Nawashi. El maestro de la cuerda
Nawashi. El maestro de la cuerda
Autor: Fuminori Nakamura
Capítulo 1
1
Una vez me vi tragado por un pequeño torbellino.
Las olas no eran especialmente altas. Tras sentir que tiraba de mi cuerpo, perdí la estabilidad en las piernas y me hundí como si estuviera flotando en el aire. El remolino engullía mi pequeño cuerpo y lo hacía descender lentamente con facilidad.
Naturalmente, ese torbellino era una pequeña parte del vasto océano. Un fruto del mar que intentaba arrastrarme hacia algún otro lado. El agua entró por mi garganta, pesada, ignorando mi reflejo del vómito, y aquel remolino comenzó a entrar en mi interior. Con la ayuda del brazo de un amable adulto que tenía al lado, salí a la superficie.
—Era un torbellino —le dije al desconocido, pero él simplemente negó con la cabeza, como si yo hubiera pretendido ahogarme. Como un niño que recibe poco afecto e intenta llamar la atención de la gente a su alrededor, sin importarle causar inconvenientes. Para él, ese lugar era poco profundo. En su bronceada piel había dos lunares.
La mujer había desaparecido. Cuando el remolino me tragó, me pareció ver una figura femenina en su interior. No, quizás esa era la imagen que me vino a la mente de manera gradual en aquellos momentos: una mujer siendo mecida por las olas en mitad del océano. Convertidas en innumerables brazos, tiraban de su bañador, pero las manos de la mujer intentaban evitarlo. Si no lo hacía, la gente vería su cuerpo desnudo. Su cabello moreno se extendía y ondulaba en el agua. Su cuerpo era un blanco lejano en el azul del mar. Pero ya no estaba. ¿Realmente la vi? No podía asegurarlo. El brazo del amable desconocido me guio hasta la arena de la playa.
El mareo hizo que perdiera la visión por unos momentos. En la playa se alineaban coloridos puestos azules y rosas donde vendían zumo y helados, en sintonía con los colores del océano y del cielo. Pero ese escenario fue perdiendo poco a poco su balance de colores. Como si el propio paisaje estuviera suspirando profundamente. Si tan solo no estuvieras, decía el viento. Si tú no estuvieras, estaríamos en armonía.
***
El equipo forense gatea por la alfombra. Flash de los fotógrafos. El destello es tan fuerte que deja imágenes residuales en mi retina, heridas que se vuelven halos rojos, morados y azules que permanecen en mi visión por un tiempo.
—¿Qué pasa? No es la primera vez que ves un cadáver, ¿verdad? —me dice el señor Ichioka, mientras estoy distraído. Su voz tiene un tono burlesco. Lo que significa que tengo que reírme.
—Lo siento —digo, pero eso no es suficiente—. Todavía me queda alcohol en el cuerpo. Anoche no debió dejarme beber tanto.
Me duele la cabeza. Otro flash. Intento escapar de la secuencia de luces.
Me pregunto por qué de repente habré recordado el remolino y la mujer. Tal vez ha sido a propósito. Quizás de vez en cuando, cada pocos años, como palpitando en lo profundo de mis recuerdos, me viene a la mente esa escena. Por ejemplo, el año pasado, la noche en la que fui a comprar tabaco a la tienda veinticuatro horas. Por el rabillo del ojo, vi una mancha en la
oscuridad. Mientras pensaba en qué podría ser, recordé a la mujer del remolino. Me acerqué a ese punto más oscuro, pero al final era simplemente el cartel de un bar que se había quedado sin electricidad. A pesar de que ya era otoño, las cigarras estaban enganchadas al poste telefónico que había junto al cartel, buscando una savia que nunca encontrarían.
De nuevo, otro flash. Mis latidos se aceleran. No, ya eran rápidos. Desde que entré en esta habitación.
—Un crimen común, ¿verdad?
Ichioka se gira hacia mí de nuevo. Las imágenes residuales que permanecen en mi visión me tapan la mitad de su cara.
—No estaba cerrado con llave, pero no hay signos de que hayan forzado la entrada… Es una pena que no esté su teléfono móvil, pero tiene unas cuantas tarjetas de presentación en su agenda.
—Sí. —Espero que no me tiemble la voz—. Las he visto.
La víctima es un hombre llamado Kazunari Yoshikawa. Al parecer, el propietario de la casa. El cadáver, que ya se habían llevado, lo encontramos con las piernas extrañamente flexionadas. En la alfombra, en el centro de lo que parecen ser tres cortes, dos insectos con alas se suben uno encima del otro, buscando algo.
Una de las pocas tarjetas insertada entre las páginas de la agenda ha llamado mi atención. ¿De verdad es la de Maiko?
¿Por qué está en la agenda de este hombre? En el balcón hay camisas y vaqueros tendidos, secándose. Las pinzas están colocadas de una manera peculiar. Los calcetines en los cajones no están doblados y enrollados de dos en dos, sino que se encuentran extrañamente anudados por el centro. En la nevera hay yogur de vainilla y helado Häagen-Dazs sabor caramelo. Junto a la tetera hay té de camomila. Todo son cosas que le gustan a Maiko. Incluso los viejos discos de pop japonés que suele escuchar. ¿Ha vivido ella con este hombre después de abandonarme? ¿Y él ahora está muerto? Es demasiado…
Tras las manchas en mi visión, hay una cama. Es tan estrecha que dos personas tendrían que dormir apretadas. Maiko, y ese hombre, que se habría frotado contra su cuerpo en aquella estrecha cama. Mi corazón vuelve a acelerarse. En una esquina de la habitación se ven unas pequeñas líneas negras en el suelo.
