Tomoe Gozen. Una flor en la tormenta

Tomoe Gozen. Una flor en la tormenta
Renjiro Takashima
En las profundidades del monte Koya[1], envuelto en un halo de niebla matutina, se encontraba el majestuoso templo Kongobu-ji, el corazón espiritual de la secta Shingon y morada de monjes ascetas que consagraban su vida al estudio de los antiguos sutras[2] y la meditación. Este templo, con su estructura de madera oscura que se alzaba sobre un terreno rocoso, estaba rodeado de árboles milenarios cuyas ramas parecían tocar el cielo y cuyos troncos hablaban de tiempos casi olvidados. El sonido del viento que silbaba entre los pinos era acompañado por el lejano murmullo de mantras, recitados incesantemente por los monjes que, desde el amanecer hasta el ocaso, cultivaban la mente y el espíritu.
Entre estos monjes se encontraba Ryukai, un hombre de edad avanzada cuya barba gris se entrelazaba con los pliegues de su sencillo hábito de algodón. Su rostro, curtido por los años de introspección, llevaba las marcas de una vida dedicada al desapego y la búsqueda del conocimiento trascendental. Cada día, al romper el alba, Ryukai se dirigía a la sala de meditación, un espacio de piedra y madera, con ventanales abiertos a las montañas, donde la naturaleza entraba en comunión con la mente humana. Allí, en ese lugar sagrado, se disponía a realizar su ritual diario.
Este acto era una disciplina rigurosa y ceremonial. Antes de comenzar, Ryukai se purificaba en las aguas frías de un manantial cercano, dejando que el contacto del agua helada despejara los vestigios del mundo terrenal. Luego, se arrodillaba ante una estatua de Fudo Myoo, el Rey de la Sabiduría Iracunda, con una expresión que evocaba tanto el poder destructivo como la protección divina. Ryukai encendía un pequeño incienso y recitaba en silencio el mantra “Namu Daishi Henjo Kongo”, invocando al fundador Kūkai y a los espíritus protectores del templo. Una vez concluida la invocación, se sentaba en postura de loto sobre una estera de paja tejida, cerraba los ojos y comenzaba a controlar su respiración, sintiendo cómo su cuerpo y su mente se fundían con el entorno.
En el corazón de su meditación, el silencio de la sala fue interrumpido por un susurro lejano, como el crujir de llamas a la distancia. Poco a poco, la visión comenzó a materializarse en su mente, emergiendo de la profundidad de su conciencia como si una fuerza espiritual, que no podía controlar, la hubiera invocado.
La visión le mostró un paisaje desolado. Los cielos eran de un rojo carmesí, desgarrados por relámpagos que iluminaban campos de ceniza y fuego. A lo lejos, se alzaban figuras sombrías, guerreros caídos, envueltos en la neblina de la muerte. Y entre ellos, como un faro en medio del caos, apareció una figura que se alzaba en medio de aquel funesto entorno. Era una mujer, una guerrera en medio de la tormenta. Montaba un corcel blanco como la luna llena, cuyo color era tan brillante, que iluminaba el camino entre el humo y la sangre. Su armadura relucía con el reflejo de las llamas, y en su mano, empuñaba una naginata[3], cuya hoja destellaba como un rayo. Su rostro, aunque joven, estaba marcado por una furia que no podía contener, y sus ojos reflejaban tanto el dolor como el poder que emanaba de ella.
La mujer avanzaba con pasos firmes, cada uno de ellos retumbando en la tierra, dejando un rastro de luz a su paso. A su alrededor, los vientos de la guerra rugían, y las sombras que intentaban acercarse a ella se disolvían al contacto con su energía. En un grito de guerra que resonó por todo el horizonte, la guerrera alzó su arma al cielo, y de su filo emanó un destello cegador que partió los cielos en dos. En ese momento, Ryukai sintió el peso del destino, esa figura, esa mujer, estaba destinada a cambiar el curso de la historia.
Las llamas comenzaron a rodearla, pero ella no retrocedió. Con cada movimiento, destrozaba la oscuridad que la envolvía, como si el destino mismo estuviera a sus pies, esperando su mando. De repente, un susurro llegó a los oídos de Ryukai, una voz femenina, fuerte y decidida: “Soy la tempestad que forjará un nuevo amanecer”. Y con esas palabras, la visión se desvaneció en un destello final de luz.
Ryukai abrió los ojos, su respiración acelerada, su corazón martillando en su pecho. El incienso todavía ardía a su lado, pero su mente seguía en aquel campo de batalla que había presenciado. Se quedó quieto unos momentos, tratando de comprender lo que había visto. Sabía que aquello no era solo un sueño o una ilusión; era una premonición. La guerrera que había aparecido ante él no era una persona común. Su espíritu resonaba con los kami de la guerra y el destino. Algo grandioso y terrible estaba por acontecer, y esa figura femenina sería la clave de esos tiempos venideros.
Con una mezcla de asombro y reverencia, Ryukai salió de la sala de meditación y fue en busca de uno de sus compañeros monjes, Jinko, un joven novicio encargado de escribir los presagios y visiones que los monjes mayores recibían. Al encontrarlo, Ryukai le tomó del brazo con urgencia.
—Jinko, toma un washi[4] y pincel, y escucha con atención. He visto algo que no puede ser ignorado.
Jinko, sorprendido por la intensidad en la voz de Ryukai, rápidamente lo hizo, dispuesto a narrar su visión, sus palabras llenas de solemnidad y misterio.
—Observé un campo de cenizas, tan cerca como lo estoy ahora de ti, estaba cubierto de fuego y muerte. Pero en medio de ese caos, se alzaba una mujer… una guerrera como nunca antes había visto. Portaba una naginata que podía partir los cielos, y su alma ardía con una luz que destrozaba la oscuridad. Ella es más que una simple visión, Jinko….De alguna manera, es un presagio, una advertencia de una gran guerra que se avecina.
Jinko, con cada trazo de su pincel, escribió las palabras como si fueran una profecía. El eco de los sutras resonaba en la distancia, pero en ese pequeño rincón del templo, el destino de Japón comenzaba a delinearse en un viejo papel, mientras los vientos del monte Koya traían consigo el presagio de tiempos turbulentos.
[1] El monte Koya (Kōyasan) es una montaña sagrada en Japón, ubicada en la prefectura de Wakayama, y es el centro del budismo Shingon. Fundado por el monje Kūkai en el siglo IX, alberga numerosos templos y es un importante lugar de peregrinación y meditación.
[2] Un sutra es un texto sagrado budista que contiene enseñanzas y doctrinas atribuidas a Buda. Los sutras son fundamentales en la práctica y estudio del budismo.
[3] La naginata es un arma tradicional japonesa consistente en una larga asta con una hoja curva en el extremo. Fue utilizada por samuráis y guerreras, como las onna-bugeisha, en combate.
[4] Washi es un tipo de papel tradicional japonés, conocido por su durabilidad, flexibilidad y textura única. El término “washi” proviene de las palabras japonesas “wa” , que significa “japonés”, y “shi”, que significa “papel”. A diferencia del papel occidental, que suele estar hecho de pulpa de madera, el washi se elabora a partir de fibras naturales de plantas como el kōzo (morus alba o morera), el gampi y el mitsumata.
Capítulo 1
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