La senda secreta. Capítulo 1.

La senda secreta.

Autor: Pablo Tobías

Capítulo 1

1644

La lluvia que acariciaba los aleros del santuario era tan fina que, de no saber que iba a morir, “Hidari Jingorō la hubiera recibido como una caricia del cielo. 

Consciente de que la sombra tras de sí no haría nada hasta que hubiera finalizado, recitó con parsimonia todas y cada una de sus oraciones y, tal y como observaba la tradición, las culminó dando dos palmadas. 

—Entonces esta es la respuesta al kōan… —escuchó decir a la oscuridad—. El sonido del aplauso de una sola mano. 

Hidari” se dio media vuelta colocando con decisión su zurda sobre la empuñadura de su katana que, desafiando el dogma del guerrero, descansaba en horizontal trabada en el cinturón no frente a él sino casi en su espalda. El muñón donde antes había estado su diestra pareció caer con indulgencia al otro lado de su cuerpo, casi al final de la vaina. 

—Así es como desenfundas tan rápido, ¿eh? —continuó la voz—. Haciendo palanca con el brazo que parece inútil. Y diría también que la hoja de tu espada es algo más corta de lo que parece por su saya. 

Hidari” intentó que su gesto no mostrara un ápice de sorpresa, pero lo cierto es que las palabras de su asesino permearon en él más que la lluvia y, si en lo más hondo de su corazón aún conservaba alguna esperanza de salir de allí con vida, lo que acababa de oír la había cercenado con la misma violencia que el tajo que le hizo ganar su sobrenombre. 

—Es un movimiento muy inteligente, digno de un compañero de tu renombre. De veras lamento tener que estar aquí. 

—Solo cumples con tu deber, Yozaemon —habló por fin Jingorō—. Aunque, si quisieras escucharme, entenderías igual que yo por qué el shōgun debe caer. 

—Los Tokugawa han traído la paz. Podíamos haberte dejado ir si solo te hubieras negado a servirlos, pero tu traición no puede quedar impune. 

La figura entre las sombras se hizo visible por fin bajo la luz de la agotada luna y Jingorō pudo ver a un hombre de su misma edad, pero con muchísimo más pesar en la mirada. La lluvia arreció. 

—Estoy seguro de que tú también has leído los textos que han empezado a circular y también tienes dudas. El Emperador no puede quedar a merced de un solo clan. 

En el silencio que habitaba entre las gotas de lluvia, “Hidari” creyó escuchar también que el pulso de su rival se aceleraba. 

—Tú tienes aquí tu legado, “Hidari…”. Yo no puedo poner en peligro el mío —zanjó Yozaemon. 

—¿El hombre que me llama traidor antepone su familia a todo lo demás? —objetó Jingorō. 

—Acabemos de una vez —dijo uno de los dos, no impor- taba quién. 

Y, tras un saludo solemne y una mirada de aprecio, el acero batió el aire, la lluvia y la carne. 

Sintiendo cómo manaban de su cuerpo la sangre y la vida, “Hidari” Jingorō cayó sobre sus rodillas sujeto por el hombre que acababa de asestarle el golpe fatal. 

—Míralos, Yozaemon —dijo señalando hacia las tallas de madera que se perfilaban a lo lejos sobre las puertas de uno de los pequeños edificios del templo—. ¿Qué estamos haciendo? 

—Tú lo has dicho: cumplir con nuestro deber.

El moribundo asintió, casi sin fuerzas.

—Debes sentirte afortunado pese a todo —prosiguió Yozaemon—. Poca gente tiene la fortuna de dejar este mundo delante de su propia obra, y este santuario estará aquí para siempre. 

Y así, con esas palabras y una sonrisa, el ninja conocido como “Hidari” Jingorō abandonaba la vida. 

Yozaemon, incapaz de dejar allí el cuerpo de su compa- ñero, cargó con él y se dispuso a darle un entierro formal en el bosque más próximo, para que pudiera descansar junto a su legado por toda la eternidad. En su camino hacia la salida, no pudo evitar detenerse ante la talla de madera que había sido y sería la mejor obra del hombre que yacía entre sus brazos. Desde la parte superior de la puerta, los tres monos le garantizaban que nunca nadie sabría de lo ocurrido esa noche, en ese lugar. 

Uno no lo había visto, el otro no lo había escuchado y el tercero jamás lo contaría. 

Culpable y aliviado al mismo tiempo, Yozaemon abandonó el recinto del santuario para nunca más poner pie en él, y al atravesar su torii5 sintió que, de alguna forma, su vida también había terminado esa noche. 

 

Capítulo 2

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