Vida digna. Relato.

Vida digna, seguro de ciento diez años

Autora: Jeong So-hyun

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Recomiendo «Vida digna, seguro de ciento diez años». Es un seguro de vida que le permite pasar sus últimos días en la comodidad de su casa. No sé si todavía existe, pero si alguien se lo ofrece, no se lo piense dos veces.

Cuando lo contraté hace treinta años, no tenía ni idea del papel tan importante que tendría en mi vida. Durante veinte años, hasta el día de mi jubilación, pagué todos los meses una cantidad equivalente al salario medio de un oficinista. Pude hacerlo gracias a que era la directora de un hospital de mujeres que contaba con unos ocho especialistas y estaba tan ocupada que no tenía ni tiempo para pensar en gastar dinero. Aunque por otro lado, tenía mis dudas sobre si un producto tan caro serviría de algo en el futuro. A principios de los ochenta, cuando entré en la escuela primaria, mi madre contrató un seguro escolar pensando que cubriría hasta la matrícula de la universidad, pero después  del bachillerato no recibió más dinero. Después de escuchar esta historia na y otra vez no me fiaba de los seguros.

Además, pasaron tantas cosas y viví siempre tan ocupada que hasta cumplir los cuarenta nunca me había parado a pensar en la vejez. A los cincuenta, comencé a angustiarme por todo: la jubilación, la salud, la soledad… Cuando tenía tiempo libre o llegaba la hora de dormir, de repente no podía soportar la idea de hacerme mayor. Por aquel entonces, el gobierno había propuesto varias mejoras para el bienestar de los ancianos y algunas llegaron a ser implementadas, pero no podía depender solo de ellas. Así como las madres acudían en masa a la clínica privada que ofrecía mi hospital incluso si el Estado brindaba apoyo gratuito para el parto, pensé que necesitaría algo más sin importar cuantas ayudas ofrecieran. También podrían desaparecer si hubiera un cambio de gobierno. No tenía hijos, ni marido, ni nadie de quien depender, así que solo podía confiar en el dinero. Puede que esto no suene muy bien, pero es la verdad. Pensé que si contrataba el seguro más caro, tendría un mínimo de garantías incluso en el peor de los casos. El seguro, que había estado pagando mes a mes y del que aún tenía ciertas dudas, venció sin darme cuenta y sus servicios se hicieron efectivos cuando cumplí setenta años.

Todas las mañanas, un cocinero venía a casa para prepararme dos comidas completas y algunos tentempiés antes de irse. Para mí, que estaba acostumbrada a comer lo que fuese en el hospital, eran como un regalo. A veces la compañía me invitaba a eventos que organizaba y alternaba con algunas celebridades o cenaba con personalidades ya mayores que en su día fueron bastante exitosas.

Tengo suerte de tener a un cocinero tan habilidoso que incluso a día de hoy, una década después, sigue viniendo a casa. Las invitaciones ahora llegan con menos frecuencia. Tengo la sospecha de que ya no soy bienvenida porque soy demasiado vieja, pero tampoco iría si las recibiera. Cuando converso con personas de mi edad que solo saben hablar de sí mismos y no escuchan a los demás siento que me estoy volviendo demente, así que es mejor usar ese tiempo para hacer ejercicio. Lo mejor durante los primeros años fue disfrutar de una variedad de platos preparados por algún chef talentoso y conocer gente, pero desde hace un tiempo hasta ahora, lo que más me gusta es hacer ejercicio y salir a caminar.

Mi entrenador personal preparó un programa de ejercicios adaptado a mi edad y lo seguía con diligencia. Probé de todo: yoga, natación, aeróbic acuático, bailes de salón, etc. Me sentía incluso más saludable que cuando era joven, cuando no tenía tiempo para hacer deporte. Todos los días después de hacer ejercicio, daba un paseo de una hora por el parque, iba al spa para darme un baño y disfrutar de un masaje, y cuando regresaba a casa estaba todo ordenado. Las sábanas y las fundas de las almohadas eran reemplazadas por unas nuevas y no tenían ni una sola arruga, como si hubieran sido planchadas; el suelo y los muebles estaban limpios y sin ni una mota de polvo; y el baño y el fregadero relucían. Era algo imposible de imaginar cuando trabajaba. Por aquel entonces la casa estaba llena de polvo, los azulejos del baño tenían moho, y el fregadero estaba hasta arriba de latas de cerveza. Incluso en esta era en la que dependemos tanto de la inteligencia artificial, la nobleza del trabajo humano sigue siendo admirable. A veces cuando escribía una carta de agradecimiento y la dejaba en el tocador, la empleada del hogar me respondía con gentileza. No recuerdo si ese tipo de servicio tan cortés estaba incluido en el seguro. Me dan ganas de revisar el contrato por curiosidad, pero hace tanto tiempo que lo firmé que ya no recuerdo dónde lo puse.

