Okuribi. El festival de los muertos

Okuribi. El festival de los muertos

Autor: Hiroki Takahashi

Al otro lado de la barandilla vio las linternas de papel que colgaban en hileras de poste a poste junto al río, y se detuvo, recordando las tradiciones de las que hablaba Akira. Quizás lo que decía de «verter fuego al río» se refería al Tōrō Nagashi, ese rito que había presenciado antes en otros lugares. Aquellos prismas hexagonales se montaban en pequeños barcos que recorrían las aguas a la deriva. Habría unas cien linternas, pero, al reflejarse todas ellas en la superficie del agua, parecía que había muchas más en la oscuridad de la noche. Esos reflejos resultaban incluso más brillantes que las reales. Se imaginó una puesta de sol en la que incontables linternas flotarían a lo largo de ese río, que al amanecer llegarían por fin al océano. Al visualizar ese escenario, le dio la ligera sensación de que la luz del sol le rozaba la piel.

—Oye, exiliado, ¿qué estás mirando?

Ayumu cruzó el puente, apurado por el hombre vestido con ropa de trabajo. El hombre guiaba el camino, seguido por él y sus tres compañeros de clase. A su izquierda se encontraba el bosque al pie de la montaña, y a su derecha se extendían los campos áridos. Filas de patatas desenterradas se alineaban en la tierra levantada, curtidas por el sol. Incluso la suciedad que las cubría se había secado y vuelto blanca. Ayumu se limpió el sudor que se le acumulaba en los párpados con el dorso de la mano y este le escoció los ojos. Tras frotarse y abrirlos, el reflejo de la luz del sol en el tejado de cobre del pequeño templo junto al camino le golpeó en las pupilas.

El sencillo templo albergaba un Buda vestido de rojo al que le habían sido ofrecidas dos mandarinas. Quizás estaba rezando por una buena cosecha, o por los viajeros, ya que en los alrededores había un camino que conectaba dos aldeas. El hombre dobló la intersección y se adentró en el oscuro bosque al pie de la montaña. Para entonces, el sonido de la corriente que se oía de fondo se había desvanecido.

Capítulo 1

Fue a inicios de la primavera, mientras la nieve aún cubría las hojas, cuando Ayumu llegó a esas tierras. A su padre, quien trabajaba en una empresa comercial, le trasladaban a menudo, y la familia se iba mudando hacia el norte del archipiélago japonés. Así, tras un año de estar viviendo en Tokio, le comunicaron un nuevo traslado. Esta vez fue lejos, a Hirakawa, en la región de Tōhoku. Ayumu se extrañó al oír el nombre del lugar. Se le daba bien la geografía, pero nunca había oído hablar de esa región. Al parecer, la ciudad se había originado recientemente tras la unión de varias ciudades y aldeas del área de Tsugaru. Teniendo en cuenta el puesto de su padre, había muchas posibilidades de que la próxima vez le trasladarían a un puesto directivo en la sede de Tokio. Era costumbre en las empresas enviar a los empleados a lugares remotos antes de colocarlos en un puesto alto. También consideraron que el padre se mudase por su cuenta, pero al final acabó yendo la familia entera. Un pariente de él tenía una casa vacía no muy lejos de Hirakawa. Además, el sueño de los padres era vivir en un chalet, y el de Ayumu era tener una habitación propia en el segundo piso y un jardín con césped. «Las casas donde no vive nadie se estropean rápido, usadla todo lo que queráis, mis difuntos padres se alegrarían», dijo el pariente por teléfono.

La casa se encontraba en un terreno elevado al este, situado en el pueblo que se extendía entre las montañas, más al norte de Hirakawa. Al abrir la puerta corredera de vidrio opaco de la entrada, se podía percibir un intenso olor a leña. Había tres habitaciones de seis tatami y, adyacente a la tercera, un butsudan. Supieron que se trataba de uno debido a que el tatami de la esquina se había desteñido con la forma del santuario. El segundo piso tenía casi la misma amplitud, incluso demasiada para una familia de tres personas. La habitación del lado este de la segunda planta se convirtió en la habitación de Ayumu. Su madre decidió que sería la mejor para él, ya que estaba bien iluminada. Al día siguiente de la mudanza, ya estaba amueblada con un escritorio, una estantería corredera y una litera de marrón claro. Los muebles que ya conocía se fueron colocando en aquella habitación extraña. En unas pocas semanas sentiría como si fuese la suya.

