Sueños de un gato azulado
Un gato azulado 青猫
Prefacio
Mis emociones no son algo que pertenezca a la categoría de las pasiones8. Más bien, son la nostalgia de un alma tranquila, el reverberar de una flauta travesera que se escucha en una noche de primavera.
Hay quien dice que mis poesías son sensuales. Es posible que haya algo de verdad en eso. Pero la forma correcta de verlo es justo la contraria. Ninguno de los elementos de la sensualidad constituye el motivo musical de mis composiciones. Eso es solamente un tipo de acorde anómalo que acompaña a la melodía principal. O, también, un adorno musical. No soy alguien capaz de embriagarse con las sensaciones. Lo que hay en mi interior intentando escribir poesía es una entidad diferente. Es una emoción incitante, el sonido de la flauta en una noche de prima- vera. No son los sentidos, no es una intensa pasión, no es la excitación, sino simplemente la nostalgia de una nube que arrastra silenciosa la sombra de un alma. El anhelo sollozante y lejano, muy lejano, de una verdadera realidad.
No sé con exactitud desde cuándo, en qué momento, vino a mí ese estado de ánimo. En los tiempos en que todavía era un niño, ya atormentaba mi alma aquella nostalgia de origen desconocido. Cuando empezaba a clarear, mi lecho nocturno aparecía humedecido por las lágrimas y con la llegada del amanecer el canto del gallo desgarraba las tripas de mi sentimentalismo. Yo, que a diario me siento enamorado del sexo contrario sin ninguna expectativa concreta, correteo por las lindes de los campos de primavera abrazándome a los troncos de los árboles mientras canto la aflicción del «amante del amor».
Lo cierto es que esta emoción pertenece desde antaño a mi temperamento. Dicha emoción, que arranca de los lejanos tiempos de mi niñez, todavía hoy acude junto a la almohada de mi lecho nocturno para hacer vibrar su flauta travesera de tonos tan incitantes como lacrimosos y, envuelto en los sublimes acordes de dicha flauta, se me despierta un sentimiento inconsciente de melancolía que me impulsa a escribir.
Así, compongo poesías. Como las polillas que se arremolinan en torno a una luz, engañado por la imagen ilusoria de una emoción resplandeciente y misteriosa, intento rozar la esencia de una realidad invisible y agito en vano mis quebradizas alas color bizcocho. Soy un desdichado infante fantasioso, cuyo destino es tan trágico como el de las polillas.
Por eso mismo, probablemente aquellos que lean mis poesías escucharán una elegía de tristeza ilimitada a la sombra de mis palabras, más que cualquier otra cosa. Precisamente el sonido de esa flauta es la «metafísica incitante». Es justamente esa flauta el «Eros» de Platón, el aleteo que nace de la fascinación por la verdadera existencia del alma. Y en realidad, solo en eso consiste lo que podríamos llamar «mi música». Es la música a la que se refiere el principio de la corriente de poesía simbolista que reza: «Antes que nada, el verso debe ser en primer lugar música».
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¡Una melancolía sensorial! De nuevo, se trata de una emoción que pertenece a mi temperamento desde antiguo. Como una arboleda de cerezos bajo el sol de primavera o como el olor de los crisantemos en vinagre, constituye algo incomparablemente deprimente y lúgubre hasta el límite. De esta manera, mi vida se entristece también en el terreno de lo pasional por el crepúsculo de la decadencia. La realidad es que me vuelvo melancólico y el hecho de volverme melancólico, además, es el tema principal de mis poemas líricos.
