba.
Desde hace un año mi vida ha cambiado. La muerte de mi abuela fue el desencadenante. Ahora siento la obligación de ajustar una cuenta pendiente a modo de exorcismo. Siempre he sentido ese deber de justiciera de asuntos nimios y cuando no lo he cumplido he temido quebrarme.
Mi día de hoy ha respondido a esa tarea.
Faltan diez minutos para las nueve y media. Voy al hotel.
Ha transcurrido un año. Entonces comuniqué a los propietarios que tenía que dejar el trabajo por prescripción sanitaria. Por tercera vez se desencadenó la marea y fui incapaz de limpiar habitaciones. El hedor de la explosión sexual y de los efluvios corporales prendidos en el aire me lo impedía. Ahora pienso que recibir esa sensibilidad cada siete años no obedece a un patrón temporal sino a un aviso de mi yo desconocido. Les dije esa frase «prescripción sanitaria», aunque no había hablado con ningún médico; sabía lo que me iba a decir, lo mismo que la segunda vez, siete años antes. Entonces también cambié de empleo. Llevaba meses como dependienta y el vapor de los tintes de la ropa comenzó a provocarme tal angustia que me costaba respirar. Lo percibía mucho antes de llegar, cuando subía en el ascensor, y algunos días me desmayaba. Tenía que ir al baño a vomitar, a mojarme la cara y el cuello y a limpiarme el sudor. Abandoné los grandes almacenes y me fui a vivir con mi abuela. Nueve meses después, cuando bajó la marea, busqué otra ocupación y comencé a trabajar como limpiadora de habitaciones.
A Katsuhiro esta historia le resulta graciosa. No me gusta esa actitud suya algo paternal, aunque tenga un año menos que yo. No hay muchas cosas que me disgusten de Katsuhiro ni muchas que me fascinen. No las hay en ningún hombre. Puede que en ningún ser humano. Tampoco necesito que la gente sea perfecta. Katsuhiro es una buena persona. Supongo que el mundo, incluso una sola ciudad como esta, está lleno de buenas personas. Basta que una de cada cien lo sea, incluso que sea tan poco habitual como la hiperosmia, para que haya millones de buenas personas y miles de medias buenas personas. Después de Massa, mi compañero de la High School, Katsuhiro es el hombre con el que más he hablado. Más que con mi padre y con mi hermano. Menos veces que con Arata, al que veo cada mañana y cada noche; pero salvo excepciones, las palabras de bienvenida y despedida no creo que sean una conversación. ¿Más que con Kano? Kano no era muy hablador.
Kano era amigo de Ayumi, algún tipo de pariente lejano, y ambos vivían en la misma calle, cada uno en un extremo. Algunas ocasiones acudían juntos a ceremonias familiares y, como eran casi de la misma edad —Kano le sacaba nueve meses—, Ayumi le acompañaba a alguna fiesta o él se unía a alguna salida que ella organizaba. Durante un tiempo nos vimos con frecuencia, una o dos veces al mes, siempre con Ayumi.
Quedamos solos cinco veces, a pasear. Íbamos al parque Inokashira, donde la diosa Benzaiten se pone celosa de los amantes y los separa. Nosotros no éramos pareja, nada podía sucedernos. Andábamos uno al lado de otro y casi no decíamos nada. Cuando anochecía, salíamos y seguíamos andando juntos hasta que era la hora de regresar a casa y tomábamos el tren, cada uno una línea. Luego llegaron los exámenes del último curso, yo me encerré a estudiar y no volvimos a vernos. Hasta un año después, cuando abandoné la universidad y empecé a trabajar. A Kano le tenía un cariño diferente. Nos envolvía un tipo de amor que nunca he sentido por nadie. Un día se detuvo y me miró con sus ojos húmedos:
—Hiromi, te admiro.
Eso fue todo. No sonrió, no intentó besarme, no explicó lo que quería decir. Lo miré. Luego seguimos andando.
La única persona que he admirado, con la que siempre he deseado pasar el tiempo junto a ella, era mi abuela.
Que Katsuhiro sea tan complaciente me desconcierta. No me parece mal, quiero decir que no me agobia, ni me parece especialmente bien, pues no me siento atraída por él. Trabaja como técnico de laboratorio y el día que nos conocimos, o el primer día que quedamos, me contó que quería formar una familia. Así que le deseé mucha suerte y él se rio.
(Continuará…)
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