Su padre se había mudado poco tiempo antes. Con la idea de que el mejor momento para hacerlo sería cuando Ayumu tuviera un año más, su progenitor había estado viviendo solo durante un mes. En cuanto se mudaron, le llevó a los sentō que había a los pies de la colina junto al río. Estaban a tan solo cinco minutos y eran baratos. No parecía haber ningún vigilante, y en su lugar habían dejado una caja de madera donde ponía «cien yenes la entrada». Las monedas que su padre depositó chocaron con las que ya había dentro. Al agarrar una toalla y abrir la puerta de cristal opaco, se encontraron con dos anteriores visitantes tras la nube de vapor. Uno de ellos parecía tener la misma edad que Ayumu, mientras que el otro era un niño de unos cinco años. Después de que Ayumu y su padre se sumergieran en el agua, el adolescente se levantó para salir, tal vez por consideración. Poco después, siguiendo el ejemplo del otro, el más pequeño también se marchó.

De camino a casa, Ayumu contemplaba el río con el rostro acalorado mientras bebía leche de café. Su padre, a su lado, y con la cara igual de roja, bebía leche de frutas. La orilla del río estaba separada por una valla de hierro, y al otro lado había un dique fluvial de unos cinco metros. El río fluía al final de este. El lado contrario conectaba con la escarpada cuesta de la montaña, y se podía divisar otro río que corría en el fondo del desfiladero. Los árboles de hoja caduca de la montaña seguían bastante secos, con tan sólo unos pocos brotes de hojas amarillentas en las copas desnudas. Cuando llegara el verano, probablemente el verde se acumularía en ellas.

En varios puntos de la superficie del río asomaban enormes rocas. Alrededor de ellas, el agua fluía unas veces y se estancaba otras. El ruido de un arroyo murmurante resonaba en esos lugares. De repente, Ayumu recordó al joven que había visto en los sentō. Si era un alumno de tercero de secundaria, dentro de unos días se encontrarían en la escuela.

—Papá, ¿ya has hecho amigos en el trabajo nuevo? —Por algún motivo, cuando Ayumu preguntó, su padre rio entre dientes.

—Cuando eres adulto, ya no piensas en esas cosas.

—¿No es triste?

Esta vez, tras mostrar una sonrisa turbada, ladeó la cabeza. El gesto era similar al que de vez en cuando mostraba su madre.

—Espero que te adaptes rápido a esta escuela —dijo tras beber un sorbo de leche de frutas. Ya era la tercera que estrenaba Ayumu.

 

La mañana de la ceremonia de apertura, Ayumu se despertó una hora antes de que sonara el despertador. Volvió a apoyar la cabeza en la almohada pero ya se había desvelado, así que se puso el abrigo y salió a dar un paseo por el jardín. Ya tenía la habitación propia que siempre había deseado, pero el jardín de la casa no tenía césped. En su lugar, en el lado este, una escalera de troncos conducía a lo que había sido un campo de cultivo. No había ni caballones ni rastros, como si no lo hubieran arado durante años. El terreno liso estaba cubierto de hierbajos y hojas secas por parches, ambos cubiertos de escarcha. Caminó hacia esa llanura cubierta mientras exhalaba aire frío. Por el camino, se encontró con un manojo de flores amarillas que parecían flores de colza. Sin embargo, al acercarse, vio que la forma de las hojas era claramente distinta. Las hojas, del tamaño de la palma de una mano, colgaban de forma radial, y en la base del tallo asomaba una esfera blanca. Eran flores de nabo, que tras la muerte del dueño del cultivo, crecían de forma salvaje en aquel lugar.