Pero con todo, mi vida de los últimos tiempos, más que por dicho carácter sensorial, en la mayor parte de los casos se inclina más bien hacia una melancolía reflexiva. A esta tendencia, por ejemplo, pertenece la colección de poemas Voluntad y confusión, reunida en la parte central de la antología que sigue. La postura fatalista de oscura melancolía que puede apreciarse en estas poesías es la huella dejada por la proyección de emociones propias de una vida por completo reflexiva. Así, algo en el interior de mis poemas se inscribe, en líneas generales, en una melancolía sensorial, mientras que otra parte pertenece al campo de la melancolía reflexiva. Sin embargo, en cualquiera de ambos casos, el ritmo de lo que intento transmitir no es ese. No se trata de algo sensorial ni de algo conceptual. Todo eso no pasa de ser los ropajes con que se visten mis versos. La verdadera naturaleza de mis poemas (el intensamente aromático palpitar de los latidos de mi corazón que me induce a componer mis versos) se halla más que nada en la fascinación por el sonido de aquella sublime flauta travesera. Se encuentra en el profundo dolor de un afecto de origen desconocido que siento hacia el mundo de la verdadera realidad. Así, soplo con mi instrumento poemas que tratan de interpretar la partitura de mi misteriosa e incitante existencia.
Por eso mismo, el estilo de mis poesías carece de la agitación desordenada y adictiva de fuerte carácter pasional que puede encontrarse en las poesías de la escuela impresionista moderna. Ni tampoco tiene, por ejemplo, el aire opresivo de pesada melancolía de la poesía conceptual, que llega a resultar asfixiante. El estilo de mis versos, más bien, es sereno y de sabor clásico. Expresa las emociones y los pensamientos tal cual son, reverenciando con fidelidad y orgullo el tono visceral para inscribirse, sin lugar a dudas, en la corriente de la poesía de las emociones, transitando por la vía que marcó el Romanticismo.
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Nadie ha sabido descubrir la verdadera naturaleza del arte de un modo tan completo como Baudelaire cuando dijo que «La poesía no glosa la verdad pura ni la moral; la poesía únicamente tiene como objeto a sí misma». Nosotros, partiendo de los elementos de la poesía tradicional y de su observación, podemos llegar a extirpar las impurezas conceptuales que encontremos. Determinaremos que la poesía, en última instancia, es exclusivamente «éxtasis» y «aroma», una felicidad intensamente perfumada. De entrada, si hablamos de la verdadera naturaleza de la belleza, no debemos permitir que se le añada ningún sofisma.
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Tal y como escribí hace ya un tiempo en el prefacio de mi antología de poemas Tsuki ni hoeru (Ladrando a la luna, 1917), para mí la poesía no es una cuestión de misticismo ni de fe. Y mucho menos aun es «un trabajo en el que empeñe mi vida» o «una vía sagrada de purificación». Para mí la poesía no es más que «un triste consuelo».
Es la voz de una garza real que canta en las ciénagas de la vida, el sonido del viento que susurra entre las cañas en una noche de luna.
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La poesía siempre está a la vanguardia de las tendencias del momento y es el sujeto que percibe con mayor agudeza el sentimiento de los tiempos que vendrán. Por eso mismo, la correcta valoración de las antologías de poemas debe acometerse cuando hayan transcurrido al menos entre cinco y diez años de su publicación. Es después de esos cinco o diez años cuando la gente común podrá alcanzar por primera vez el punto en que se encontraba la poesía en el momento de ser escrita. En suma, lo normal es que la poesía se publique con carácter prematuro y se comprenda tardíamente. Seguir los pasos de esta o aquella corriente de pensamiento que está en boga como quien se adapta a una moda pasajera y superficial es lo más despreciable para nosotros los poetas y somos incapaces de hacerlo.
Considerando su auténtica condición, resulta perfectamente natural que la poesía siempre mire por encima del hombro a la masa y, sobrevolando a gran altura sobre su tiempo, muestre su reverencia por un carácter de elevada franqueza e integridad.
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Después de tan largo tiempo sin componer poemas, carezco aún más que antaño de la confianza necesaria para hacerlo. No soy más que un infeliz gato azulado, un demonio incitante que se aparece en las pesadillas.
Escrito en una capital de provincias junto al río Tonegawa.
El autor
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