—¿Esta parte ya está? —le pregunto a uno de los de la policía científica.
—Después, echaremos otro vistazo. ¿Hay algo?
—No.
Son pestañas cubiertas de máscara. En el equipo no hay mujeres, por lo que deben pertenecer a alguien que estuvo aquí antes. Probablemente se pegarían en mi suela o en la de algún miembro del equipo y, tras desplazarse de un lado a otro, caerían aquí. Las pequeñas líneas negras parecen rasguños, fisuras en el suelo. Las grietas que han resquebrajado mi vida. Mi corazón se agita. Mis dedos tiemblan más y más conforme se acercan a las pestañas. Aún con los guantes puestos, cuando las pellizco, tengo una sensación incómoda en la piel de los dedos. Como si hubiera tocado algo abstracto, algo que es esencialmente intocable. Mi mano se dirige hacia mi bolsillo. ¿Qué estoy intentando hacer? Incluso aunque oculte esta prueba, a estas
alturas ya han recogido cabellos y tomado muestras de las huellas dactilares. ¿Ocultar? ¿El qué? Meto las pestañas en mi bolsillo. ¿Qué estoy haciendo?
—Oye.
Alguien me habla desde atrás. No. No hay nadie detrás de mí. Es la voz de Ichioka. Le está gritando a alguien en la habitación de al lado. ¿Le habrá cegado el flash de las cámaras? Saco la mano del bolsillo, agarrando un paquete de tabaco, para aparentar que la había metido para coger un cigarrillo. Salgo de la habitación, pisando las revistas y periódicos conservadores.
—¿Vas a fumar, Togashi?
—No, no.
—Está bien, ya hemos terminado.
Intento salir al pasillo. Es imposible, pienso. Si al menos hubiera rebuscado en la habitación para que pareciese un robo. Si hubiera abierto alguna puerta o ventana.
De nuevo, la luz de un flash. Un torbellino. ¿En qué estoy pensando? Estoy cansado.
Sigo en la habitación de la víctima. Todo me da vueltas, así que decido salir a fumar un cigarrillo. Tengo que disimular mi estado.
Tras salir por la puerta de la entrada, me encuentro al señor Hayama. Su mirada es afilada. Está fumando frente a la verja.
—Buenas…
No me apetece mucho fumar a su lado. Pero ya es tarde. Está mirando el tabaco que llevo en la mano.
—Parece que ya ha llegado el inspector del Departamento de Investigación, ¿eh? Aunque… creo que el señor Ichioka ha dicho que nos vamos a encargar nosotros.
Hayama se queda mirándome, inexpresivo, mientras parpadea.
—Quiero decir… porque este un caso sencillo.
Yo sigo sonriendo, pero me doy cuenta de que no es algo que debería decir con una sonrisa. Me empiezo a poner tenso.
¿Será real aquel rumor de hace unos años, en el que decían que cuando asesinaron a una enfermera, no arrestó al sospechoso aun habiendo pruebas evidentes, sino que le dejó libre para seguir atormentando su alma? También se decía que ni siquiera le miró cuando el hombre se entregó postrándose a sus pies. Aunque confesara su crimen ante Hayama, nunca fue reconocido como el criminal y, así, fue citado incontables veces, y en cada una de ellas se le obligaba a escuchar lo cruel que había sido por matar a esa enfermera. Un castigo infinito. ¿Por qué no fue a entregarse en cualquier comisaría de policía, a otro detective que no fuera Hayama? ¿Será verdad que el hombre acabó ahorcándose?
Me percato de la mirada de Hayama. Me tiemblan los dedos. Él se da cuenta incluso antes que yo, pero no dice nada. Según he escuchado, originalmente pertenecía a la Sección 1 del Departamento de Investigación. No le importan los demás.
—Así que, una pareja… que vivía junta. ¿Llevarían mucho tiempo? —continúo, intentando mantener las apariencias, pero él me mira frunciendo el ceño.
—El hombre llevaba mucho viviendo aquí. La mujer había venido hace poco. —Hayama habla al fin.
—¿Cómo lo sabe?
—Todo lo que parece pertenecer a la mujer es nuevo. Probad a levantar los muebles para comprobarlo… Debido a las diferentes costumbres entre hombres y mujeres, las alfombras se desgastan de distintas maneras… También hay pruebas de que los han movido.
En el parque frente al apartamento hay restos de basura. Probablemente debido a algún festival. Nunca ha habido ningún gran festival en mi vida. Solamente se acumulan los escombros del día a día.
El señor Hayama echa un último vistazo hacia el parque y camina hacia su coche. Lleva un traje discreto, de buen gusto, aparentemente caro. Sin embargo, no parece que disfrute llevándolo. Es como si estuviera vestido de melancolía. El señor Ichioka sale de la casa. Quizás estaba esperando a que Hayama se fuera.
Vuelvo a pensar en Maiko. Este caso es demasiado sencillo. Como la mayoría de los que abundan en la sociedad. Tengo un dolor de cabeza terrible, como si alguien me estuviera presionando las sienes con fuerza. Es una idiota. Casi tanto como un detective incompetente como yo.
(…)
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