Más allá del campo de cultivo, se podía ver todo el pueblo. Al frente se elevaba una oscura montaña de unos quinientos metros, y hacia el suroeste fluía el río, aquel que había visto mientras volvía de los sentō con su padre. A lo largo de la ribera se distribuían unas cincuenta viviendas. En la niebla matutina que se acumulaba entre las montañas, se distinguían vagamente el techo de teja de una casa particular, el tejado de los sentō, el techo de hojalata de una gasolinera, un cobertizo medio destruido, una choza cubierta con una tela azul, un invernadero del que solo quedaba la estructura, una chimenea de uso incierto, un poste telefónico atornillado a un cedro y un edificio escolar que había sido clausurado. Rayos de sol dorados brotaron desde el este y comenzaron a iluminar toda el área del pueblo. La niebla se dispersó al hacerlo. La penumbra se fue desvaneciendo y la luz proyectó la sombra definida de la chimenea y los postes eléctricos.

Debido a la luz, o al paseo, Ayumu entró en calor y se desabrochó un botón del abrigo. Al respirar hondo, esa atmósfera de aire fresco le entró en las fosas nasales. Quizás gracias a ese clima, el arroz, las verduras, las frutas, los animales, los pájaros y los insectos crecían sanos. Deshizo sus pasos, pisando la escarcha plateada que brillaba bajo el sol de la mañana. Entonces, se dio cuenta de que, tras el vidrio de la puerta de la cocina, había una luz encendida. La campana extractora también estaba funcionando, lo que indicaba que su madre había empezado a preparar el desayuno.

En la tutoría tras la ceremonia de apertura, Ayumu se hallaba de pie delante de toda la clase. El tutor, un hombre llamado Murotani, escribió su nombre completo en la pizarra y lo presentó formalmente. Todos miraban a Ayumu con ojos inquisitivos, ya que allí era raro que hubiera un estudiante transferido. Estaban sentadas unas doce personas, chicos y chicas, los cuales eran todos los estudiantes de tercero matriculados en esa escuela. Durante el descanso, uno de los chicos se acercó a Ayumu. Era el adolescente que vio en los sentō. Tenía los ojos alargados y el párpado monólido, el puente de la nariz perfilado y los labios finos —su apariencia era adulta, ya que vestía uniforme e iba bien peinado. Al parecer, el chico sí le había reconocido como el estudiante nuevo.

En ese momento llegó el profesor con el libro de asistencia bajo el brazo y le preguntó sonriente si ya había hecho amigos. El otro chico, que al parecer se llamaba Akira, le contó la historia completa. Antes de alejarse, el profesor sugirió que Akira le enseñara la escuela a Ayumu. Ambos intercambiaron miradas. Akira se ofreció a hacer de guía y le sacó fuera del aula. Como se acababan de conocer, no hacía bromas ni mostraba sonrisas forzadas. Pero tampoco era antipático, simplemente hablaba de manera clara. Se intuía que era la figura central de la clase. Debido a tantos cambios de escuela, a Ayumu se le daba bien captar las dinámicas de poder dentro de estas.

La Escuela Secundaria Municipal Daisan consistía en dos edificios de madera, ambos de dos plantas. El nuevo estaba en el patio de recreo y el antiguo, en el patio trasero. En la planta baja del edificio nuevo había, en orden desde el sur: una imprenta, una oficina, un salón de actos y una sala de profesores. Una fotografía de un grupo de antiguos graduados colgaba de la pared en frente de la sala de profesores. La fotografía en blanco y negro, con la inscripción «todos los graduados de la promoción del 54 de la era Shōwa», mostraba a unos cincuenta alumnos en uniforme escolar. Todos los chicos llevaban el pelo rapado. «Este es mi padre, se parece mucho a mí», dijo Akira señalando a uno de ellos, un chico con gafas de montura oscura y cara seria, y rio mientras se frotaba el puente de la nariz.

El pasillo que había delante de la sala de profesores conectaba con el edificio antiguo. Mientras que el edificio nuevo tenía suelos de linóleo, los del antiguo eran de tablas. La madera crujía a cada paso. En muchas aulas, los pupitres estaban recogidos al fondo. También había algunas completamente vacías. El suelo estaba cubierto de polvo que a la luz del sol parecía blanquecino. No había avisos en los tablones de anuncios de las paredes, solo quedaban innumerables marcas de chinchetas. Hilos de jabón colgaban de los grifos oxidados de los dispensadores de agua, inutilizados. Al parecer, se había decidido que la Escuela Secundaria Municipal Daisan cerraría la próxima primavera y se fusionaría con otra del centro de la ciudad.