Cuando cumplí los ochenta entró en vigor una garantía adicional, que incluía un asistente que me ayudaba a darme un baño todas las noches. A pesar de que leí cuidadosamente el contrato cuando me inscribí no recordaba haber visto esa cláusula, pero por lo general había un paquete especial a partir de los ochenta. El asistente siempre me limpiaba la parte de atrás de las orejas y me recordaba que tenía que hacer hincapié en esa zona para no desprender olor a viejo. Por eso me limpiaba esa zona con una toallita húmeda cuando no tenía nada que hacer, pero mi piel se volvió tan seca que parecía que iba a pelarse. Me dijo que no tenía que preocuparme tanto por los olores corporales porque él ya me daba un masaje aromático con aceite de almendras dulces mezclado con lavanda, mejorana y aceite de manzanilla todos los días. Eso me hizo pensar en mi padre. A pesar de ser una persona muy pulcra, a partir de cierto día empezó a emitir cierto tufo que le persiguió el resto de su vida. Si hubiera existido un seguro así entonces, si hubiera recibido este servicio, tal vez su vejez no hubiera sido tan lamentable.

Al ver a mis padres, solía pensar que envejecer era algo triste y miserable, pero ahora que me tocaba a mí tenía una opinión diferente. Nunca pensé que llegaría el momento en que podría estar sola en silencio sin hacer nada. Comparado con los días de ansiedad y soledad en los que me hacía cargo de los turnos de guardia y los partos de emergencia —cuando tenía que hacer rondas todas las noches, dormir a ratos en una cama supletoria y responder con una sonrisa cada vez que me preguntaban cuándo iba a comer o dormir—, esto era el paraíso. Además, ahora no necesito hablar con personas que no me apetece y tampoco tengo ninguna responsabilidad sobre nada ni nadie. Con una rutina relajada, la vida diaria sigue fluyendo igual que ayer, y puedo hacer lo que quiera, así que no necesito nada más. Cuando me despierto, estoy feliz de tener aún fuerzas para estirar los brazos y abrir las cortinas, levantarme y caminar sola hasta la cocina y beber una taza de café. Cuando sale el sol, el mundo se ilumina, las montañas siguen siendo verdes y puedo respirar aire puro. Es increíble que pueda ser feliz con cosas tan pequeñas.

Lo mejor es que ya no tengo que preocuparme por cómo voy a pasar mis últimos días. Cada vez seré más vieja, y la enfermedad y la muerte vendrán después, pero puedo soportarlo todo si pienso que la compañía de seguros estará a mi lado hasta el final. Es un alivio no terminar rodeada de desconocidos en Silver Town, una residencia de ancianos que el gobierno proporciona de forma gratuita, como hacen otras personas mayores con discapacidades, y no tener que pasar mis últimos días en una habitación de hospital geriátrico. Cuando muera todo habrá terminado, pero hasta entonces quiero hacer lo que me plazca. No quiero salir de mi casa para morir en un lugar desconocido. Espero poder vivir y morir en mi propio hogar y no perder mi dignidad hasta entonces.

Soy una tonta que no supo ser feliz hasta que me hice vieja. No sé si todo es gracias al seguro o si todas las personas piensan así a medida que envejecen, pero planeo vivir mucho tiempo y disfrutar de esta felicidad. Y por eso voy a mantener el contrato. No tengo ninguna razón para cancelarlo después de haber pagado todas las cuotas. ¿Por qué me siguen molestando con una pregunta tan estúpida? Por supuesto que ha sido por voluntad propia, nadie me ha obligado. Estoy ya vieja, pero no soy el tipo de persona que hace las cosas porque alguien se lo diga.

(Continuará…)

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