Por tanto, ambos chicos estarían entre los últimos graduados de esa escuela.

—¿Qué tipo de ciudad es Tokio? —dijo Akira dándose la vuelta en medio del pasillo.

—¿A qué te refieres?

—He vivido aquí desde que nací, así que siempre he querido saber cómo es.

Ayumu rememoró el año y medio que estuvo en Tokio. La casa en la que vivía la familia estaba en uno de los bloques de pisos de la línea de tren Chuō, lugar donde había cientos de viviendas. La escuela municipal a la que asistía Ayumu se encontraba a solo diez minutos andando. El edificio era de hormigón armado, de cinco plantas y con un patio de césped artificial separado por una alambrada. Tanto los bloques de pisos como la escuela y otros edificios se amontonaban en el reducido espacio de la ciudad. La vida en Tokio era confusa al principio, pero se fue acostumbrando conforme pasaron las semanas. Allí había muchas tiendas y lugares para pasar el rato. Además, el transporte público era práctico.

Ayumu se transfirió a mitad de semestre, por lo que ya había varios grupos pequeños formados en la clase. Sin embargo, a él se le daba bien integrarse. Te hacías amigo de uno de los miembros, ibas conociendo a los demás y, tarde o temprano, ya formabas parte de alguno. Así es como se adaptó a su clase en Tokio. No se quejó especialmente cuando supo que a su padre le iban a trasladar a un lugar tan lejano. Su madre le preguntó si no le daba pena despedirse de sus amigos. Para tranquilizarla, negó añadiendo que podía volver a hacer nuevos amigos allí.

—Tampoco es tan diferente a esto.

—¿Cómo que no? En la tele, Tokio es como una ciudad de ensueño.

—¿Cómo te la imaginas?

—Me la imagino como un lugar donde hombres y mujeres caminan de la mano sonrientes, con sus bufandas al viento, por las deslumbrantes calles de neón rodeadas de rascacielos.

Ayumu soltó una carcajada al visualizar la imagen que tenía Akira de Tokio, la cual se parecía a esas series de televisión de los noventa que había visto en retransmisiones. Akira sonrió avergonzado.

—¿Qué pasa, te hacen gracia los pueblerinos?

—No es eso.

En ese momento, la campana que marcaba el fin del descanso resonó en el edificio antiguo. Ayumu y Akira se apresuraron en volver a la clase. Las pisadas de ambos hicieron crujir los listones de madera al cruzar el pasaje que conectaba los dos edificios. Mientras esas capas de sonidos se solapaban, Ayumu pensó que, por fin, podía empezar a tener expectativas en su nueva vida escolar.

Fue al día siguiente cuando se enteró del pasado caso de agresión de Akira.

Después de clase, mientras recogía sus cosas para volver a casa, un grupo de chicas con las que no había hablado se acercaron a él, preguntándole si «sabía lo de Akira». Ayumu ladeó la cabeza. A ellas, por algún motivo, se les iluminaron los ojos. Según le contaron, en julio del segundo año de secundaria, Akira golpeó a un compañero de clase en la cabeza con una figura cuadrada de metal que habían fabricado en clase de tecnología. La ambulancia se llevó al herido, quien no sufrió lesiones graves, pero le tuvieron que poner siete puntos. El profesor, Akira y su madre fueron a casa del afectado, le pidieron disculpas y el incidente acabó sin más consecuencias. La escuela no quería causar problemas antes de cerrar, y la junta escolar local tampoco informó a la policía.

—¿Por qué le atacó Akira? —preguntó Ayumu después de que las chicas finalizaran la historia.

—Cuando empezamos secundaria, cambió de actitud y a menudo se mostraba agresivo con Minoru. El profesor no hacía más que regañarle. Así, poco antes de las vacaciones de verano, explotó.

Al día siguiente, observó con detenimiento al chico llamado Minoru. Era algo regordete, con el pelo corto y las cejas tristes, lo que le daba un aspecto tímido. En su frente, una cicatriz blanca de lo que parecían puntos de sutura se extendía en diagonal desde el nacimiento del pelo.

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